- LE SAUZE - ENCHASTRAYER - SUPER SAUZE
- FONTAINE DE L´OURS
- PUY BAS
- CASCADE DU PISSOUN
- LAC DE TERRES PLEINES
- LAC D´ORONAYE - COL DE ROBURENT
Mis intenciones eran nobles, de verdad: relatar, día tras día, las andanzas que Maite y yo vivimos en la parte norte del Parque Nacional de Mercantour (Francia), ese territorio fabuloso que va desde el azul del cercano mar hasta las cumbres que tocan las nubes. Un despliegue vertical que arranca en los 300 y trepa hasta más de 3000 metros de altitud, atravesando ocho valles con nombre y carácter propios: Roya, Bévéra, Vésubie, Tinée, Hautes Vallées du Var, Cians, Verdon y, cerrando el desfile, Ubaye, donde nos aposentamos en Le Sauze, a unos frescos 1400 m.s.n.m.
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Parque Nacional de Mercantour |
Sí, la intención era contar cada jornada, con su sudor, su sombra y su bocadillo al mediodía. Pero esta Vieja Mochila, que además de botas también carga con ganas de contar, necesitaba más gigas para poder subir las crónicas como dios (y el wifi) mandan. Y claro, en plena montaña, la cobertura iba más a saltos que nosotros cruzando torrentes. Así que, ya de vuelta en casa y con los megas por fin en orden de batalla, aquí va —en una única y concentrada entrega— el resumen de aquellos días que olieron a lavanda, sonaron a currucas y supieron a libertad.
Como entre nuestro punto de partida y Le Sauze se interponían más de 1000 kilómetros —y teniendo en cuenta que tanto el buga como un servidor ya acusamos los achaques de los años y las cuestas— decidimos hacer una parada técnica (y táctica) en Marsella. La idea era descansar y, de paso, conocer un poco la ciudad. Lo de descansar, ojo, se refería a soltar el volante, porque para conocer una ciudad hay que gastar suela… y calcetín.
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Vista de Marsella |
Y eso hicimos. Nos lanzamos a patear el barrio del Panier, que es tan simpático como caóticamente encantador. Allí nos topamos con la vida en bata: ropa colgando en las ventanas como banderas de lo cotidiano, plazoletas que invitan al descanso y callejuelas que presumen de arte callejero en cada rincón, como si las paredes se hubieran puesto de acuerdo para contar historias.
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En el barrio del Panier |
Y hablando de arte, nos dimos una vuelta por la Vieille Charité, donde el arte ya no solo se respira: se expone, se comparte y, a veces, hasta se entiende.
No podíamos dejar de visitar la imponente Catedral de la Major, que no es cualquier iglesia de andar por casa: es una pieza única en su género en toda Francia, y encima con vistas al mar —que no es poca cosa––, que evoca el Oriente por su estilo románico-bizantino.
Su fachada, vestida con piedra caliza a rayas blancas y verdes, bien podría pasar por prima lejana ––y muy joven–– de la catedral de Florencia. Y si por fuera impresiona, por dentro ya es otro cantar: mármol, pórfido y mosaicos que no se andan con tonterías. Una decoración tan cuidada y detallista que hasta el silencio se queda boquiabierto.
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La Major |
Para ver que tal teníamos las piernas para los días venideros, nos subimos a la basílica de Notre Dame de la Garde. Si tuviera que presentar a Notre Dame de la Garde en modo exprés, sería: más de 800 años siendo la parada obligatoria, 157 metros que te dejan sin aliento, una vista que te hace gritar "¡guau!" sobre toda la ciudad, y el símbolo que dice: "¡Aquí estoy yo, Marseille, con toda mi grandeza!
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Notre Dame de la Garde |
Rematamos la jornada en el Vieux Port, donde los puestos de pescado fresco brillan al sol como joyas marinas recién salidas del fondo, capturadas por barquitos que aún huelen a sal. Allí conviven los pescadores de toda la vida con los "pobres capitanes del dólar", esos valientes que navegan más por Instagram que por el Mediterráneo.
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En el Vieux Port |
Ya instalados en "Les Balcons de Sauze", una especie de albergue para todos los públicos, nos metimos en "el lío", aprovechando el tiempo en el que las tormentas y el "rummy" nos permitían calzar las zapatillas de monte y recorrer algunos de los valles, lagos, bosques...
Día 29 de junio de 2025
Le Sauze-Enchastrayes-Super Sauze (circular)
El primer contacto con la montaña lo hicimos a lo valiente: saliendo a pata desde el mismo “resort”, sin calentamiento previo ni contemplaciones.
Empezamos con una ruta circular que se colaba entre remontes de esquí adormilados por el verano, bosques de hayas y abetos que olían a sombra fresca, y prados rebosantes de flores como si se hubieran confabulado para montar el festival botánico del año.
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Bajo la sombra |
Los senderos se deslizaban mansamente por las faldas del Chapeau de Gendarme (2682 m), bajo la mirada inquisitiva —y algo resignada— de las vacas locales. Nos observaban con ese aire de “¿pero estos humanos qué hacen hoy aquí?”, mitad curiosidad, mitad desaprobación bovina. Y no era para menos: aquel día debíamos de ser los únicos osados en cruzar sus dominios con bastones en ristre y cámara al cuello.
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Genciana lutea |
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Vaya mirada |
Hacia el norte, más abajo, se desplegaba la ciudad de Barcelonnette —sí, Barcelonnette, no es un lapsus ni me he saltado de país—, desperdigada con gracia por el valle de Ubaye. Y al fondo, elevándose con discreta majestuosidad, se asomaban varias cumbres que coquetean con los 3000 metros, como La Charlanche y la Tête de Frusta, que parecen estar siempre a punto de decir algo importante... pero en silencio.
En fin, una primera toma de contacto con este rincón escondido de la Provenza montañosa, una joya natural aún por descubrir por el turismo masivo, y que nosotros tuvimos el privilegio de acariciar con las botas. Por la tarde, ya recogidos, ¡tormenta!
Día 30 de junio de 2025
(Fontaine de L´Ours)
Con el desayuno aun dando vueltas por el estómago —ese momento en que el café compite con las tostadas por el protagonismo gástrico—, nos subimos al buga y nos lanzamos por una carretera de esas que parecen diseñadas por un amante de las curvas... cerradas. Nuestro destino: las cercanías del imponente Lac de Serre-Ponçon, el segundo lago artificial más grande de Europa, que se dice pronto, pero se bordea lento.
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Lac de Serre-Ponçon |
Allí, la Abbaye (abadía) de Boscodon nos recibió con un aparcamiento de lo más apañado, donde pudimos descabalgar del vehículo y estirar piernas —y espíritu— con una ruta circular por el impresionante bosque homónimo. Si uno fuera entendido en botánica, podría describirla como una clase magistral al aire libre, en un aula presidida por abetos, alerces, sorbos, arces, hayas… y algún que otro árbol con cara de haberlo visto todo desde tiempos de Carlomagno.
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Bosque de Boscodon |
Donde los árboles aflojan y dejan pasar la luz, la flora monta su espectáculo: orchis, digitalis, astrantia, lilium martagón, pie de oso, centaura de montaña, botón de oro y el sorprendente trigo de vaca —que ni es trigo ni parece muy vacuno. El resto, sinceramente, no me atrevo a nombrarlos, porque mi ciencia botánica no pasa de las “consultas digitalis”... y no me refiero a las flores, sino a internet.
Más adelante, un mirador nos regaló una vista de postal sobre el valle de Colombier y el ya mencionado lago Serre-Ponçon, que reluce allá abajo como un espejo azul en día de feria.
Siguiendo los senderos, nos topamos con una gran escultura de madera de alerce que nos puso sobre aviso: algo peludo se avecinaba.
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Con el ours (oso) |
Y no mucho más allá, voilà: la Fontaine de l’Ours, una pequeña cueva de aspecto encantado donde brota agua… y leyenda. Pero esa historia, como dicen los clásicos, merece párrafo aparte:
"Allá por el año 605, el obispo Arey de Gap se topó con un oso mientras volvía de Roma. El animal espantó a uno de sus bueyes, y el obispo, ni corto ni perezoso, le ordenó al oso que tirara del carro. Y el oso, obediente como un monje, aceptó el encargo.
Más tarde, una tormenta los obligó a detenerse en lo que hoy es Crots. Mientras Arey rezaba, el oso se entretenía husmeando por el bosque y descubrió una fuente cristalina. Desde entonces, nació una gran amistad entre santo y bestia. Tanto, que al oso le guardaron sitio en la catedral… ¡y hasta le regalaron una cadena de oro y plata!
Dicen que Arey le confió un secreto al oso antes de morir, y el pobre animal, desconsolado, volvió a la fuente. Allí murió, y los monjes lo enterraron… aunque la cadena, misteriosamente, se perdió.
Siglos después, un pergamino reveló el secreto del obispo: cuando Boscodon reviva, el oso —“Messire Brun”— regresará a la fuente y calmará los torrentes con sus joyas. Desde entonces, su fantasma peludo deambula por el bosque, buscando su cadena… y la paz".
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Fontaine de l’Ours |
Un vistazo rápido a la cueva —no fuera a salir el oso en modo leyenda activa— y seguimos camino con un ojo en el sendero y otro en el cielo, que empezaba a poner cara de pocos amigos. Cayeron unas gotas, tímidas, como tanteando el terreno… pero la orquesta celeste aún no daba señales de arrancar la sinfonía acuática.
Cerramos el círculo de la ruta y regresamos al aparcamiento, donde nuestro fiel burrico motorizado nos esperaba con ese silencio resignado que solo tienen los coches tras una jornada de viaje y espera.
Rumbo a Le Sauze otra vez, aunque entonces con banda sonora de truenos. La tormenta, ahora sí, nos pilló a medio camino y decidió quedarse de invitada hasta bien entrada la madrugada. Resultado: montañas vestidas de verde eléctrico, como recién salidas del tinte.
Ah, y la partida de rummy de esa tarde… la ganó Maite. Otra tormenta, pero doméstica.
Día 1 de julio de 2025
Saint Pons -Puy Bas (circular)
Con las previsiones meteorológicas empeñadas en anunciarnos tormentas como quien anuncia rebajas de fin de temporada, decidimos no tentar a la suerte ni al cielo. Así que optamos por una ruta cercana —por eso de no acabar calados hasta el alma— y pusimos rumbo al coqueto y discreto pueblecito de Saint-Pons, a tiro de piedra de Barcelonnette.
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Ayuntamiento de Saint Pons |
Aparcamos en la plaza del ayuntamiento, o la Marie, que suena más elegante y francés que decir “el edificio donde mandan”. Desde allí comenzamos nuestra ruta, que aunque es bastante popular (según los mapas, al menos), resultó ser enteramente privada: no vimos un alma. Ni excursionistas, ni paseantes, ni siquiera un gato de pueblo. Solo nosotros, el monte… y algún que otro suspiro por la subida.
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Saliendo hacia el Puy Bas |
La circular nos llevó hasta el Puy Bas, que de bas tiene solo el nombre, porque hay que sudarlo un poco. Pero las vistas... Un regalo panorámico sobre el valle de Ubaye y las montañas del macizo de Mercantour, donde pudimos admirar el siempre elegante Chapeau de Gendarme, el exótico Pain de Sucre —que, con toda la razón del mundo, le guiña el ojo al de Río de Janeiro—, la Tête du Clôt des Morts (de ese mejor no hacer chistes), el Brec Second y compañía.
Una ruta discreta, sin tormenta, sin gente, pero con toda la categoría de las grandes.
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Por la senda |
Por la tarde, como si el cielo tuviera contrato fijo, llegó la tormenta puntualísima, acompañada de truenos, relámpagos y esa lluvia que parece que alguien arriba ha abierto todos los grifos a la vez. Perfecto para no mover un dedo. Así que, bajo el techo protector y con el retumbar de fondo, nos enfrascamos en otra partida de
rummy. Esta vez, con justicia poética y algo de estrategia (o mucha suerte), gané yo. ¡Algo tenía que equilibrar tanta cuesta!
Día 2 de julio de 2025
Barcelonnette
Ese día tocaba mercado en Barcelonnette, así que aprovechamos la ocasión para reponer reservas frutales —que en el "resort" escaseaban más que las sobras en un picnic— y de paso darnos un paseo por sus animadas calles. Porque sí, lo de comprar cuatro albaricoques es la excusa perfecta para echar un ojo, y los dos, a esta curiosa capital del valle de Ubaye.
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Barcelonnette. Al fondo se aprecia la torre Cardinalis |
Barcelonnette, encaramada a 1.135 metros de altitud, tiene esa mezcla curiosa entre alma meridional y cuerpo montañés. Su corazón late en la plaza Manuel, rodeada de fachadas de colores que parecen sacadas de una caja de pinturas alegres. Allí, bajo la atenta mirada de la torre Cardinalis del siglo XV, las terrazas rebosan café, charla y vida, como si el tiempo tuviera aquí un ritmo más relajado… y más soleado.
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Iglesia |
Pero lo que realmente te deja con cara de “¿estoy donde creo que estoy?”, son sus villas mexicanas. Sí, sí, mexicanas. Un puñado de mansiones que parecen llegadas en vuelo directo desde Veracruz, pero con escalas en Tirol e Italia, porque su arquitectura mezcla de todo un poco: barroco, colorines, tejados imposibles y mucha historia detrás. Fueron construidas entre 1880 y 1930 por los Barcelonnettes que cruzaron el charco, hicieron fortuna en México y volvieron con ganas de demostrarlo... en piedra y estuco.
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¡Viva Mexico! |
En resumen: Barcelonnette es como una novela histórica con capítulos coloniales, andamios de fortuna y postales alpinas. Ideal para perderse un rato entre historia, frutería y tiendas con aires de mariachi y sabor a tequila.
Vuelta al garito, tormenta, rummy y... perdí.
Día 3 de julio de 2025
Portes de l'Enfer et Cascade du Pissoun
Parece que las tardes empiezan a hacer las paces con el cielo, así que decidimos aprovechar la tregua meteorológica para alejarnos un poco más.
Desde Jausiers, tomamos la célebre carretera que sube hasta el col de La Bonette, esa mítica altitud de 2802 metros que hace que a más de un ciclista se le salga el alma por los radios. Eso sí, nosotros no subimos hasta allí, que bastante tiene nuestra burrica mecánica con subir cuestas sin hipar.
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Jausiers |
La dejamos tranquilamente pastando en las cercanías de la aldea de La Chanallette, y desde allí comenzamos una ruta que prometía emoción y piernas, claro.
Tras cruzar, por una pasarela, el torrente de Clapouse —nombre que suena a coreografía de ballet, pero que en realidad es agua bajando con muy mala leche—, tomamos el sendero que transita por la margen izquierda del torrente de Terres Plaines, que nos metió de cabeza en un entorno escarpado con un nombre poco tranquilizador: les Portes de l’Enfer. Para llamarse así, estaba bastante bonito. Inquietante, sí, pero bonito.
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Torrente de Clapouse |
No tardamos en alcanzar "le Pissoun", una cascada que hace honor a su nombre con una caída de agua espectacular, de esas que nos dejaban boquiabiertos, asomados en un saliente. Un lugar para quedarse un rato, respirar hondo y darle la razón a esos mapas que prometían maravillas.
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Cascada de Pissoun |
Un auténtico espectáculo de la naturaleza: una fusión imponente de fuerza desatada y estruendo ensordecedor; un equilibrio sublime entre la furia salvaje y la belleza sobrecogedora del mundo natural.
Seguimos subiendo con alegría moderada hasta toparnos con el cauce del Terres Plaines. Tocaba vadearlo, y nada de puentecito ni pasarela: pies al aire, botas al cuello y ¡a mojarse! Con delicadeza y tiritonas, cruzamos descalzos, haciendo equilibrios entre piedras traicioneras y frases como “¡ay, qué fría está!”.
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Vadeando |
Tras un merecido descanso para secar dignidades y pinreles, comenzamos el descenso por un sendero que, en noble espíritu de aventura, elegimos distinto al de ida. Todo iba bien hasta que… ¡leches! Aparece el torrente de Clapouse otra vez en escena, esta vez sin puente, sin vado y con el agua bajando con un entusiasmo más propio de primavera desatada que de excursión tranquila. Así que nada, otra vez al ritual: descalzarse, remangarse y buscar el punto menos kamikaze para cruzarlo. Porque una cosa es caminar por la montaña, y otra muy distinta es hacer rafting involuntario con mochila y bastones.
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Entre acónitos |
Superado el Clapouse con más dignidad que equilibrio, una cómoda pista nos fue devolviendo poco a poco al punto de partida, con esa agradable sensación de misión cumplida y los pies algo más curtidos. Solo quedaba regresar al "resort", sacudir el polvo de la jornada, darnos una ducha reparadora y, cómo no, coronar el día con un par de birras bien frías y la tradicional partida de rummy. ¿El resultado? Francamente… no lo recuerdo. Lo cual, sospechosamente, suele ser mala señal para quien redacta.
Día 4 de julio de 2025
Lac de Terres Pleines
Tomamos el mismo rumbo que el día anterior, pero esta vez nos fuimos un poco más allá, con la sana intención de descubrir de dónde venían esas aguillas tan bravas del torrente de Terres Pleines, que ayer nos hicieron bailar sobre piedras y mojarnos las tabas. Así que, de nuevo, carretera arriba hasta la zona de Halte, en plena cota 2000, al ladito de esa carretera que presume de ser la más alta de Europa (¿será verdad? Pues, si no lo es, que alguien venga a desmentirlo con altímetro en mano, o que antes coja la que sube al Veleta).
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La carretera |
Bien embadurnados de crema solar comenzamos la marcha con una pequeña bajada que nos llevaba a cruzar una precaria pasarela de madera sobre las claras aguas del río Versant. A partir de ahí, el camino ya no tuvo más dudas: para arriba, siempre para arriba, por un sendero bien marcado y con ganas de piernas.
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Sobre el río Versant |
Poco a poco íbamos ganando altura entre pastizales amplios y llenos de flores, donde el árnica había decidido montar su propia fiesta amarilla sobre el verde intenso del prado. Más arriba, una subida empinada nos obligó a hacer una pausa —vamos a decir que fue para contemplar el paisaje, aunque el corazón opinaba otra cosa—. Desde allí, el valle de Terres Pleines se desplegaba a nuestros pies, profundo y silencioso, por donde discurrían en lo hondo esas mismas aguas que ayer nos pusieron a remojo.
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Entre árnicas |
Detrás de nosotros, al norte, vigilaban en formación las grandes cumbres: la Pointe de Côte Belle (2575 m.), la inefable Tête du Con de l’Ours (2728 m.) y la imponente Tête de Siguret (3032 m.), que nos miraba desde arriba como diciendo “venga, seguid que aún queda”.
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Un vistazo hacia el norte |
Ya en la cota 2200, el sendero suavizaba sus maneras y nos regalaba una vista amplia y espectacular del valle. Un último repecho, rocoso y algo traicionero, nos dejó frente a un pequeño estanque salpicado de lunarias, como si alguien hubiese sembrado el borde del agua con lunas en miniatura.
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El estanque |
Unos metros más adelante, al fin, el premio gordo: el lago de Terres Pleines (2408 m.), un rincón de postal donde el silencio suena a música y la hierba invita al noble arte de sentar las nalgas, abrir la mochila, y dejar que el tentempié mañanero sepa a gloria bendita. Y eso hicimos, sin prisa, sin culpa.
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Lac de Terres Pleines |
Con las fuerzas renovadas, emprendimos la bajada por el mismo camino, ahora con esa media sonrisa de quien ha hecho cima sin dramas.
¿Y el rummy? Ay, Maite… lo siento, pero esta vez gané yo. Ya tocará revancha.
Día 5 de julio de 2025
Lac d'Oronaye y col de Ruburent
Última salida a estos floridos y majestuosos paisajes del Mercantour. Y como despedida, decidimos hacerlo por todo lo alto —literalmente— tomando la carretera que serpentea hasta el col de Larche (nombre francés), también conocido como col de la Maddalena en italiano, ese paso de montaña que hace de frontera trilingüe entre Francia, Italia y el idioma de las piernas cansadas.
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Montaña sin fronteras |
Dejamos el buga en un parking a cota 1935, donde ya se nota algo más de vidilla: es sábado y se ve más gente que en días anteriores, pero nada que ver con las hordas de bastones y mochilas que suelen conquistar caminos como el de Ordesa. Aquí todavía hay espacio para respirar, mirar y decir “qué pasada” sin que nadie te pise el talón.
Comenzamos la subida por un sendero que no se anda con cariños: piedra suelta, pendiente exigente y ese tipo de bienvenida que te recuerda que “esto no es un paseo, chaval”. A nuestra derecha, un silbido: no, no es alguien animando, es una marmota avisando al vecindario que dos humanos suben resoplando.
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¡P´arriba! |
Al poco, llegamos a una cabaña donde un joven pastor cuida de un rebaño de ovejas (y algunas cabras), ayudado por un par de perros con pinta de poder discutirle a un oso el derecho de paso sin pestañear. |
Ganado |
La senda, tozuda y siempre ascendente, gira a la derecha hacia el col de Ruburent. El viento empieza a peinar la hierba como quien acaricia una alfombra verde. Más abajo se asoma el primer lago... bueno, lo que queda de él, porque está más seco que un bocadillo de polvorones. |
Subiendo. Al fondo las Agujas de Oronaye |
Seguimos subiendo, ahora bajo las Agujas de Oronaye, una montaña imponente que vigila el Lago Oronaye como si fuera su tesoro personal. A 2410 metros, alcanzamos sus orillas: ¡vaya maravilla! No es el más grande del catálogo, pero ese azul turquesa azotado por el viento te deja boquiabierto… y con casi chaqueta puesta. |
Lago Oronaye |
Buscamos refugio del aire fresco detrás de una roca, y, como si nos esperara, unas piedras nos ofrecen asiento perfecto. Allí, tentempié en mano, parecía que venía el descenso... pero Maite, que había hecho parada técnica para repostar, me suelta un “ya que estamos aquí…”, y ya sabes lo que eso significa: mochilas al hombro y ¡p’arriba otra vez! |
El lago, al fondo el pico Roburent |
Rodeamos todo el lago y, al final, nos encontramos con una subida en serio. De las que no te preguntan si puedes, solo te retan. Paso a paso, superamos el desnivel hasta llegar al col de Roburent (2502 m.), donde un hito fronterizo nos recuerda que hubo un tiempo en que aquí se marcaban las líneas entre reinos: la flor de lis por Francia, la cruz de Saboya por Piamonte-Cerdeña. Historia tallada en piedra y viento. |
Hito cargado de historia |
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Un saludo desde el col de Roburent |
Nos planteamos bajar hasta el lago italiano de Roburent, allá al otro lado, pero el sentido común (y las maletas por hacer) nos hizo desistir. Había que volver a casa, haciendo antes un alto en Sète para darle un descanso a la burrica —y de paso al conductor— quedaban más de 1000 kilómetros por curvas, cumbres y caminos memorables. Y claro, aprovechar para echarle un vistazo a esa ciudad costera, aunque sea en versión exprés.
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Y así, con los pulmones aún medio llenos de ese aire fresco de altura y las botas llevando pegadas las huellas de todos los caminos andados, cerramos este pequeño gran viaje por el Mercantour. No han sido días épicos, ni gestas para los libros, pero sí de esos que se graban con tinta suave en la memoria: caminatas entre flores, cielos caprichosos, montañas que susurran historias antiguas y partidas de rummy que no siempre importaba ganar.
Volvemos con la sensación de haber rozado algo esencial —quizá la calma, quizá la belleza sencilla de lo natural— y con la certeza de que hay lugares que no necesitan decir mucho para dejarlo todo dicho. Basta una marmota asomada, una fuente escondida, o una piedra bien colocada en la sombra del lago para recordarnos lo afortunados que somos de poder estar ahí, simplemente estar.
Nos vamos, sí, pero nos llevamos algo más que fotos. El Mercantour se queda con un trocito de nosotros… y nosotros, con mucho más de él.
¿La última partida de rummy?, Maite me gano por goleada.
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