Día 12 de abril de 2025
El menú senderista de hoy nos trae unas cuantas dosis de zagales y zagalas de Esbarre, con ese toque especial de los amigos y amigas de Montañeros de Aragón. Para darle el punto exacto, le añadimos una pizca de sal, un toque de pimienta y ¡voilà! Tenemos un plato que haría babear a los más altos dignatarios del reino.
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Castellote |
El bus de hoy va pilotado con mano santa por el inigualable amigo Pablo, auténtico virtuoso del volante y domador de curvas, que nos lanza, con arte, hacia las recónditas tierras del Maestrazgo. El viaje, lejos de ser un simple trayecto, es algo así como una clase de historia: Belchite, ese triste monumento a la cabezonería humana; Lécera, donde dicen que aún brotan, entre olivos, algunas raíces familiares de nuestra querida Maite; y Andorra, no la de los youtubers, sino la que lidia con el apagón de su central térmica como buenamente puede. Allí, nuestro buen Pablo —con ese sexto sentido para detectar cafés y vejigas desesperadas— hace parada técnica: unos desayunamos, otros picoteamos, y la mayoría... digamos que aliviamos presiones internas. Una excursión, vamos, que ya empieza con buen rollo.  |
Pueblo viejo de Belchite |
¡Allá que vamos! Curva aquí, curva allá, atravesamos el túnel que nos da la bienvenida a Castellote, punto de partida y regreso de la ruta de hoy. Nos calzamos las botas con aire de exploradores avezados, Ricardo desenfunda su "supercámara", nos retrata con su mejor encuadre, Enrique, ante un panel, nos cuenta el recorrido y ¡hale!, a comenzar. |
La superfotografía de la supercámara de Ricardo |
Los primeros metros los recorremos por las calles que, para no perder la costumbre, se empinan alegremente hacia arriba, como si quisieran ponernos a prueba desde el minuto uno, en busca de la senda PR-TE. 53, que nos acompañará fielmente durante casi todo el recorrido. |
Arrancando |
Con el primer sofocón mañanero, llegamos a la iglesia de San Miguel, que se muestra en todo su esplendor: monumental, elevada y presidiendo el pueblo con aires de grandeza. Su portada, sobria, pero imponente, luce ese gótico levantino que tanto gusta, salpicado de dragones, leones y sirenas que parecen vigilar al caminante. Encima de ella, un rosetón de los que no se andan con medias tintas. |
Iglesia de San Miguel |
Abandonamos el pueblo con la vista puesta en su imponente castillo, listos para la conquista... o eso creemos. Pero el guion nos reserva un desvío: en el collado conocido como "Las Lomas", justo cuando el castillo parece al alcance de la mano, giramos a la derecha (este), como quien se arrepiente a último minuto, para subir a la Atalaya. Y ojo, que durante un kilómetro nos toca transitar un "no sendero", de esos que solo existen en la imaginación del más optimista, pero que se deja querer por la belleza de la cresta que recorre.
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Hacia la Atalaya |
Alcanzamos este magnífico balcón natural, desde donde el Maestrazgo se nos ofrece en todo su esplendor. El embalse de Santolea, en modo “lleno hasta la bandera”, brilla sin sol, y allá al fondo se dejan intuir pueblos como Más de las Matas, Aguaviva o Seno, que juegan al escondite con la distancia. Más cerca, asoman sin disimulo los tejados de Castellote, el castillo y la ermita del Llovedor, que nos hacen ojitos: serán los siguientes en caer.
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Embalse de Santolea |
Así que, tras inmortalizarnos con una autofoto de grupo desandamos lo andado hasta el collado, y esta vez sí, tomamos rumbo oeste. El camino, ahora mucho más civilizado, incluso presume de rampa-escalera que nos allana la conquista del Castillo de Castellote.
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Foto en la Atalaya |
Pero ¡ay!, antes de llegar, nos topamos con un caballero templario, espada en ristre (al que le hago frente con el arma del más osado senderista), que nos recuerda que aquí la Orden del Temple tuvo cuartel y, probablemente, muy malas pulgas.
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Finalmente, me rendí |
El castillo, encaramado en lo alto de un escarpe rocoso, domina el pueblo como quien no se fía ni un pelo. Su ubicación, desde luego, lo ha convertido en protagonista de todos los saraos bélicos del Maestrazgo: Reconquista, Guerras Carlistas... y ahora, nosotros.
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Castillo (desde la Atalaya) |
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Castillo, bajo su muralla |
La nuestra, eso sí, es una batalla más terrenal: la del hambre. Así que organizamos una tregua gastronómica con tentempié incluido (triunfo del plátano), porque queda jornada.
Recogemos las mochilas para tomar un sendero que se descuelga sin piedad hacia el barranco del Llovedor. Por suerte, unas sirgas nos echan un cable —literalmente— y garantizan que este puñado de senderistas valientes y algo cabezotas siga adelante con dignidad.
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Descenso |
Nos situamos bajo uno de los once arcos del acueducto medieval de Las Lomas, conocido también con el sugerente nombre de "Puerta del Gigante" —y no es por casualidad, que uno se siente pequeño de verdad aquí abajo. Esta imponente obra de ingeniería no era mero adorno: servía para canalizar las aguas que abastecían la villa. |
Acueducto |
Pasamos bajo el último arco que llaman «Puente del Gigante», ya que se alza nada menos que 14 metros. Y ahí estamos nosotros, pasándolo tan campantes, como quien no se da cuenta de que camina por una joya medieval alzándose al aire. Gigantes no seremos, pero por un momento, nos sentimos parte de la historia.
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Puente del Gigante |
El castillo, glorioso hace un rato, ha quedado allá arriba... muy arriba. Ahora lo miramos con el cuello torcido y un suspiro resignado, mientras el sendero nos hace cambiar de dirección, girando hacia el este y subiendo unos metros hasta casi rozar el collado por el que ya pasamos antes. Una especie de déjà vu con sudor incluido.
Nos da la bienvenida el peirón dedicado a la Virgen del Agua, patrona de Castellote, que parece avisarnos con gesto cómplice: “atentos, que viene lo bueno”. Y vaya si viene. A nuestra izquierda, unos cien metros más abajo —sí, abajo, claro— serpentea el barranco del Llovedor. Al otro lado, pegadita como una cabra montesa a la pared rocosa, sobrevolada por los buitres, asoma la ermita del mismo nombre. Está ahí, casi al alcance de la mano... si esa mano mide ciento cincuenta metros y no sufre del codo. Porque sí, para llegar hasta ella toca currárselo: hoy no se reparten milagros así como así.
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Ermita del Llovedor |
Y como lo alto hay que ganárselo bajando primero, allá que vamos, en alegre procesión, descendiendo con decisión hasta la A-226, esa carretera que pasa por ahí como si nada, ajena a nuestras pequeñas epopeyas. La seguimos unos metros y, tras besar el fondo del barranco —en el sentido más literal—, toca lo inevitable: volver a subir. |
––Ahora subo, ahora bajo, ahora...–– |
Ahora nos enfrentamos a una carretera secundaria que da acceso a la ermita. Pequeña, sí, pero con una rampa que le saca los colores hasta al más en forma. Y es que el lugar no se llama “Llovedor” por casualidad: junto a la ermita, el agua se filtra por la ladera y cae dulcemente en un estanque. Un rincón que hace honor a su nombre, y que por fin justifica el esfuerzo... aunque sea con las piernas temblando. |
Hemos llegado |
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Balsa del Llovedor |
Unos decían de zampar ya, otros que mejor luego, y hasta apareció un visionario proponiendo el plan maestro del "medio bocata ahora y el otro medio después" —que no se llamaba Salomón, pero casi—. Tras idas, venidas y miradas de hambre nivel lobo, gana la opción lógica: comer ya mismo, que no estamos aquí pa’ sufrir. Así que, bajo el sagrado patrocinio de la Virgen del Agua Bendita y del frescor celestial del Llovedor, sacamos el condumio y... ¡Hala!, todos a darle al bigote con entusiasmo y sin contemplaciones. |
Las paredes también lloran |
Con el buche lleno y el espíritu algo más flojeras, emprendemos el descenso al fondo del barranco —nombre técnico: “la sima del bostezo post-bocata”— para luego encarar una rampa que, tras la comilona, ya no es rampa, sino pared vertical en versión drama. Cruzamos la carretera (sin perder a nadie, milagrosamente), para subir un trozo que ya habíamos bajado antes… porque la vida, amigos, a veces es así de irónica. |
Allí queda la ermita |
Tomamos una sendita que serpentea entre pinos, sabinas, algún enebro distraído y unas oliveras que nos miran con cara de "a estas alturas del día… ¿todavía caminando?". Llegamos por fin a una pista. Nos reagrupamos en el "Pocico de San Juan". A la izquierda, se abre una panorámica estupenda del bonito agujero que ha dejado la mina a cielo abierto de María Luisa |
Mina de María Luisa |
Al fondo, bajo la imponente silueta del castillo que nos mira como diciendo “anda que no os queda ná”, se perfila por fin el final de la ruta. Allí nos espera Pablo, nuestro ángel de la guarda motorizado —mitad chófer, mitad socorrista emocional—. Procedemos a una ligera desinfección estratégica: lo justo para no levantar sospechas olfativas en algunos de los bares de la plaza. Porque si el universo se alinea (y el camarero no huye), nos caerá una jarra —o dos o tres— de birra bien merecida. Y entonces sí, que se preparen los grifos, que esta panda de andarines con la garganta seca está dispuesta a vaciar la despensa líquida del pueblo… y con estilo. Y es que, señores, ¡nos la hemos ganado a pulso!
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Dando de beber a las células (foto de Ricardo) |
Aquel “menú senderista” al que aludía al principio ha resultado todo un acierto. Y no ha sido por casualidad, sino gracias a quienes lo han cocinado con cariño, dedicando tiempo, cuidado y ganas. También a los ingredientes que han aportado lo suyo: el paisaje, la compañía, las risas compartidas, el silencio en el momento justo. Todo ello ha ido cociéndose a fuego lento en este puchero de senderos y emociones, hasta convertirse en algo más que una ruta: una experiencia cálida, sencilla y de esas que dejan buen sabor mucho después de haber terminado. Buen provecho
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Datos técnicos
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Recorrido |
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Perfil: Distancia, 12,5 km. Desnivel positivo, 598 m. Desnivel negativo, 598 m. Track |
Nota.- Recuerdo a quienes hacéis algún comentario, la posibilidad de identificaros, pues me es imposible contestar, agradecer, debatir... Y sino, no pasa nada. "Hala pues".
Muy chula me ha parecido. Claro, con esa descripción....cualquiera. Un abrazo
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