sábado, 26 de julio de 2025

ENTRE IBONES, Y MONTAÑAS

        ¡Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que me lanzaba a una de esas travesías gloriosamente sensatas, donde el final del día te pilla con las piernas reventadas, el alma contenta y el culo en un catre que cruje como orquesta de pueblo... eso sí, con birra fría de premio, que uno tiene sus estándares!
        Así que me dije: ¡Vamos a liarla otra vez! Y con la mejor excusa posible, me junté con mi viejo compi de curro Javier Escartín y su joven escudero Pablo. Tres valientes, un sendero y una previsión meteorológica que jugaba al despiste como político en campaña. Con un ojo en las cumbres y el otro en las nubes nos metimos en faena, sabiendo que, pase lo que pase, al final nos esperaba el catre... y la birra. 
       Te lo cuento, todo en un fascículo, así que siéntate, abre pantalla y ¡al lío!
     ¡Allá va!


Día 20 de julio de 2025
(De Baños de Panticosa el refugio de los Ibones de  Bachimaña)
        En esta primera jornada, como el calor no aprieta —milagro veraniego donde los haya—, nos damos el lujazo de no madrugar a lo espartano. A eso de las 9 de la mañana, servidor recoge en Sabiñánigo a padre e hijo, que aparecen con cara de "¡esto va a molar!" y legañas en fase de retirada. El coche, más contento que unas castañuelas en fiesta patronal, pone rumbo a Baños de Panticosa, probablemente soñando con curvas y paisajes de postal.
Vista de Baños de Panticosa
        Allí, aparcamos la burrica al ladico de la venerable Casa de Piedra (1636 m.), que nos mira como diciendo “verás tú mañana como anda el cuerpo”. Y hala, sin más ceremonias ni discursos épicos, comenzamos a patear en dirección al Refugio de los Ibones de Bachimaña, con los ánimos altos, las mochilas llenas y las expectativas aún más. ¡A caminar, que para eso hemos venido y no para contar ovejas!
        En esta ocasión decidimos hacerle un feo a la GR.11, que suele estar más concurrida que la barra de un bar en fiestas, y optamos por el sendero que sube hacia los ibones de Brazato, más tranquilo y con ese puntito de encanto salvaje que tanto nos gusta.
Javier y Pablo
        El breve paseo por el balneario, antes de que empiece la subida seria, nos ofrece un curioso relato en estéreo: por un lado, el presente, con sus edificios modernos de baños, algunos echando vapor y otros con más telarañas que actividad; y por el otro, el pasado, contado por esos señores edificios de eclecticismo clasicista con pinceladas modernistas e historicistas y ese inconfundible aire francés que parece susurrarte en un suspiro “ooh là là, mais qu’est-ce que c’est que ce truc abandonné?”
        Una pena, sí. Porque el sitio tiene empaque, historia… y un abandono que duele más que pisar una piedra con las botas mal atadas.
Sin palabras
            A lo que íbamos, que uno se emboba con tanto edificio con historia y se olvida de que ha venido a sudar: iniciamos el ascenso y, tras un par de lazadas bien puestas, nos desviamos a la izquierda por la "Senda de los Machos". Ahora, no me preguntéis si el nombre viene porque era antigua ruta de mulas o porque hay que tener bien puestos los machos (o las ganas) para subir por aquí. Probablemente ambas.
            Al poco, nos topamos con un mirador de esos que te obligan a parar, más por la vista que por la excusa de coger aire. Desde allí, se disfruta una panorámica de la Cascada del Pino, algo más comedida de lo que la recordaba, pero igual de espectacular, cayendo con elegancia entre las rocas como si supiera que la estamos mirando.
Cascada del Pino
        A medida que vamos ganando altura —y jadeos—, el balneario se va encogiendo a nuestros pies, como si también nos deseara suerte desde abajo. Mis compañeros de faena, gran mochila al hombro y cara de emoción, caminan con ese brillo en los ojos que mezcla ilusión, reto y un leve "¿dónde me he metido?". Y ahí vamos los tres, subiendo como quien no tiene otra cosa mejor que hacer.
        Pablo, que anda metido en la carrera de Geológicas y ya empieza a mirar el suelo con tanto cariño como a las cumbres, nos va aleccionando sobre esta y aquella piedra con entusiasmo contagioso. Que si esta es granodiorita, que si aquella tiene vetas de no sé qué… y nosotros asentimos muy dignos, mientras pensamos si habrá algún tipo de roca que se parezca a una silla mullida.
Sobre piedra
        El caso es que, entre lección y pedrusco, vamos sorteando el pedregal con más gracia que estilo, hasta que llegamos a la balsa de Lumiacha (1940 m.). Pequeñita, discreta, sin aspavientos, pero con un encanto que te invita a parar y decir: 
“Aquí mismo, amigos, toca tentempié.”
        Y ahí nos sentamos, rodeados de piedras que ahora ya no son solo piedras gracias a Pablo, y nos damos un respiro con algo de picoteo.
Balsa de Lumiacha
Un alto en el camino
        Pero como la Lumiacha, aunque maja, no es lugar para quedarse a vivir (al menos no sin tienda y espíritu eremita), seguimos con la ascensión, ahora por un sendero que, a diferencia de la GR.11, está más solitario que un cactus en el desierto. Ni un alma a la vista, salvo las nuestras… y alguna marmota con vocación de espía.
        Al otro lado del profundo valle del Caldarés, se dibuja la zigzagueante Cuesta del Fraile, esa que solo con mirarla ya te sube las pulsaciones. Y al norte, allá a lo lejos, el refugio de los Ibones de Bachimaña asoma en el paisaje como diciendo “venga, venid, que ya va siendo hora”. Pero no. Nada de caminos rectos y evidentes para nosotros. Nos desviamos hacia el este, como quien no quiere llegar demasiado pronto a la recompensa, para visitar el primero de los ibones: el Coanga (2315 m.).
Cuesta del Fraile
        Y vaya rincón. El silencio aquí no es silencio, es música de altura. Las montañas nos rodean con solemnidad y las nubes, esas nubes blancas y perezosas, se pasean por el cielo como si posaran para nosotros. Así que, cómo no, toca parada técnica para inmortalizar el momento. Padre e hijo con cara de "esto no se olvida", y un servidor también emocionado, porque hay rutas que te hacen sudar... y otras, además, te tocan el alma. Esta va de las dos.
Ibón de Coanga
Autofoto en el Coanga
            Abandonamos el ibón de Coanga con ese paso entre satisfecho y perezoso que dan las piernas cuando ya han visto paisaje bonito, pero aún les queda camino. Poco a poco, con ese ritmo de “ya queda menos”, nos vamos acercando al objetivo del día, el refugio (2200 m.) situado en un entorno privilegiado, a las orillas del ibón inferior de Bachimaña. Y lo clavamos: justo a la hora en que el estómago empieza a entonar su aria de mediodía.
Refugio de los Ibones de Bachimaña
            Tomamos posesión de nuestras literas como quien entra en su reino —colchón modesto pero más deseado que el sofá de casa— y acto seguido comienza el ritual sagrado: sacar la comida de las mochilas. Las de la familia Escartín, dicho sea sin exagerar, bien podrían abastecer una expedición polar. Y allí, con la jarra de birra en mano y los jugos gástricos ya en plena ovación, nos damos al noble arte del zampar con vistas.
Buen provecho
        Esta primera etapa ha sido como un prólogo con carácter: lo justo para sudar, gozar y prepararse para lo que viene. Así que la tarde la dejamos para la contemplación y el relajo, viendo cómo las nubes se convierten en espectáculo. Porque sí, ahora sí, descargan con ganas sobre el Pirineo, mientras nosotros, bien cobijados, las miramos como quien dice: “que llueva lo que quiera... que mañana ya veremos.”
        Buenas noches


Datos técnicos


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Día 21 de julio de 2025
(Del refugio de los Ibones de Bachimaña al de Respumoso)
            Como la meteo amenaza con chaparrón vespertino y no nos apetece acabar el día con los calzoncillos en modo esponja, a las 6:30 de la mañana ya estamos desayunando como se desayuna en un refugio de alta montaña: con sueño, con hambre... y con la extraña certeza de que el pan de molde tiene poderes regenerativos.
            Sin más ceremonias que un “¿vamos ya?” y algún bostezo camuflado, nos echamos las mochilas al hombro y ¡al lío! Descendemos hasta cruzar el puente sobre el desagüe del Ibón Inferior de Bachimaña, para tomar la GR.11, que a estas horas anda poco personal. Una mirada al agua nos despierta del todo.
Ibón Inferior de Bachimaña (desde el puente)
El inferior y el refugio
            Poco después ya estamos caminando sobre el imponente Ibón Superior de Bachimaña, ese que se construyó en su día con fines eléctricos, aunque hoy bien podría servir como plató para cualquier anuncio de vida épica. El entorno es, directamente, un máster visual en geología: granito, estrías, acanaladuras, rocas pulidas por glaciares de otro tiempo y ese relieve tan peculiar en "lomos de ballena", que Pablo nos va explicando con la pasión del que ve en cada piedra una historia milenaria. 
Ibón Superior de Bachimaña
        Alcanzamos la cabecera del ibón, ese punto donde el agua se recoge con calma antes de decidir en qué dirección dejarse caer. Tras vadear el arroyo que baja de los Azules, un poste indica: o al collado de Marcadau, que nos lanza una promesa tentadora para la vuelta, o al refugio de Respomuso, nuestro destino de hoy. 
Así que tiramos hacia él por un sendero la mar de agradable, de esos que no piden guerra… al principio. 
Poste indicativo
        El agua se convierte en protagonista absoluta, bajando en cascadas con ese ímpetu y elegancia que solo la montaña sabe ponerle al asunto.
        No tardamos en llegar al Ibón Azul Inferior (2.327 m), un auténtico espejo natural donde se refleja, en todo su esplendor, la silueta colosal de los Picos del Infierno, también conocidos como la Quijada de Pondiellos —nombre que ya impone lo suyo, como de montaña que no se anda con chiquitas.
En el Ibón Azul Inferior
        Por supuesto, toca sesión fotográfica. Apuntamos, disparamos, enfocamos… pero nada, la cámara lo intenta con todo su corazón digital, y aún así, no logra capturar ni la mitad de la grandeza que percibe el ojo. Porque hay paisajes que no caben en megapíxeles, por mucho que uno se estire.
        Dejamos a nuestra izquierda el Ibón Azul Inferior, que ya nos ha regalado su buena ración de postal montañera, y nos lanzamos a por la subida al Ibón Azul Superior (2.410 m.). Este, como su hermano pequeño, pero más altivo, nos vuelve a recordar la inmensidad de estos rincones tallados por hielos milenarios, que ya se fueron, pero nos dejaron estas maravillas como legado —y como susurro: cuidadme, que soy lo poco puro que os queda. Más fotos, claro. Porque resistirse sería delito.
Ibón Azul Superior
            Y ahora sí, sin más dilación ni excusas estéticas, toca encarar la subida exigente al Cuello del Infierno (2.722 m.), nombre que no es marketing ni exageración literaria. Aquí se sube… y se suda. Las mochilas de los Escartín, bien surtidas y con vocación de alforja transhumante, tiran más p’abajo que p’arriba, y cada paso se gana con sudor y resuello.
Hacia el Cuello
        Yo, que llevo una mochila más ligerita, noto, sin embargo, que lo que pesa es lo de dentro: años. Porque uno ya tiene esa edad que… bueno, que se nota en las rodillas, en los resoplidos y en las pausas dramáticas para "contemplar el paisaje", que son, en realidad, respiros estratégicos con coartada poética. Pero se sube, claro que se sube. Faltaría más.
Padre e hijo, de largas piernas
        Alcanzado el collado del Infierno, un viento frío y serio nos recibe como si fuera el portero del cielo pirenaico: seco, cortante y con pocas ganas de charla. Nos abrigamos al momento, que aquí arriba la temperatura no entiende de heroicidades.
        Al otro lado, el paisaje se despliega con elegancia: a nuestros pies descansa el ibón de Tebarray, sereno y azul como si no le afectaran los siglos, y al fondo, observándonos desde las alturas, la cima homónima, que parece guiñarnos un ojo montañero.
Ibón de Tebarray
        El sendero ahora bordea la ladera oriental del ibón, camino que nos va acercando al collado de Tebarray (2.765 m.), aunque los últimos metros se lo piensan. Y mucho. Se convierten en una especie de chimenea rocosa, donde el mármol, pulido por los elementos y los pasos, invita más a contemplar que a trepar. Dan ganas de montar un templo griego antes que meterle la bota, pero no hay escapatoria: es por ahí, sí o sí. Así que, ¡p’arriba!, con tiento, buen ánimo y ese puntito de fe que nunca sobra.
Javier entre granito y mármol
            En cuanto alcanzamos el collado, Pablo, que va sobrado de piernas y energía (una mezcla entre potro y cabra montesa), clava la mirada en la cercana cima del pico Tebarray. Y claro, ¿cómo va a resistirse? Su padre, hombre de principios y piernas largas, decide que no lo va a dejar solo, y en cuatro zancadas coronan los 2.916 metros de la cumbre como quien sube a por pan.
Pico Tebarray, en familia
            Yo, más sensato o más veterano —según se mire—, me quedo en el collado, guardián oficial de las mochilas y del silencio. Disfruto del paisaje, que es mucho, y le echo un ojo (y luego otro, y otro más) al descenso que nos espera. Porque, seamos francos: lo que sube, baja… y a veces, cómo baja.
            Sí, hay que bajar. Porque las cimas son para disfrutarlas, pero la gravedad tiene sus propias reglas —y no perdona. Una sirga nos echa una mano para afrontar lo que podríamos definir, sin ánimo de dramatizar, como un tobogán vertical con complejo de precipicio. Aun así, más de una vez es mejor dejar la sirga y agarrarse con cariño a la roca, porque algunas de las clavijas que la sustentan andan fuera de su lugar.
Bajando como puedo
        Poco a poco, el sendero se vuelve más amable, casi conciliador, y nos regala un momento de paz con el paso junto al ibón de Llena Cantal, que aparece como diciendo:
 tranquilos, ya habéis hecho lo peor.
Ibón de Llena Cantal
            Desde ahí, ya se vislumbra nuestro destino: el refugio de Respomuso. Pero, ay, todavía queda faena. Hay que descender hasta el fondo del barranco de Campoplano, para luego subir —sí,
 subir otra vez––, dejando a nuestra derecha el ibón de las Ranas, hasta las orillas del ibón de Respomuso (2.200 m.). Allí se asienta el refugio, bien plantado junto al agua, flanqueado al sur por el impresionante Circo de Piedrafita con sus picos y al norte por los Balaitús y su panda, que vigilan en silencio.
Refugio de Respumoso
        Como al que madruga... eso, llegamos a buena hora. Y, al igual que en Bachimaña, el recibimiento es en forma de jarras de cerveza, merecidísimas, escoltadas por la artillería gastronómica que los Escartín sacan de sus mochilas como si llevaran un catering a cuestas.
Misión cumplida
            Después viene el ritual clásico del refugio: ducha rápida, colada y tendido de ropa estilo bandera tibetana, siesta reparadora, y una partida de guiñote en la que se juega más honor que puntos. A las 19:30, cena. Y no cualquier cena: el chef Dawa Tamang nos sorprende con un menú de sabores auténticamente nepalíes, que sientan como un abrazo tibetano tras una jornada larga.
            La noche, sin embargo, se me resiste. Entre el cansancio acumulado y un catarro que parece haberme subido a la mochila en algún collado traicionero, apenas pego ojo. Pero bueno… como dicen por aquí: cosas del monte. Ya pasará.


Datos técnicos


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Día 22 de julio de 2025
Del refugio Respumoso al refugio de Wallon o Marcadou (Francia)
                Cuando redacto estas líneas, tengo que confesar una tragedia tecnológica: las fotografías que disparé durante esta etapa —y parte de la siguiente— se las ha comido la vida independiente y anárquica que llevan los móviles. Vaya usted a saber si fue un despiste, una travesura digital o simplemente la Ley de Murphy haciendo de las suyas. Sea como sea, las imágenes que acompañarán este relato serán cortesía de los dispositivos de Pablo y Javier.
            Dicho esto, como cada mañana, madrugamos con esa mezcla de ilusión, legañas y olor a café de refugio que tan bien define al montañero comprometido. Desayuno, botas bien calzadas y a por la etapa de hoy, que viene con propina.
Ibón de las Ranas y, al fondo, Respumoso
        Y no solo eso: se nos acoplan —o nosotros a ellos, vaya— una encantadora pareja de compañeros de fatigas. Ella, Arancha, pamplonica por los cuatro costados, con ese punto de alegría brava; él, José Antonio, afincado en Bilbao, pero más gallego que las empanadas de la abuela. Así que ahora somos cinco los que echamos a andar, siguiendo en un primer tramo el mismo sendero por el que llegamos ayer, hasta, tras pasar sobre el ibón de las Ranas, pasar bajo el dique del de Campoplano y meternos de lleno en su barranco, estrecho, vibrante y con ese ruido de agua que parece estar lavando el alma.
Por el Ibón de Campograde
        Arriba, majestuoso, asoma el pico Gran Facha, vigilante y altivo, como marcando el rumbo de nuestros pasos. Vamos subiendo poco a poco, chino chano, mientras el barranco despliega su mejor versión: agua que salta, que corre, que se agita con una fuerza casi salvaje.
            Cuando por fin los primeros rayos de sol consiguen alcanzarnos —después de sortear picos, collados y nubes rezagadas—, hacemos parada estratégica: a embadurnarse de crema, a relajar la osamenta y, por supuesto, a picar unas almendras que Javier va repartiendo como un avituallamiento con patas. Nadie se resiste. Si hay algo que une más que la montaña, es el fruto seco bien cronometrado.
Allá vamos
        Con las pilas algo recargadas, retomamos la subida hasta alcanzar uno de los tres ibones de la Facha, recogido en una umbría del impresionante circo que le da cobijo. Y allí está: con un carácter casi místico, rodeado de roca y nieve, y conservando aún algunas placas de hielo como si no quisiera ceder del todo al verano. Un lugar para parar, mirar… y callar. Porque hay paisajes que se explican solos.
Ibón de la Gran Facha
        Una buena subida —de esas que hacen que uno reconsidere su afición por las cuestas— nos deja en el collado de la Facha. Y aquí es donde llega la “propina”, esa que no venía en la carta, pero que se sirve con entusiasmo juvenil: Pablo, rebosante de energía y ganas, quiere estrenarse en el noble arte de coronar tresmiles. Y claro, ¿cómo negarse a ese brillo en los ojos?
        Así que los señores de las supermochilas —Javier y Pablo— aligeran carga y dejamos nuestros trastos bien acomodados en el collado. Arancha y José Antonio, que van con mochilas de día y aire de expertos, también se apuntan al ataque final. Todos juntos, en formación más o menos ordenada, comenzamos la subida al Gran Facha.
Comienzo de la ascensión
            (Aquí, inciso toponímico para los curiosos: el nombre "Facha" no tiene nada que ver con ideologías ni discursos inflamados, sino que viene de "Faxa" o "Faixa" en aragonés y occitano, que significa una franja o banda de terreno colgada sobre un precipicio. Lo cual, por cierto, describe bastante bien lo que tenemos delante).
Allá van Arancha y José Antonio
        El ascenso, salpicado de hitos de piedra colocados por gente con criterio variable, se vuelve algo confuso. A veces uno los sigue y parece ir bien, otras veces sientes que te han llevado directamente al balcón de la incertidumbre. Algún paso es expuesto, con “patio” bajo los pies —ese término tan de montaña para referirse a un abismo nada metafórico— y hay que ir repensando el trazado con cada metro.
Vamos bien
            Desde un saliente rocoso, unas cabras nos observan. Con cara de superioridad. Ellas dominan estos terrenos como si fueran suyos (porque lo son), mientras nosotros, con nuestros bastones, botas y caras de concentración, parecemos turistas en un museo vertical.
En sus dominios
        Cuando apenas nos faltan cincuenta metros para la cima, el menda —que lleva un catarro que parece salido de un manual clínico y ha dormido menos que un DJ en temporada alta— decide que lo más sensato es quedarse en un punto seguro y esperar la bajada del grupo. Porque lo importante no es la cumbre propia, sino la de Pablo, que va subido de ilusión. Y con Javier, Arancha y José Antonio como escoltas de lujo, el éxito está cantado.
        Y así fue: poco después, regresan desde los 3005 metros del Gran Facha con un Pablo que no cabe en sí de alegría, más feliz que unas castañuelas y con la sonrisa de quien ha descubierto que puede tocar el cielo con las botas puestas.
Cima
¡Enhorabuena!
        Pero la cima no es el final: toca bajar, y hacerlo con cabeza. José Antonio, que tiene buen ojo y mejor traza, lidera el descenso por pasos más evidentes, sin prisa pero sin perder firmeza. Aun así, sigue habiendo riesgo, porque el terreno no perdona el exceso de confianza.
Descendiendo
        Ya de vuelta en el collado, recogemos mochilas, respiramos hondo (o lo intentamos) y nos despedimos de Arancha y José Antonio, con quienes hemos compartido risas, cuestas, frutos secos y confianza en la roca. Ellos regresan a Respomuso y nosotros, fieles al plan inicial, ponemos rumbo a tierras galas.
        La aventura continúa. Y ahora, con un tresmil tachado en la libreta.
        Por un sendero bien marcado —de esos que no dan lugar a dudas ni a discusiones sobre si “era por aquí o por allá”— comenzamos el descenso por suelo de Francia. A nuestra derecha, como escoltándonos con elegancia, van quedando los “Lacs de la Fache” (aquí no se les dice ibón), un conjunto de espejos de agua que parecen la antesala ceremonial del majestuoso Valle de Marcadau.
Lacs de La Fache, desde la Gran Facha
        A medida que perdemos altura, la vista se abre como una postal animada: distinguimos, a lo lejos, la senda que deberemos tomar mañana, y más abajo, brillando como una moneda recién pulida, asoma el refugio de Wallon, también conocido como Marcadau (1865 m.). La bajada es larga, de esas que castigan los cuadriceps y recompensan la paciencia… pero el pensamiento de una buena birra gala en meta nos da alas, o al menos un trote más digno.
Valle de Marcadau. Abajo, el refugio Wallon 
        El refugio de Wallon, una institución pirenaica, ha sido objeto de una remodelación total que lo ha convertido en un edificio moderno, reluciente, con fachada de diseño y aires de catálogo arquitectónico. Eso sí, detrás del envoltorio de premio Pritzker, se esconden algunos olvidos bastante humanos: como cuatro inodoros para más de 110 huéspedes —y eso si contamos con el golpe de suerte de haber descubierto alguno extra en zona restringida (toca reprimirse)—. El agua caliente, que debía ser de pago, ni estaba ni se la esperaba. Y algunos detalles más que el arquitecto, muy probablemente más montañés de ideas que de botas, pasó por alto.
Refugio Wallon
        Ahora bien, todo se le perdona al señor diseñador cuando uno se planta en la terraza y contempla el escenario: en plena cabecera del Valle de Marcadau, rodeado de cumbres que parecen sacadas de un catálogo de alpinos imposibles, y con el rumor del “gave” —ese río encantador que corre entre prados y pinos— como banda sonora.
        No todo lo que brilla es oro… pero cuando el oro tiene forma de paisaje y una cerveza fría entre las manos, se nos olvida hasta el agua fría.
        Javier y yo nos regalamos una siesta de esas que no se cuentan, se veneran. Una siesta de museo, con entrada de honor. Lo cierto es que mi cuerpo pedía tregua, y entre el cansancio acumulado y el catarro que sigue instalado como okupa en mi sistema respiratorio, no había mejor medicina que un par de horas de desconexión horizontal.
        Tras la cena —cumplidora, sin tirar cohetes, pero con su punto reconfortante—, volvemos a la cama sin demasiada ceremonia. Porque mañana… mañana vuelve la montaña, y hay que estar a la altura, aunque sea con mocos. Además, al equipo le voy a hacer una propuesta, ¿qué será?
        Bonne nuit.
 
(cedidas por Pablo y Javier)

Datos técnicos



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Día 23 de julio de 2025
Del refugio de Wallon a Baños de Panticosa
        Como la meteo insiste con firmeza en que hoy va a llover más que en el diluvio original, decidimos poner en práctica el plan alternativo que ayer quedó sobre la mesa, así, en tono de “si se da el caso”. La idea: si al llegar al refugio de Bachimaña las piernas aún responden y los ánimos no han desertado, tomarnos un respiro, hidratarnos (con algo más que agua, por supuesto), y continuar la bajada hasta la Casa de Piedra, en los Baños de Panticosa. Si lo logramos, habrá ovación general: Charo, pareja de Javier; Maite, la mía; y Pablo, que se ve ya en plena inmersión en las fiestas de Sabiñánigo, lo celebrarán con vítores, bailes regionales y probablemente una ronda de lo que sea. Pero bueno... ya veremos.
        La jornada arranca con estilo: en mi visita estratégica al excusado a primera hora (movimiento táctico para evitar las colas que se forman a partir del alba), me asomo a la ventana y ¡zas! La niebla lo cubre todo. Pero todo. Como si alguien hubiera borrado el paisaje con una goma de borrar pirenaica. Además, esta noche he dormido como un lirón con hipnosis, de esos que no se despiertan ni con tamborrada. Si le sumamos la siesta legendaria de ayer y que el catarro parece, por fin, hacer las maletas, me siento como un chaval... eso sí, un chaval con experiencia acumulada por los muchos años. ¡Que uno tiene esa edad...!
        A las 6 a.m., fieles a nuestra cita con la montaña, estamos desayunando. A las 6:40, ya calzados, enfundados y con mochilas a la espalda, abandonamos el refugio de Wallon para acometer los 675 metros de desnivel que nos separan del collado de Marcadau. La niebla sigue como compañera fiel, pero al menos la temperatura se muestra amable, así que prescindimos de capas innecesarias.
¡Al ataque!
        El comienzo del camino es, sorprendentemente, un regalo: casi un paseo relajado que nos lleva de la mano por el mismo sendero por el que ayer llegamos. Cruzamos un puente sobre el torrente que baja del Port de Marcadau y, dejando atrás el camino oficial, nos adentramos por el agradable “Pla de Loubosso”, una especie de paseo natural que asciende con discreta elegancia hasta el final del circo. Pero ojo, que ya intuimos  que en breve el terreno se va a poner serio… y ahí, ya no se sube: se lidia.
Por el Pla de Loubosso
            Así es, la senda empieza a empinarse con esas curvas que parecen diseñadas por un cabrito montés con vocación de ingeniero. Justo entonces, tal como estaba anunciado, empieza a chispear. Paramos, nos colocamos las polainas, las capas, nos ajustamos hasta el alma... y en cuanto damos dos pasos, aparece el inevitable señor Murphy con su famosa ley: deja de llover. Una pena, sinceramente, porque Pablo, con su sombrero y su capa, parecía sacado de un spaghetti western —solo le faltaba el puro y el silbido de fondo para ser el mismísimo Clint Eastwood.
Por un puñado de dólares
            Como alma que lleva el diablo (o como montañeros que huyen de una tormenta), alcanzamos en tiempo récord el Collado de Marcadau (2541 m.), que nos da la bienvenida de nuevo a tierras hispanas. Pero ojo, que el viento, que aquí tiene más genio que una suegra sin café, nos empuja las nubes en forma de niebla, obligándonos a refugiarnos tras una roca y echarnos algo más encima para no quedarnos tiesos.
            Comenzamos el descenso con un paisaje que juega al escondite: a ratos se deja ver, a ratos nos lanza el telón. A la derecha se intuye un ibón. Y sí, el olfato montañero no falla: es el Ibón de Abajo de Pecico. Como estamos de paso y las piernas todavía responden, Javier y yo nos desviamos un momento hasta el Alto de Pecico, que tiene algo menos de agua que en mi última visita, allá por el otoño pasado.
Ibón de Abajo de Pecico
            Seguimos bajando por la verde Plana de Pecico, con la vista echando un ojo al este, ya que las nubes se van quedando arriba, como si dijeran: “Id vosotros, que nosotras nos tomamos un descanso”. El paisaje se nos abre entonces para regalarnos una postal de los ibones de Bramatuero y Bachimaña. La sensación es clara: esto ya huele a final.
Ibón de Bachimaña Superior
        Un rato después, estamos cruzando las aguas que vienen de los Azules, y con ello, el círculo que comenzamos allá por el día 20 queda oficialmente cerrado. Ahora solo queda resolver el dilema: ¿nos quedamos en Bachimaña o echamos piernas y tiramos hasta la Casa de Piedra? Las piernas opinan una cosa, las birras otra...
        Las piernas y las birras —dos órganos con poder de veto en cualquier expedición— se reúnen en sesión plenaria y, por unanimidad, aprueban una moción inapelable: pedir al guarda del refugio unos huevos fritos "con algo" y unas buenas jarras de cerveza. ¿El motivo de esta celebración anticipada? Hemos decidido bajar a Baños de Panticosa. Eso sí, al igual que en la subida, pasamos de la GR.11 y optamos por la variante que serpentea por los ibones de los Arnales.
Con un par cada uno, tenemos suficiente
        Así pues, con el estómago reconfortado y las primeras gotas cayendo, nos volvemos a embutir en las prendas impermeables. Pero cómo no, aparece nuestro viejo conocido, el señor Murphy con su sempiterna ley: deja de llover justo cuando estamos embuchados como astronautas. Nada nuevo.
        Cruzamos el puente sobre el aliviadero del Bachimaña inferior y descendemos brevemente por la GR.11 hasta encontrar, justo antes de la temida Cuesta del Fraile, un desvío a la derecha que nos recuerda que aún queda cuerda para rato. Porque antes de bajar, hay que subir. Faltaría más.
Camino a Los Arnales
        Chino chano, y por una senda que a veces se disuelve entre bloques de roca o se enreda en una vegetación exuberante, vamos ganando altura hasta alcanzar los solitarios y hermosos Ibones de Arnales. Ahora sí, ahora empieza el descenso de verdad.
Buscando la senda, entre gencianas

Pablo, que venía arrastrando algunas ampollas, se detiene a tratarlas con parches. Esperemos que para las verbenas de Sabiñánigo ya estén cicatrizadas y pueda moverse como se merece: con la misma energía con la que subió su primer tresmil.
Poco a poco, vamos perdiendo altura. Desde la Mallata de Agualas, el sendero se adentra en un frondoso pinar que serpentea en mil lazadas, llevándonos, paso a paso, hasta el final de nuestra aventura. Solo nos queda recoger el coche, que afortunadamente sigue en su sitio, y emprender la vuelta a casa: los Escartín rumbo a Sabiñánigo, y yo camino de Siresa, donde me esperan Maite y su familia para disfrutar de lo que queda de este verano, que aunque fresco, no puede ser más cálido en recuerdos.

Abajo está la meta
        Y así, con las piernas cansadas, pero el alma ancha, cerramos esta travesía por las montañas. Han sido días de esfuerzo, de risas compartidas, de silencios hondos y de paisajes que nos han recordado lo pequeños que somos ante la grandeza de la naturaleza. Cada amanecer, cada cima, cada paso, nos ha acercado un poco más a nosotros mismos y a los vínculos que nos sostienen.

(Algunas son cedidas por Pablo y Javier)
Datos técnicos

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        Pero no puedo cerrar este relato sin hablar de la otra montaña, la que no se escala, la que oprime el pecho y oscurece el alma. Porque cada día, al abrir los ojos; cada noche, antes de cerrarlos, mis pensamientos volaban lejos de estos valles, más allá de estas cumbres, hasta Gaza.
        Mientras nosotros caminábamos entre ibones y collados, en esa estrecha franja del mundo se contaban muertos. Más de 60.000 vidas arrancadas por una violencia que no cesa. Niños, madres, familias enteras, bajo bombas que no distinguen entre miedo y esperanza. La injusticia pesa más que cualquier mochila y el silencio del mundo duele más que cualquier piedra en el camino.
        Este viaje ha sido un privilegio, sí, pero también un recordatorio. De lo que somos capaces de construir —o de destruir—. Por eso, aunque regrese a casa con el cuerpo cansado, llevo la mente despierta y el corazón abierto. Que no se nos haga costumbre la barbarie. Que la belleza de estos días no nos adormezca la conciencia.
        Porque solo si miramos al otro —al que sufre, al que llora, al que ya no está— con la misma humanidad con que miramos las montañas, estaremos de verdad caminando hacia un mundo más justo.

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