viernes, 31 de octubre de 2025

PERÚ (octubre de 2025)

        Una vez más, esta Vieja Mochila —que ya va pidiendo jubilación anticipada— cuelga el modo montaña y, como hiciera hace un año en tierras niponas (donde aún debe quedar algún calcetín despistado), se metamorfosea en su versión más presumida: modo viaje guay. Sí, sí, has leído bien: nos fuimos... bueno, más bien volamos a Perú.
            Veinticuatro días por delante, que dan para mucho: desde perderte por calles imposibles hasta descubrir que el mate de coca no es un simple té. Tantos días dan también para escribir una crónica interminable —de esas que solo leería tu tía la del pueblo—, pero prometo contenerme y resumir lo justo. Primero, compartiré mis impresiones de lo que vimos y vivimos en aquel país fascinante; después, te contaré el día a día de nuestras andanzas, torpes y patosas como siempre, por los caminos del Perú.
        En esta ocasión, más que una entrada del blog, te dejo casi una novela por entregas, así que tómatelo con calma. Lee un día, saborea otro, y entre capítulo y capítulo... respira hondo, estírate, o échate un trago —que tampoco todo va a ser viajar con la mente, ¿no?—
¿Listo? Pues abróchate el cinturón (o ajusta las correas de la mochila, según se mire), que despegamos.

😂

Un poco de historia.
            Antes de que nuestros antepasados hispanos asomaran por esas tierras con sus armaduras relucientes y su insaciable curiosidad por el oro ajeno, el territorio peruano ya había visto pasar muchas civilizaciones. Cada una con su esplendor, sus misterios y, cómo no, su inevitable caída.
            Miles de años atrás, unos cazadores con buen sentido del turismo decidieron instalarse en los Andes y, entre cacerías y fogatas, aprendieron a sembrar papas y criar llamas. Con el tiempo, fundaron Caral, la ciudad más antigua del continente, y Kotosh, donde ya sabían que un buen templo siempre da prestigio.
            Luego vino la era del arte: la cultura Chavín se obsesionó con gatos gigantescos (pumas) y drogas rituales, porque la espiritualidad también necesita espectáculo. Más tarde, las regiones se pusieron creativas: los Paracas hacían textiles dignos de pasarela, los Nazca dibujaban geoglifos que nadie podía ver sin dron (o como nosotros, en avioneta), y los Mochicas tallaban cerámica tan realista que podrían haber tenido su propio museo.
Andinas
        Los Huari, más prácticos, decidieron que lo suyo era conquistar medio Perú, pavimentarlo con caminos y poner andenes (terrazas) por todas partes. Después de su caída, reinos como los Chimú y los Sicán tomaron el relevo con su propia cuota de lujo, metal y organización.
        Y entonces llegaron los Incas, que unificaron el país, inventaron el Tahuantinsuyo y organizaron un imperio más eficiente. 
        Cuando el emperador inca Huayna Cápac murió sin dejar testamento, sus hijos Huáscar y Atahualpa decidieron resolver el asunto como buenos hermanos: a golpes. Atahualpa ganó la pelea familiar, pero el costo fue dejar el imperio hecho un campo de ruinas y lleno de enemigos resentidos. Así que, cuando Pizarro apareció cinco meses después con su banda de barbudos y caballos exóticos, medio Perú pensó: “Bueno, peor que estos incas no pueden ser”… y así empezó el lío: virreinatos, guerras, independencia, república...
Estátua de Atahualpa
        Hoy por hoy, el Perú sigue siendo un país tan fascinante como enredado, donde los líos políticos parecen deporte nacional y la corrupción, el impago de impuestos y la delincuencia campan a sus anchas, como si tuvieran carta de residencia. Una pena, sí, pero tampoco una sorpresa: aquí las noticias se mezclan con el realismo mágico sin pedir permiso.
        Aun así, ni toda esa maraña logra empañar la belleza abrumadora del país ni la calidez de su gente, que te abre la puerta, te ofrece un mate y te regala una sonrisa como si nada de eso pasara. Porque, entre tanta trifulca, Perú sigue siendo un lugar que te conquista… y no precisamente por la fuerza.

A DIARIO

Día 6.- El viaje
                Viaje largo y pesado de Madrid a Lima, de esos en los que el reloj parece burlarse de ti y los aeropuertos se llenan de almas en pena arrastrando maletas como si la vida se les escapara entre conexiones y controles de seguridad.
Selfie en las alturas
            Eso sí, algo bueno tenía que tener: empezamos a conocernos los 18 valientes que formamos el grupo, una especie de comisión de varias comunidades autónomas, como Cataluña, Andalucía, Euskadi, Castilla León, Madrid... ¡ah, y un par de aragoneses, Maite y yo!, junto con Ángel, de Banoa, nuestro “guía de la guarda”, que promete sacarnos de más de un apuro (y seguramente meternos en alguno también).
La Troupe
           El trayecto en bus hasta el hotel ya nos da una pista de lo que nos espera: un tráfico caótico, bocinas por doquier y una coreografía de coches que desafía toda ley física conocida. Pero bueno, hemos venido a lo que hemos venido, ¿no?
Y sin más… zzz zzz.

Día 7.-De Lima a Huaraz
            Nos tomamos el día con filosofía y resignación viajera, porque lo que toca hoy no es poca cosa: 400 kilómetros de carretera por delante, primero por la mítica Panamericana y luego hacia el legendario Callejón de Huaylas. Son horas y horas de asfalto, curvas y cabezadas, pero también de paisajes que no veríamos de otra manera, y eso ya lo compensa casi todo.
La Panamericana
            La Panamericana se desliza por el desierto que domina buena parte de la costa peruana, un mar de arena donde, al salir de Lima, se apilan miles de construcciones sobre montañas de arena. Muchas de ellas, inacabadas, como si alguien hubiera apretado el botón de pausa. Y no es casualidad: la expansión urbana informal, la falta de ahorros o, directamente, la picaresca de evitar impuestos hacen que el fenómeno de las casas sin terminar sea un clásico, tanto en los pueblos más humildes como en las ciudades modernas.
Casas inacabadas
            El viaje también nos deja ver algo del pulso cotidiano del país: enormes plantaciones de caña de azúcar, secaderos de ají —ese pimiento rojo que pica con entusiasmo diabólico— y gentes que, pese a todo, siguen trabajando con una serenidad envidiable.
En un secadero de aji
        La carretera va ganando altura, del nivel del mar a los 4100 metros del collado de Conococha, y con ello llega el temido, aunque leve, mal de altura. Pero basta con contemplar la laguna de Conococha, cuna del río Santa, para que el dolor de cabeza se disuelva un poco entre sus aguas azuladas.
Laguna de Conococha
            Finalmente, el crepúsculo nos alcanza, tiñendo las montañas de un color rojo casi irreal. Tras diez horas de viaje, llegamos a Huaraz (3052 m.), donde caemos rendidos en brazos de Morfeo, sin fuerzas ni para deshacer el petate.

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Día 8.-P.N. de Huascarán
                Tras el desayuno —que siempre sabe mejor cuando uno tiene carretera por delante—, emprendemos ruta siguiendo el curso del río Santa, que se abre paso majestuoso entre dos cordilleras rivales y complementarias: a la izquierda, la Cordillera Negra, sobria y sin adornos; a la derecha, la Cordillera Blanca, que luce sus cumbres nevadas como quien presume de joyas familiares. Y dentro del autobús reina la algarabía, tanta que, entre risas y jolgorio, el grupo decide por aclamación —sin urnas ni escrutinio— nombrar a Rosa, madrileña de pura cepa y "más salá" que unas cañas en Lavapiés, como delegada oficial del pelotón viajero. Democracia exprés, pero con estilo.
Cordillera Blanca
                Parada es Carhuaz, un pueblo animado, casi un mercado disfrazado de plaza, donde hacemos acopio de víveres para la comida del día. Ángel, nuestro "guía de la guarda", se encarga del tema “panadería”. Nosotros, obedientes, seguimos su estela entre puestos de frutas, panes y olores que abren el apetito antes de tiempo.
            Pero el destino está más allá, así que retomamos la carretera que serpentea por el Callejón de Huaylas —también conocido como el Valle del Santa—, para desviarnos hacia el Parque Nacional de Huascarán. Allí, bajo las imponentes paredes de los picos que ya vislumbramos ayer —entre ellos, el Nevado Huascarán Sur, con sus 6.655 metros de pura soberbia—, se esconden las lagunas de Llanganuco.
            Primero alcanzamos Chinancocha, la “laguna hembra”, a 3.850 metros sobre el nivel del mar; un poco más arriba espera su pareja, Orconcocha, la “laguna macho”. Ambas se tiñen de un turquesa tan perfecto que parece filtrado, y en sus aguas se reflejan las montañas y las nubes, como si también ellas quisieran rendir homenaje a este rincón celestial.
Laguna de Chinacocha
        Un corto paseo por las orillas nos lleva hasta el desagüe de la laguna Conicacha, donde un área acondicionada para el descanso nos tienta con la mejor de las propuestas: sacar toda la metralla alimenticia y dar buena cuenta de los manjares adquiridos en Carhuaz.
        Con el estómago contento y el ánimo más ligero, emprendemos un bello descenso por el sendero “María Josefa”. ¿Y quién fue María Josefa, te preguntarás? Ah… ahí va la leyenda, que bien merece, aunque sean resumidas, unas líneas aparte.
"Cuentan que María Josefa era una joven hermosa y piadosa que vivía cerca de la Quebrada de Llanganuco. Su belleza atrajo a un poderoso hacendado que, encaprichado, no cejó en su intento de conquistarla. Cansada del acoso, ella decidió huir por un antiguo sendero de arrieros que cruzaba la Cordillera Blanca, buscando refugio lejos de su perseguidor.
Pero el destino —y el hacendado— la alcanzaron cerca de la laguna de Llanganuco. Allí, tras rechazar por última vez las promesas de riqueza y posición, el hombre, cegado por la ira, la apuñaló, acabando con su vida. Dicen que María Josefa murió bajo la sombra de los nevados Huascarán y Huandoy, y que su cuerpo descansa en una gruta junto al camino que hoy lleva su nombre, eterno homenaje a su trágica historia".
            Y así es: bajo un bosque de quenuales, esos árboles duros de pelar que se pasan el día mudando de corteza como quien cambia de camisa, se esconde la famosa gruta de María Josefa. Misteriosa, sí; reveladora, no tanto, porque del cuerpo de la pobre muchacha… “na de ná”.

            Así que, sin más hallazgos ni apariciones, ponemos rumbo de vuelta a Huaraz, dispuestos a encontrar otra gruta, pero de las que sirven buena cena y vino decente.
Y con eso, amigos míos, buenas noches… que ya bastante leyenda hemos tenido por hoy.

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Día 9.-De Huaraz a Trujillo
        🎶 “¡Cumpleaños feliz…!” 🎶
        Hoy la protagonista es Pepa, que cumple… pero no cumple (cosas del DNI y de las fechas que se escapan entre papeles y risas). Aun así, nada de excusas: el grupo entero entona su particular versión coral del clásico cumpleaños, con más entusiasmo que afinación, rodeándola entre aplausos y bromas. Una tarta improvisada, una vela que arde en el aire andino, y un deseo que, entre carcajadas, se sopla al vuelo.
🎶 “¡Cumpleaños feliz…!” 🎶
        Y sin más preámbulos —ni resaca emocional ni digestiva—, como diría el jefe de expedición:
“¡Al lío!”
        Cuando el mal de altura empieza a hacer de las suyas entre tan ilustres jóvenes aventureros, toca bajar hacia la costa, rumbo a Trujillo, la tercera ciudad del Perú. Eso sí, antes hacemos una parada estratégica para tomar aire —literalmente— en el paso de Punta Callán (4.204 m), donde el oxígeno se cobra a precio de lujo.
Parada en Punta Callán
            En el descenso, nos detenemos en el Centro Arqueológico de Cerro Sechín, un lugar que se remonta nada menos que entre los 2400-2000 años antes de nuestra era. No es poca cosa. Sechín presume de ser uno de los sitios arqueológicos más célebres del país, y no por su encanto bucólico precisamente: su templo principal está rodeado por tres muros de piedra decorados con bajorrelieves que muestran guerreros prisioneros, destripados y desmembrados con un nivel de detalle que haría palidecer a cualquier película de terror.
Uno de los muros de Cerro Sechín
            Metros de historia y escalofrío, que nos recuerdan que la guerra, incluso hace milenios, ya tenía poco de heroica y mucho de brutal. Pero conviene poner las gafas del tiempo y pensar que en aquella época Sechín fue clave en la evolución de las primeras sociedades jerárquicas y en la transición hacia el periodo Formativo andino. Vamos, que además de macabro, el sitio fue pionero.
            Trujillo nos da la bienvenida con su Plaza de Armas rebosante de vida, iluminada y bulliciosa, como si no conociera el concepto de descanso. Las fachadas coloniales se estiran orgullosas bajo las luces nocturnas, invitándonos a pasear y curiosear… pero no, hoy no.
Un paseo por la Plaza de Arma
Pza. de Armas. Edificio de la Sociedad de Beneficiencia
            Porque, siendo sinceros, ya está bien por hoy: las piernas protestan, los petates pesan y el cuerpo pide cama más que cultura. Así que dejamos el encanto de la noche trujillana para mañana, cuando las fuerzas (y el ánimo) vuelvan a estar en su sitio.

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Día 10.-Trujillo
            Madrugamos, cómo no, que para eso hemos venido —no a dormir, precisamente—, y casi con el desayuno aún de testigo ya estamos en el cercano Moche, dispuestos a empezar la jornada con algo… digamos, peculiar.
            Paseamos por el llamado “Parque de la Fertilidad” (también conocido como “Huaco de la Fertilidad”). “Huaco”, por cierto, es el nombre que reciben las piezas de barro cocido creadas por las antiguas culturas preincaicas… aunque estas de aquí, reconstruidas en 2022 tras la destrucción de las originales, tienen una “gran” carga erótica, y lo de “gran” va con todas las comillas del mundo.
Parque de la Fertilidad
        En fin, una visita de alto contenido cultural… y anatómico, que a esas horas de la mañana, con el café aún haciendo efecto, no deja indiferente a nadie.
        Continuamos nuestro recorrido hacia las ruinas de Chan Chan, esa joya del pasado, diseñada a base de barro y aún más paciencia. Allí descansan, imponentes y cubiertas de misterio, las huacas del Sol y de la Luna, dos pirámides preíncas construidas enteramente con adobe, ese glamuroso cóctel de barro, arcilla y arena que ha resistido siglos de sol, lluvia y curiosos con cámara.
Zona arqueológica de Chan Chan
            La Huaca del Sol, la más grande del dúo, no se anda con modestias: 345 metros de largo, 160 de ancho y 30 de alto. Vamos, que no es una pirámide, es un mensaje en 3D que grita “aquí mandaban los moches”. De base rectangular y con cinco terrazas, bellamente construidas, este lugar era el epicentro de las decisiones políticas, administrativas y, por qué no, de algún que otro chisme de palacio.
            Y por si no bastara con su tamaño, la leyenda nos suelta un dato que haría sudar a cualquier ingeniero moderno: 140 millones de adobes, colocados a mano, uno por uno, por 250 mil hombres. Sí, 250 mil. No sabemos si los contaron o si alguien redondeó la cifra, pero el resultado es igual de impresionante: una gran escultura de barro que, contra todo pronóstico, sigue aquí, desafiando al tiempo y recordándonos que, cuando los moches se proponían algo, ni el sol ni la lluvia se atrevían a interrumpirlos.
Otro rincón de Chan Chan en la Huca del Sol
                Comemos a orillas del Pacífico, ese inmenso plato de sopa salada que nunca se enfría. Aquí, entre el aroma a pescado fresco y brisa con textura de sal, la historia nos guiña un ojo: resulta que el surf no lo inventaron los californianos de pelo dorado, sino los antiguos pobladores de la costa, que ya se lanzaban a las olas montados en sus “caballitos de totora”, esas embarcaciones hechas de una planta que parece junco pero con más carácter. Hoy, los lugareños siguen deslizándose sobre el mar en esas frágiles —aunque sorprendentemente estables— canoas, demostrando que la elegancia sobre las olas no necesita fibra de vidrio ni trajes de neopreno.
Pescador en barca de totora
            De regreso a Trujillo, nos damos una vuelta por la Casa Urquiaga, una residencia tan señorial que parece haber nacido sabiendo que sería museo. Su primer dueño, Rodrigo Lozano, no solo fue alcalde, sino que además tenía buen gusto en arquitectura y ubicación. Pero el verdadero protagonismo llegó cuando la casa se convirtió en punto de encuentro del mismísimo libertador: entre sus paredes se gestaron los planes que liberaron a Trujillo… y, probablemente, más de una resaca patriótica.
        Y hablando de emancipación, la nuestra no se quedó atrás. Parte del grupo decide celebrar la independencia a su manera: con pisco sour, risas, y alguna coreografía que hizo temblar tanto al esqueleto como a los sufridos parroquianos del local.
¡Que no quede nada del pisco sour!
            El cierre del día fue glorioso: sí, dormimos de lirón, o mejor dicho, caímos rendidos con la satisfacción del deber —y del brindis— cumplido.

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Día 11.-De Trujillo a Chiclayo
            Ahora que le hemos cogido gusto a la cota cero, el buen Hugo, nuestro chófer de manos finas y nervios templados, pone rumbo norte por la Panamericana, camino de Chiclayo. La excusa —por si alguien necesitaba una— es visitar el Museo de las Tumbas Reales de Sipán, auténtico tesoro de la cultura Moche.
            Claro que antes hay que atender a las “necesidades físicas” del grupo, así que hacemos una paradita en Guadalupe, junto a la iglesia dedicada a la Virgen del mismo nombre. Una buena ocasión para estirar las piernas, tomar aire y echarle un vistazo al santuario, reconocido en la región de Lambayeque por custodiar los restos de uno de los grandes hombres del antiguo Perú.
Iglesia de Guadalupe
            Ya en el Museo Tumbas Reales de Sipán, entramos en modo arqueólogo curioso: vitrinas, reliquias y una colección impresionante de objetos que narran la grandeza del Señor de Sipán, aquel gobernante mochica del siglo III que llegó a ser considerado casi un semidiós. Su tumba, descubierta en 1987, fue un hallazgo tan monumental que muchos lo compararon con el de Tutankamón.
Museo de Tumbas Reales de Sipán
                Después del baño de historia y oro antiguo, llegamos por fin a Chiclayo, donde nos damos un paseíto relajado, cenamos como merecemos y nos entregamos al poder magnético de la cama. Porque, entre madrugones, carreteras y museos, llega un punto en que el cuerpo dice basta.
Buenas noches… que mañana será otro día de historia y cansancio bien ganado.

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Día 12.-Bahía de Paracas
            Hoy dejamos el asfalto por las nubes: carretera fuera, avión dentro. Volamos hasta Lima, donde —como si tuviera radar— nos espera el incombustible Hugo, dispuesto a recordarnos que la Panamericana, como Teruel, existe… y que todavía nos queda cuerda para rato.
            Ponemos rumbo a la bahía de Paracas, donde pasaremos la noche en Puerto El Chaco, punto de partida del lío que nos aguarda mañana. Pero antes de meternos en harina —o mejor dicho, en arena— toca comer algo decente. Solo hay un local abierto, y resulta llamarse “Tía Pyli”, en un guiño curioso (y con licencia ortográfica) a la patrona de nuestra Zaragoza, que justo hoy está de fiesta. Se le perdona la "i griega", por simpatía y por llenar bien el plato.
Bahía de Paracas
            Después de reponer fuerzas, nos lanzamos a recorrer el desierto que se asoma al Pacífico con descaro. Subimos y bajamos dunas, visitamos miradores espectaculares, y admiramos el contraste entre los acantilados arenosos y el mar brillante bajo el sol de la tarde. La joya del recorrido: la Playa Roja, llamada así por el color intenso de su arena, un capricho geológico que parece sacado de otro planeta.
Playa Roja
            El día termina con un paseo tranquilo por Puerto El Chaco, mientras los últimos buggies rugen en la distancia y el desierto se tiñe de oro al ponerse el sol. Y así, entre viento, sal y polvo de arena… buenas noches.

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Día 13.-Islas Ballestas y Huacachina
            Con el desayuno aún de viaje por el esófago, y con la idea de llegar antes que las demás hordas turísticas, embarcamos rumbo a las Islas Ballestas, tres joyas —Norte, Centro y Sur— que forman parte de la Reserva Nacional Sistema de Islas, Islotes y Puntas Guaneras (nombre largo, pero con razón).
Allá vamos, hacia las islas

En los documentales de La 2 de RTVE ya habíamos visto estas maravillas, pero una cosa es verlas desde el sofá y otra muy distinta navegar bajo sus arcos de roca, rodeados de lobos marinos que nos miran con cara de “¿y estos qué hacen aquí?”, pingüinos de Humboldt torpemente elegantes, pelícanos pescando con precisión quirúrgica y cormoranes buceando en busca del aperitivo del día. Por si fuera poco, zarcillos, piqueros y guanays completan este espectáculo natural que parece coreografiado.

Pelícano
León marino
Pinguinos de Humboldt
                Las Ballestas fueron en su día el epicentro del oro blanco peruano: el guano, ese fertilizante natural que hizo rico al país en el siglo XIX y que hoy solo se extrae una vez al año y bajo estricta vigilancia, para que la fauna siga siendo la verdadera dueña del lugar.
Instalaciones guaneras
                        Durante un buen rato nos sentimos como Jacques Cousteau en versión low cost, exploradores entusiasmados en medio del Pacífico, con el viento en la cara y las cámaras echando humo.
Obra de la naturaleza
            Luego, mar por desierto, cambiamos rumbo a Huacachina, un pequeño oasis encajado entre dunas que parecen olas de arena. Este lugar, antaño balneario exclusivo en los años 60, hoy es un parque de aventuras donde los buggies vuelan sobre las dunas y, cómo no, algunos del grupo nos animamos a probar suerte en un improvisado “rally Dakar” versión peruana.
Oasis de Huacachina
        La jornada termina con viaje a Nasca, y una parada en un mirador que nos da un anticipo de lo que nos espera mañana. Pero eso será otra historia…
        Por hoy, suficiente polvo, sol y emoción.
        Hasta mañana.

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Día 14.-Nasca
            Nos trasladamos al aeródromo de Nasca, listos para vivir uno de esos momentos que separan al turista del aventurero: volar sobre las misteriosas líneas de Nasca, esas figuras colosales que llevan casi un siglo desconcertando al mundo.
¡A volar!
            Descubiertas en 1927 por el arqueólogo Toribio Mejía Xesspe, las líneas no cobraron fama mundial hasta que la incansable María Reiche, una matemática alemana con más paciencia que todo nuestro grupo junto, dedicó su vida —literalmente— a estudiarlas desde 1946.
                Así que, con más ilusión que estómago, algunos del grupo nos subimos a las avionetas, dispuestos a seguir desde el aire los trazos que la cultura Nasca dibujó entre el 200 a.C. y el 700 d.C. sobre las pampas de Ica (las fechas son orientativas, pues hay varias teorías).
Líneas y dibujos de Nasca
            Ya en pleno vuelo, las cámaras disparan sin piedad mientras intentamos distinguir las líneas perfectas y las gigantescas figuras: el colibrí de casi 300 metros, el lagarto de 180, el pelícano y el cóndor de 135, el mono enroscado, la araña minuciosa… y alguna que otra forma que bien podría ser una pista de aterrizaje para extraterrestres, si uno se deja llevar.
El colibrí
El puma
        Y ahí surge la gran pregunta: ¿para qué demonios hicieron esto los Nasca? Nadie lo sabe con certeza. Que si calendario astronómico, que si ritual religioso, que si rutas de peregrinación o invocaciones a los dioses de la lluvia… Teorías hay muchas, certezas ninguna.
        Así que descendemos con la misma sensación que subimos: fascinados, algo mareados y un poco más convencidos de que el misterio —a veces— es lo mejor del viaje.
        Bajo un calor infernal, de esos que te hacen dudar si el sombrero sirve para protegerte o para cocinarte a fuego lento, nos dirigimos al sitio arqueológico de Cahuachi —que significa “lugar donde viven los videntes”. Y algo de clarividencia haría falta para imaginar cómo era aquello en su esplendor.
Llewgando a Cahuachi
            Nos plantamos ante la Gran Pirámide, una mole de 110 metros de largo, 90 de ancho y 28 de altura, compuesta por siete plataformas escalonadas que imponen respeto y sudor a partes iguales. Aquí los arqueólogos hallaron unos 200 textiles, varios pintados a mano, toda una rareza en la cultura Nasca, famosa más bien por sus bordados.
La Gran Pirámide
                Cahuachi fue la capital política y religiosa de los Nasca, el epicentro desde donde sus gobernantes organizaban a la gente de los valles —desde Ica hasta Acarí— para levantar auténticas obras titánicas: las propias pirámides y las célebres Líneas de Nazca.
                Vamos, que aquello era la gran sede del poder nasca, una mezcla de templo, centro administrativo y lugar de conexión con los dioses… aunque hoy, con este calor, uno solo siente conexión con la sombra más cercana.
                    Rematamos la jornada cultural con una visita al centro subterráneo de Cantalloc, una auténtica obra de ingeniería antigua que deja a cualquiera con la boca abierta. Se trata de un sistema de canales y accesos en espiral, diseñados para ventilar, limpiar y mantener el flujo del agua, una maravilla hidráulica levantada —o más bien excavada— por la cultura Nasca entre los siglos V y VI.
Espiral
                Después de tanto sol, arena y sabiduría ancestral, ya está bien por hoy. Mañana nos espera una buena kilometrada, así que toca lo más sabio del día: descansar.

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Día 15.-De Nasca a Arequipa
            Casi 600 kilómetros nos separan de Arequipa, así que hoy toca día de carretera y paisajes. No faltan motivos para mirar por la ventanilla: la Panamericana se asoma al océano Pacífico con vértigo incluido, serpenteando entre acantilados y curvas que harían sudar a cualquier copiloto.
La Panamericana
            Eso sí, esta carretera tiene su carácter: más de un grupo ha quedado en “standby” por algún desprendimiento o accidente. Nosotros casi sumamos uno a la lista —un encontronazo entre camiones—, pero ahí está Hugo, nuestro piloto todoterreno, que esquiva el atasco con maestría y nos devuelve al camino sin perder el humor ni el claxon.
Una carretera con carácter
                A ratos, la estrecha y transitada Panamericana baja hasta el nivel del mar, revelando valles verdes como espejismos entre tanto desierto: Ático, Ocoña, pequeños oasis que rompen la monotonía arenosa. En Camaná decimos adiós a la costa y comenzamos el ascenso hacia Arequipa, que, con sus 2.335 metros sobre el nivel del mar, nos da la bienvenida y nos recuerda que, desde hoy, la altura será compañera de viaje.
            Antes de dejarnos caer en la cama, nos lanzamos a la calle, porque estamos en una de las ciudades más hermosas del Perú, y eso bien merece una vuelta, aunque las piernas protesten y el cuerpo pida tregua.

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Día 16.-Arequipa
                    Tras el desayuno y el ritual matutino de rigor, Maite y yo salimos a estirar las piernas antes de que arranque la jornada oficial. La Plaza de Armas nos recibe aún medio adormecida, pero imponente, con ese aire colonial que se mezcla con el murmullo de la ciudad que despierta. No hace falta ser geólogo —ni muy avispado— para notar que Arequipa vive a la sombra (y a la gracia) de sus volcanes: el Misti (5.822 m), el Chachani (6.075 m) y el Pichu Pichu (5.664 m), vigilantes eternos y orgullosos guardianes de esta joya blanca.
Arequipa y sus volcanes
            Y es que “La Ciudad Blanca” hace honor a su nombre. Sus edificios del centro histórico, levantados con sillar, esa piedra volcánica blanca que parece reflejar el sol, muestran la perfecta fusión entre la arquitectura europea y la tradición andina. Arcadas, patios, bóvedas y fachadas barrocas forman un conjunto que parece detenido en el tiempo, pero que sigue rebosando vida.
Plaza de Armas
            Con el grupo ya reunido, nos dirigimos al monasterio de Santa Catalina, una auténtica ciudad dentro de la ciudad, con sus calles, plazas y patios coloridos. Fundado en 1580 por María de Guzmán, el convento tiene una historia que no desmerece a una buena telenovela: las monjas que ingresaban lo hacían más por su fortuna que por su fe, y el voto de austeridad brillaba por su ausencia. Algunas tenían cocinas privadas, criadas y esclavas, lo cual no encaja del todo con la idea de “vida monacal”.
Celda de lujo
                La cosa se les fue un poco de las manos, hasta que en 1871 el papa Pío IX decidió poner orden y devolver la sobriedad a tanto desmadre espiritual. Desde entonces, el monasterio es más silencioso (excepto las zonas dedicadas al turismo), aunque sigue conservando ese halo de misterio que lo hace fascinante.
Uno de los claustros
                Al recorrerlo, da la sensación de caminar por un pueblito andaluz, con calles que denominan Málaga o Sevilla, patios llenos de color y celdas que parecen casitas. Visitamos las capillas, los claustros y las cocinas —sí, las privadas y la común—, y uno no puede evitar imaginar cómo era la vida tras esos muros: mitad recogimiento, mitad lujo conventual. Una mezcla muy “arequipeña”, en el mejor sentido.
No, no es Sevilla
                Abandonamos el convento de Santa Catalina para seguir descubriendo la “Ciudad Blanca” de la mano de Cistian, guía local de Arequipa. El centro histórico de Arequipa, declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO, es una joya que se disfruta calle a calle, piedra a piedra.
                    La Plaza de Armas, sin duda una de las más bellas del país, nos roba la mirada enseguida. En su centro, una fuente de bronce con tres platos coronados por el célebre “Tuturutu”, un soldadito del siglo XVI que, según cuentan, era el encargado de anunciar las noticias en la ciudad (vamos, el pregonero oficial). La plaza está rodeada de arquerías de sillar blanco que brillan bajo el sol andino y albergan cafés, tiendas y balcones donde uno podría pasar horas viendo la vida pasar con un café o un pisco sour en la mano.
Otra imagen de la plaza de Armas
            Dominando el conjunto se alza la Catedral de Arequipa, un majestuoso edificio neorrenacentista del siglo XVII que, con sus torres y su fachada de sillar, parece decirle al visitante: “Aquí estoy yo”. No hay duda de que es uno de los templos más icónicos del país.
                A un paso, la iglesia de la Compañía de Jesús nos invita a admirar su portada barroca arequipeña, una filigrana de piedra que encierra símbolos del mundo inca: el cóndor, mensajero del cielo; el puma, guardián del mundo terrenal; y la serpiente, símbolo del inframundo y la sabiduría eterna. Una lección de mitología andina esculpida en roca volcánica.
Iglesia de la Compañía
            Tras tanto arte y espiritualidad, toca algo más terrenal: el mercado de San Camilo, un hervidero de colores, aromas y voces. Con más de 500 puestos, aquí se vende de todo: frutas exóticas, verduras, artesanías, y, por supuesto, el famoso queso helado de Doña Rosa, que probamos por recomendación local. No sabremos su receta, pero sí que está de vicio.
            La tarde la dedicamos a callejear sin rumbo, disfrutando del pulso de la ciudad. Y para cerrar el día, cena. Yo me decanto por el plato nacional: el cuy. Sí, ese conejillo de indias que en Europa es mascota, pero que en los Andes es manjar ancestral. Lo pedí por curiosidad... y terminé relamiéndome.
                Cuy y vino. Fin del día. Zzz...

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Día 17.-De Arequipa a Coporaque
                Hace un par de días ya comentaba que empezábamos a ganar altura, con sus pros (paisajes de postal) y sus contras (esas molestias físicas que te recuerdan que no eres un sherpa). Pero bueno, ya lo sabíamos, así que... ¡vamos p’allá!
            Por un par de días, se nos une Jessica, la que será guía, gran comunicadora. arequipeña, simpática y con más  tablas que Lola Flores.
                Antes de dejar Arequipa, hacemos una última parada en un mirador desde el que se divisan la ciudad y sus imponentes volcanes. Una vista para grabar en la retina antes de cambiar el bullicio urbano por el silencio de las alturas.
Una última mirada, desde Arequipa
                Primera escala del día: la cantera de sillar de Añashuaycos, nacida del capricho volcánico de la región hace millones de años. De aquí sale la piedra blanca con la que se levantó buena parte del casco antiguo de Arequipa. Hoy, además, los artesanos han convertido las rocas en un pequeño museo al aire libre, con esculturas talladas —el León del Sur, un cóndor, un oso, un águila e incluso una réplica de la portada de la iglesia de la Compañía que vimos ayer.
Cantera de Añashuacos
                Abandonamos la cantera e iniciamos el ascenso hacia Chivay. Tras pasar por Yura, la carretera se abre paso entre las faldas del volcán Chachani y nos adentra en la Pampa Cañahuas, donde los 4.000 metros de altitud ya empiezan a hacerse notar (sí, el aire pesa). Por suerte, la aparición de unas gráciles vicuñas devuelve la sonrisa al grupo. Estos elegantes camélidos, junto con llamas, alpacas y guanacos, serán parte del paisaje —y de nuestras fotos— durante los próximos días.
Vicuña
                        La ruta atraviesa la Reserva Nacional de Salinas y Aguada Blanca (4.300 m), un escenario espectacular de planicies rodeadas por gigantes como el Ampato (6.310 m), el Sabancaya (5.976 m) o el Hualca Hualca (6.288 m). Entre tanto volcán, el paisaje parece más bien de otro planeta.
                Con una inesperada nevada que convierte el altiplano en postal navideña, alcanzamos el punto más alto de la jornada: el Mirador de los Andes (4.910 m). Desde aquí se deberían ver los nevados Ampato, Sabancaya, Hualca Hualca, Misti, Chachani y Mismi… pero las nubes deciden reservarnos el espectáculo para otro día. Que sí, que volveremos por aquí.
Nevada a destiempo
En el Mirador de los Andes
                    El descenso hacia Chivay es un continuo zigzag que pone a prueba los frenos (y los estómagos), hasta llegar a Coporaque (3.583 m), nuestro hogar por un par de noches. Y quién nos recibe en la puerta: Santi, una joven y simpática alpaca, dispuesta a posar mejor que muchos influencers.
                Antes de que anochezca, damos un paseo hasta el mirador de San Antonio, desde donde se dominan el valle, los andenes agrícolas (terrazas) y los nevados a lo lejos. En realidad lo del santo es nuevo, pues estamos enlo que fue el primitivo Coporaque, Chura, una aldea prehispánica dispersa, con cementerios, andenes, canales y reservorios en uso.
Vamos de paseo
                    Vuelta al alojamiento, cena calentita (sopa, claro) y directos a la cama. Mañana promete… y a este paso, los pulmones también lo notarán.

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Día 18.-Valle del Colca
            Como las actividades del día se desarrollan en uno de esos valles que parecen (bueno, que lo es) un parque temático del turismo, decidimos madrugar —y de qué manera— para llegar antes de que los autobuses espanten hasta los cóndores.
            El bus arranca rumbo al célebre Valle del Colca, atravesando pueblos tan vivos como Chivay, Yanque y Maca, donde la vida empieza temprano y los colores parecen tener brillo propio.
Bonito amanecer
            Primera parada: mirador panorámico, y vaya si merece la pena. Frente a nosotros, el valle se abre majestuoso, con paredes que se descuelgan desde los nevados Quehuisha y Mismi —entre ambos, nada menos, nace el río Amazonas—. El lugar está cargado de leyendas, pero hoy las dejamos reposar: nuestro destino es el Cañón del Colca y su famoso mirador de la Cruz del Cóndor (3.800 m), donde esperamos ver a esas aves que parecen salidas de un mito.
Cañón del Colca
                Y sí, la suerte está de nuestro lado. Poco a poco, los cóndores van saliendo de sus nidos, desplegando sus alas con una elegancia que deja sin palabras. Las cámaras —o más bien los “esmarfones”— disparan sin parar, aunque reconozco que solo uno de cada veinte intentos acierta con el ave en el encuadre. Ver de cerca al ave voladora más grande del planeta es, sencillamente, emocionante.
Despegando el vuelo
El vuelo del cóndor
                El mirador se va llenando de turistas y, antes de que nos falte el aire (por la altura o por la multitud), abrimos nuestras propias alas y echamos a volar... digo, a caminar. Seguimos un sendero colgado sobre la ladera hasta la Cruz del Cura, lugar con historia oscura: en 1979, un sacerdote fue asesinado allí, por las hordas, por un asunto de faldas ajenas.
Caminando haci la Cruz del Cura
            Mientras caminamos, Jesica, nuestra guía, nos cuenta la trágica historia de Ciro y Rosario, dos estudiantes peruanos que en 2011 se adentraron en el Cañón y acabaron protagonizando uno de los sucesos más misteriosos del país. Ella sobrevivió tras 11 días perdidos; él fue hallado meses después, sin vida. Una historia que deja claro algo: las montañas no perdonan el exceso de confianza.
            De regreso, hacemos una parada en Maca, donde la fiesta de San Lucas está en pleno apogeo. Los toros lucen galas andinas, las mujeres visten de espectáculo, y los hombres... bueno, los hombres presumen de sombrero y cerveza en mano. Tradición, música y un punto de caos alegre.
Fiesta en Maca
                Ya en Coporaque, parte del grupo decide volver con Hugo a Chivay para darse un chapuzón en las aguas termales —que ya tocaba relajarse un poco después de tanto madrugón—.
                Y cuando parece que el día no da más de sí, Coporaque también anda de fiesta. Así que, entre bailes en corro, pasos improvisados y risas compartidas, terminamos por integrarnos en ese espíritu de comunidad que los peruanos llevan en la sangre.
Baile en Coporaque
         Nosotros nos retiramos sin sumergirnos en el pozo de la birra, que mañana sigue el viaje.
        Buenas noches... y que los cóndores nos inspiren los sueños.

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Día 19.-De Coporaque a Puno
        Desayuno y… ¡al lío!
        Nuestra ya inseparable alpaca Santi sale a despedirnos, y no sé si en su idioma nos desea buen viaje o nos está diciendo que nos echemos otra manta, pero el gesto vale más que las palabras. Volvemos sobre nuestros pasos por la misma carretera que nos trajo hasta el valle, aunque esta vez con la mirada más entrenada y el corazón un poco más lleno.
Con la joven "Santi"
            Primera parada: Yanque, donde asistimos al “baile de la fuente”, la tradicional danza del Wititi. En plena Plaza de Armas, un grupo de niños del pueblo representa este baile ancestral que combina cortejo, identidad y fuerza. Los pasos son suaves, casi ceremoniales, y detrás de la inocencia infantil se intuye una historia antigua: la del paso a la madurez, la celebración y la unión de los pueblos del Valle del Colca.
Yanque
            Dejamos Yanque y retomamos los zigzags de hace un par de días, esta vez cuesta arriba. A medida que ascendemos, el aire se hace más fino y el paisaje más inmenso, hasta que alcanzamos el Mirador de los Andes (4.910 m), aquel que nos recibió con nieve y que hoy se viste de un sol radiante. Ahora sí podemos disfrutar, sin filtros, de la vista sobre el Hualca Hualca, el Ampato y el Sabancaya, que no deja de humear como recordando que aquí manda la Tierra.
De vuelta, mejor día que en la ida
            Entre las piedras se mueven ágiles unas simpáticas vizcachas, esos roedores andinos mitad conejo mitad ardilla que parecen sacados de un cuento.
        Continuamos hasta Patahuasi, donde hacemos una parada técnica —y espiritual— con una buena infusión de coca o muña, y de paso compramos unos bocatas para más tarde. El lugar, además, es un mirador espectacular sobre el volcán Misti, aquel que desde Arequipa veíamos por su otra cara.
        En este punto tomamos el desvío hacia Puno, nuestro próximo destino. La carretera se llena de camiones mineros, recordándonos que incluso en estos paisajes remotos, la modernidad y la economía nunca descansan.
            Nos desviamos de nuevo, esta vez hacia el Bosque de Piedras de Pillones, un rincón que parece de otro planeta. Las rocas volcánicas, moldeadas por siglos de viento y agua, adoptan formas caprichosas: animales, rostros, figuras humanas… y, bueno, alguna más “creativa” según las imaginaciones calenturientas del grupo. Paseamos entre ellas con calma, rodeados solo de plantas litófitas que sobreviven entre las grietas de la piedra.
Bosque de piedras de Pillones
                    De vuelta al asfalto, hacemos una última parada en la Laguna de Lagunillas (4.174 m). El lugar invita al silencio. Almorzamos los bocatas adquiridos en Patahuasi, con vistas al agua cristalina, donde el cielo se refleja como si fuera un espejo infinito. Hay momentos en los viajes en los que uno simplemente se queda quieto, consciente de estar donde debe estar; este es uno de ellos.
                La ruta sigue entre llanuras fértiles donde vacas y ovejas comparten la merienda. Ya se siente que Puno (3.827 m) está cerca. Pero antes de llegar, nos detenemos en un mirador que nos deja sin aliento: ante nosotros, una ciudad que se descuelga desde la montaña hasta besar las orillas del Lago Titicaca, el lago navegable más alto del mundo.
Puno y el Titicaca
                Descendemos hasta la ciudad, dejamos el equipaje en el alojamiento y, como no podía ser de otra forma, salimos a la calle. En cada esquina se respira folclore puro, música y color. En una de esas esquinas, sin saber bien cómo, acabamos rodeados de un grupo de jóvenes que bailan con trajes deslumbrantes. Nos cuentan que su danza está vinculada al culto a la guerra, un ritual simbólico lleno de energía y orgullo.
Danzando
            Y así, entre música, polvo, risas y ese cansancio dulce del viajero, cerramos el día.
            Otra jornada que hemos vivido, disfrutado y salvado con dignidad.
            Mañana, más.
            Buenas noches.

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Día 20.-Lago Titicaca
                A Perú no se va todos los días, y si ya se está aquí, hay que exprimir cada minuto. Por eso madrugamos —como casi siempre— y bajamos a desayunar pronto. Nuestro “Ángel de la guarda” lo tiene todo previsto: para llevarnos hasta el puerto ha contratado unas auténticas “limusinas peruanas”, una decena de triciclos a pedales de dos plazas que nos esperan frente al hotel. Y allá vamos, recorriendo las calles de Puno en una alegre “tricicaravana” que levanta sonrisas a su paso.
A bordo de las limusinas
                    Faltando unos metros para llegar al puerto, el ciclista que lleva a Maite y a mí detiene su vehículo, me mira, sonríe… y me cede los pedales. Craso error. A casi 3.900 metros de altitud sobre el nivel del mar, con el aire más escaso que el oxígeno en una botella vacía, empiezo a pedalear… ¡y casi no llego!
 ¡Sí, pero llegué!

                    El Lago Titicaca nos recibe brillante y sereno. Es el escenario mítico donde —según la leyenda— surgieron los fundadores del Imperio Inca, Manco Cápac y Mama Ocllo. Se trata del lago navegable más alto del planeta y el más grande de Sudamérica, un espejo de agua que parece tocar el cielo.
Lago Titicaca
            Nos acompaña José Luis, nuestro guía local (sí, tocayo), y embarcamos rumbo a las islas flotantes de los Uros. Al timón, un joven y bello capitán de mirada tranquila y barretina en la cabeza, idéntica a las que lucen los hombres de la isla de Taquile. Su vestimenta —chaleco corto, camisa blanca, faja bordada y pantalones de pescador— recuerda curiosamente al Mediterráneo. Dicen que el estilo podría deberse a un tal Pedro González de Taquila, un noble de posible origen catalán que, en el siglo XV, habría impuesto su moda a los pobladores de la isla. Sea cierto o no, al capitán le queda de maravilla.
El capitán
                Atracamos en una de las islas flotantes de los Uros, un conjunto de unas 80 islas construidas con totora, una planta acuática que crece en el lago. Las capas de totora, cortadas, secadas y tejidas, forman la base sobre la que las familias levantan sus casas. Nos reciben en una de ellas, el jefe de la isla, sonriente,  nos muestra su modo de vida: su vivienda, su cocina, sus redes de pesca y, por supuesto, sus artesanías, coloridas y hechas a mano, que exhiben con orgullo y una dosis de paciencia infinita. Antes de irnos nos despiden con una canción en su lengua, el aimara.
Islas flotantes de los Uros
En la tarea
Los Uros
            Después del recorrido, los unos subimos a nuestro barco y el resto lo hace en una “totora turística”, con la que navegan hasta otra isla para reunirnos y continuar el viaje hacia Taquile. Una travesía de hora y media sobre aguas azules y frías. A 3.960 metros de altitud, se encuentra aquí la playa de Collata, la más alta del mundo.  
                Y ya lo dice el refrán: el mundo es un pañuelo. Al poner pie en tierra, escucho mi nombre —“¡José Luis!”—. Me giro y ahí está Carmen, una vieja amiga que, casualidades del destino, anda también por estos lares. Abrazos, risas y la sorpresa compartida. Luego, cada uno a lo suyo.
            Nosotros emprendemos la subida, despacio, muy despacio. A pesar de las pastillas contra el mal de altura, los motores van a ralentí. En una de las plazas, un grupo local interpreta la danza de los sicuris, acompañada de quenas, sikus y tambores. Es un homenaje a la Pachamama y al lago Titicaca, lleno de ritmo y color. Y sí, acabamos bailando con ellos, porque resistirse sería pecado.
Baile en Taquile
                    Seguimos ascendiendo hasta lo más alto de la isla. El esfuerzo se ve recompensado: el paisaje corta la respiración. Sobre el Titicaca se reflejan los nevados peruanos y bolivianos, salpicados por nubes que parecen jugar con las cumbres.
Nevados sobre el lago
                    En la cima nos espera una familia local con el almuerzo preparado: sopa de quinua y trucha recién pescada. Nos muestran sus costumbres y habilidades, como el tejido de los chullos, esos gorros andinos elaborados por los hombres con cinco finas agujas. Entre risas, me eligen para hacer de modelo. El resultado… digamos que el traje me queda como “dos pistolas a un santo”, pero entusiasmo no me falta.
            Tras la comida, descendemos lentamente hacia el embarcadero. Y entonces, una de nuestras compañeras —energía pura, dinamita andante— decide darse un baño en el lago más alto del mundo. El agua está helada, ella se ha mojado… pero la dinamita sigue seca.
Me sienta de pena
            El regreso por el lago es pacífico y silencioso. Algunos dormitamos al sol, otros viajan en la cubierta superior, mientras el barco corta suavemente el agua. Son las cinco de la tarde en Perú, medianoche en España, cuando de repente escucho un coro:
🎶 “¡Cumpleaños feliz…!” 🎶
Mis compañeros que navegaban en la terraza me sorprenden cantándome la famosa melodía. No lo esperaba, y la emoción me gana. Gracias, amigos.
        Ya en tierra, regresamos al hotel y salimos a buscar un lugar donde cenar. Como cada día, la gastronomía peruana no falla: sabrosa, variada y a precios que invitan a repetir.
        Y así, entre el sabor de una buena comida y el cansancio dulce del día vivido, cerramos los ojos.
        A dormir.
        Mañana, más.

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Día 21.-De Puno a Cusco
🎶 “¡Cumpleaños feliz…!” 🎶
            Como ayer era día 21 en España y hoy lo es aquí, ¡pues hale!, repetimos celebración. Esta vez con tarta, vela y deseo incluido. Y ya que estamos, lo confieso: “Deseo que quienes administran las comunidades autónomas de España lo hagan con la comprensión, seriedad, simpatía y empatía con la que convivimos este grupo de viajeros venidos de tantas de ellas.”
        El día no da tregua, porque hoy nos espera un viaje largo: nada menos que 350 kilómetros hasta Cusco. Y no son kilómetros europeos, no: son kilómetros peruanos, de esos que se saborean despacio, a ritmo de curva y altitud. Todo el trayecto discurre por encima de los 4.000 metros, así que… ¡más pastillas! (porque lo de la hoja de coca les funciona a ellos, pero a nosotros…)
            Salimos de Puno temprano, con el sol apenas despuntando, y poco a poco el paisaje se abre en una sucesión de llanuras altiplánicas, aldeas diminutas y montañas que parecen rozar el cielo. Entre las paradas obligadas, hacemos una muy especial en La Raya (4.335 m), divisoria natural entre las provincias de Puno y Cusco. Aquí el aire es limpio y fino, y desde el mirador se aprecia el imponente nevado Chimboya (5.489 m). Perfecto para estirar las piernas, hacerse la foto de rigor y llenar los pulmones de altura.
Al fondo, el Chimboya
                    Seguimos rodando por el altiplano y el paisaje cambia de tono. Las montañas se vuelven más verdes, los valles más fértiles y el sol más implacable. En ese contexto de calor seco llegamos al sitio arqueológico de Raqchi, uno de los puntos más interesantes del día.
                    Raqchi fue capital de la nación Kanchis y está presidido por el Templo de Wiracocha, una impresionante construcción levantada sobre lava volcánica. Este templo dedicado al dios creador es de una majestuosidad singular, con sus muros de piedra y adobe que alguna vez alcanzaron más de 14 metros de altura. El complejo incluye también colcas, 152 construcciones circulares que servían de almacenes para grano y alimentos, además de tambos reales y áreas ceremoniales. Se levanta en una zona de colinas formadas por antiguas erupciones del volcán Quinsachata, considerado una huaca (lugar sagrado) principal.
Raqchi
            Entre los restos arqueológicos se percibe todavía la organización social y religiosa de la cultura inca: recintos jerarquizados, viviendas para sacerdotes y zonas dedicadas al culto. Una muestra más de la precisión y espiritualidad andina.
Una de las colcas
            Pero el reloj aprieta y Hugo, nuestro conductor, sigue acumulando kilómetros con una profesionalidad digna de aplauso. El paisaje nos acompaña, cambiante y hermoso.
                    Ya avanzada la tarde, hacemos la última parada antes del destino: Andahuaylillas, donde se alza la célebre Iglesia de San Pedro, conocida como la “Capilla Sixtina de los Andes” (o de “Parú”, según dicen por aquí).
Exterior de la iglesia de S. Pedro
            Su exterior engaña: fachada, aunque algo policromada, austera, piedra sin alardes. Pero basta cruzar la puerta para quedarse sin aliento. El interior es un auténtico festival de color y arte: murales barrocos, techos, de estilo mudéjar, cubiertos de pinturas doradas y motivos florales, santos y vírgenes en tonos brillantes que iluminan las paredes. En el centro, un retablo tallado en madera dorada domina la nave, rebosante de esculturas y relieves que narran pasajes bíblicos.
Nave de la iglesia
                Estas decoraciones, nos cuentan, fueron realizadas con fines didácticos durante la evangelización: imágenes destinadas a enseñar la fe a través de la belleza. Y vaya si lo lograron.
                            Con el atardecer ya encima, retomamos el camino. A lo lejos aparece Cusco, la antigua capital del Imperio Inca. A “solo” 3.400 metros sobre el nivel del mar, el cuerpo parece agradecer el descenso: ¡como si estuviéramos a nivel del mar! (Bueno, es un decir, porque con nuestra llegada las farmacias locales hacen su agosto). 
                Con mucha pena, nos despedimos de Hugo y su autobús, a partir de ahora usaremos otros más pequeños, pues el tamaño para acceder al resto del viaje está más limitado. Gracias, señor conductor
                Nos instalamos, dejamos el equipaje y salimos a dar un paseo por la hermosa Plaza de Armas, iluminada y viva, llena de historia, música y turistas que, como nosotros, sonríen pese al cansancio.
            Y así termina el día:
            Cumpleaños, altura, templos, arte y un nuevo destino conquistado.
            Ahora sí… a ñoñón, que mañana toca seguir soñando. Además, tengo un año más ¡uf!

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Día 22.-Cusco
            Hoy dedicamos el día a descubrir Cusco (o Cuzco), la que fuera capital del Imperio Inca. Su Plaza de Armas, como todas las de Perú, es un hervidero constante de vida: vendedores, turistas, lugareños, música, colores… y presidiéndolo todo, la majestuosa catedral.
        Pero antes de perdernos por sus calles, nos lanzamos a visitar algunos centros arqueológicos que quitan el aliento. Empezamos por Sacsayhuamán, una verdadera fortaleza inca famosa por sus enormes muros de piedra, ensamblados con una precisión milimétrica, sin una gota de mortero. Dicen que algunas de esas piedras pesan hasta 125 toneladas, y aún cuesta creer cómo las movieron desde las canteras cercanas.
        No muy lejos, nos acercamos a Tambomachay, otro prodigio de ingeniería inca. Aquí el agua manda: acueductos, fuentes y cascadas se combinan con muros y nichos trapezoidales en una clara muestra del culto al agua que rendían los Incas.
Detalle de la perfección constructiva inca, en Sacsayhuamán
                Cerramos la ruta arqueológica en el Qoricancha (en quechua Quri Kancha, “recinto de oro”), hoy convento de Santo Domingo, el antiguo Templo del Sol, corazón religioso, geográfico y político del Cusco incaico. Desde aquí se rendía culto al Inti, el dios Sol. Su construcción, de una precisión y belleza asombrosas, debió brillar —literalmente— en sus días de esplendor.
                Después, Maite y yo, emancipados del grupo, decidimos entrar al Museo Inka, ubicado en la llamada Casa del Almirante. Exhibe herramientas, textiles, cerámicas y objetos de la vida cotidiana de distintas regiones del antiguo imperio. Interesante, sí, aunque —siendo sinceros— esperábamos algo más.
Museo Inca
                A la hora de comer, algunos nos reunimos en un garito que está de maravilla. Ya lo dije antes y lo repito: en Perú se come bien, muy bien.
                Por la tarde, nos dejamos llevar sin rumbo por las calles de Cusco, donde se mezclan las piedras incas con las fachadas coloniales, el pasado imperial con el barroco andino. La Plaza de Armas vibra sin descanso: música, procesiones, fuegos artificiales… Resulta que están celebrando la festividad del Señor de los Milagros —oficialmente el 18 de octubre—, pero aquí el mes entero es fiesta.
La plaza de Armas vibra
                Y tras tanta actividad, el cuerpo pide tregua: una cena ligera, más liviana que el pelo de una vicuña, y a descansar.
                    Buenas noches, “allin tuta” 🌙

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Día 23.-Valle Sagrado de los Incas
            🎶 “¡Cumpleaños feliz…!” 🎶
            Hoy le toca a Maite soplar velas imaginarias, porque la tarta, entre tanta altura y apuro, tendrá que esperar a un escenario menos improvisado que el comedor del hotel, falto de la intimidad que requiere el asunto.
            Maletas aparcadas por un par de días, mochilas con mudas para otros tantos, al hombro, y allá vamos, llenos de entusiasmo rumbo al Valle Sagrado de los Incas en unos minibuses que conocen más baches que rectas. Primera parada: Pisac, donde los incas demostraron que sabían más de astronomía que de comodidad en los descensos. Subir no cuesta tanto, pero esos 500 metros bajando dejan las piernas temblando y la dignidad colgando.
                Entre Torreones, Andenes y Relojes del Sol, nos asombra la precisión inca y nos preguntamos si el Inti Huatana servía también para calcular cuánto faltaba para la hora del almuerzo. Al llegar al pueblo, el olor manda: empanadas recién hechas y las inseparables birras Cusqueñas nos devuelven el alma al cuerpo. El mercado, por supuesto, lo recorremos en “modo rayo”, que el tiempo apremia y las artesanías no se van a comprar solas.
Una cuestecica en el camino
                Luego los “bugas” (nuestros fieles y castigados vehículos) nos llevan a Ollantaytambo (2792 m.), donde seguimos el tour con la guía Carmen. Subimos los 150 escalones del sitio arqueológico como si no existiera el oxígeno, admirando las proezas arquitectónicas de Pachacutec, que debió tener más ingenieros que albañiles. Entre monolitos rojos, acueductos, Baños de la Ñusta y otras joyas pétreas, uno no sabe si maravillarse o pedir oxígeno.
Andenes
Sitio arqueológico de Ollantaytambo
                El día termina, cómo no, en otro restaurante del pueblo, donde sin plan ni consenso nos reunimos algunos del grupo —porque el hambre une más que la historia—. Cae la noche entre jugos de mango, risas y piernas que ya no responden. Pero con esto de haber bajado de los 3000 metros de altitud sobre el nivel del mar, parece que estamos recuperando la vida.
            Y así, una vez más, nos rendimos ante el verdadero dios del viaje: Morfeo, que nos acoge sin discusión en su mullida cuna del cansado.

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Día 24.- Machupicchu (montaña vieja en quechua)
        🎶 “¡Cumpleaños feliz…!” 🎶 suena por segunda vez, porque Maite no se libra tan fácil de su homenaje. Esta vez hay vela, tarta y toda la parafernalia, aunque las legañas aún están presentes y el café hace de despertador oficial del grupo.
        Cargados de ilusión, caminamos hacia la estación de Ollantaytambo para tomar el tren rumbo a Aguas Calientes, (o Machupicchu pueblo). El viaje es de postal: el tren serpentea por el Valle Sagrado, con el río Vilcanota de compañero y paisajes que hacen que uno olvide (momentáneamente) el madrugón.
Desde el tren
            Ya en destino, soltamos los trastos de noche en el hotel con la misma devoción con la que un peregrino deja ofrendas a un santo, y sin perder tiempo nos lanzamos a la colosal fila de autobuses rumbo a la ciudad sagrada. La cola parece eterna, una serpiente humana de mochilas, sombreros y resignación, pero funciona como un reloj suizo: buses entrando y saliendo con la precisión de una coreografía mística, transportando a los peregrinos modernos al paraíso… o al menos al paraíso con escaleras.
                La subida es vertiginosa: la carretera se enrosca entre las montañas con una fe ciega en las leyes de la física y una cierta tendencia al suicidio colectivo. Desde la ventanilla se alternan los “¡oh, qué vista!” con los “¡madre mía, qué curva!”, mientras el conductor, imperturbable, parece haber nacido girando en zigzag.
                Y entonces, como si la montaña se abriera en un acto de magia, Machu Picchu se despliega ante nosotros: majestuoso, sereno, suspendido en el tiempo a 2.430 metros de altitud y a varios siglos de nuestra rutina mundana. La postal perfecta cobra vida, lista para recibir a otra horda de visitantes armados con cámaras, palos de selfie y la ilusión de captar el misterio en formato panorámico.
            Nuestra guía —sabia, paciente y con la autoridad moral de quien ya ha visto veinte mil turistas tropezar en el mismo escalón— nos agrupa como a una clase revoltosa en excursión. Escalón arriba, escalón abajo, nos conduce entre piedras milenarias, ruinas enigmáticas y llamas fotogénicas, todo con la misión sagrada de conseguir la foto: esa en la que el Huayna Picchu asoma justo detrás, el sol cae en el ángulo perfecto y nosotros posamos con la cara de quien, modestamente, acaba de descubrir el lugar por primera vez en la historia de la humanidad.
Machupicchu y el Huayna
                La visita transcurre entre templos, terrazas y piedras que encajan con más precisión que un mueble sueco, pero sin manual de instrucciones. Los incas no escribían, pero construían mejor que nadie, y eso queda claro en cada muro. Nos cuentan historias del Asiento de los Incas, del Pueblo Antiguo y del misterioso cóndor tallado, mientras tratamos de no quedarnos sin aire ni batería.
Imágen del pueblo inca
                Terminada la epopeya, bajamos de nuevo a Aguas Calientes, con el alma llena de historia y las piernas pidiendo tregua. El plan de la tarde es simple: empanadillas, jugos tropicales y un pisco sour de cortesía. Todo parece ir de maravilla… hasta que el “sour” empieza a hacer honor a su nombre y uno a uno, cual fichas de dominó, vamos cayendo víctimas de la venganza del estómago andino.
                Así que entre risas, eructos discretos y promesas de “mañana estaremos mejor”, nos despedimos del día: buenas noches desde el ombligo del Imperio Inca, donde hasta el pisco tiene carácter.

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Día 25.-Huayna Picchu (montaña joven en quechua)
                Amanece en Aguas Calientes y el parte médico del grupo no pinta bien: Maite, que ayer soplaba velas, hoy sopla suspiros desde la cama. Yo tampoco estoy para maratones, pero lo mío parece más leve. Con el paso de las horas descubrimos que el mal no viene de los dioses andinos, sino del temido “mal de pisco”, que nos ha dejado a medio grupo haciendo penitencia... por arriba o por abajo.
                Aun así, los más valientes —o inconscientes— decidimos repetir la hazaña: subir de nuevo a Machu Picchu con Carmen, nuestra guía de paciencia infinita. Antes del gran reto, echamos un vistazo a rincones que ayer quedaron en el tintero, y luego… toca Huayna Picchu, esa montaña que desde abajo parece decir “a ver si te atreves”.
El Huayna Picchu entre nubes
                   El cielo anda caprichoso y las nubes juegan al escondite, pero empezamos la subida con ánimo y algo de ingenuidad.
            El sendero arranca entre árboles y humedad, como si la montaña quisiera ponernos a prueba desde el primer paso. Pronto las escaleras se empinan con ganas de venganza, cada peldaño un recordatorio de que la repostería del desayuno no fue buena idea. Hay sirgas para no despeñarse —benditas sirgas, amigas de los que sobran equilibrio y les falta prudencia—, y precipicios que dejan claro que uno no es Spiderman, por mucho que se vista con mallas técnicas y gafas de espejo.
            Las vistas, eso sí, perdonan todos los pecados: horizontes infinitos, nubes al alcance de la mano y un silencio tan solemne que hasta los pájaros parecen andar de puntillas. Cada foto es una excusa para disimular el ahogo, cada parada un pacto tácito con las rodillas.
            Y al fin, la cima. Ángel, Virtudes, Itziar, Pepa y servidor: un equipo de campeones, cada cual con su estilo —unos posan como héroes de anuncio de agua mineral, otros se abrazan al bastón como si fuera un miembro de la familia—. Las piernas tiemblan, el alma se desborda, y en la cara llevamos esa mezcla gloriosa de sudor, orgullo y una ligera sospecha de locura. Porque sí, subir ha sido duro… pero bajar promete ser toda una epopeya.
Con Itziar, cerca de la cima
Virtudes, Pepa y Ángel, en la cima
            Desde allí arriba, rodeados por la majestuosidad impertinente de los Andes y con Machu Picchu desplegado a nuestros pies como una maqueta divina, entendemos por qué esto se cuenta entre las siete Maravillas del Mundo. Espectacular, sublime… y, sobre todo, merecido después del vía crucis de escalones, jadeos y promesas de “ya falta poco”.
        La vista lo compensa todo: el aire parece más puro, el ego más grande, y las fotos, por supuesto, infinitamente más heroicas. Uno casi espera que suene música épica de fondo, o que aparezca un dron filmando la escena en cámara lenta.
            Pero como todo lo que sube —y no siempre con elegancia—, también baja, iniciamos el descenso. Y claro, no podía ser un descenso cualquiera: pasamos incluso por una cueva, porque aquí nada es sencillo ni lógico.
        Durante un buen tramo creemos que el resto del grupo se ha rendido, devorado por la selva o abducido por alguna llama mística. Error: también llegaron, solo que por el camino que no coincidía con el nuestro. Que cada cual viva su aventura, pensamos, mientras comprobamos que, efectivamente, la gravedad es una fuerza más traicionera bajando que subiendo.
Paisajes desde la cima
Descenso
            De vuelta al hotel, reencontramos a los caídos por el “virus del pisco”, acurrucados en los sillones como héroes heridos. Los supervivientes nos ganamos el almuerzo en un garito cercano, y tras el tren de regreso a Ollantaytambo y el bus a Cusco, recuperamos el equipaje… y la dignidad digestiva.
        Cusco sigue a lo suyo, los fuegos artificiales iluminan la plaza de Armas y para nosotros, el día termina en calma. Sin brindis ni piscos esta vez, por si acaso. Solo el dulce placer de volver a respirar (literalmente) y dormir como incas satisfechos.

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Día 26.-De nuevo en Cusco
                Después de tantos días de trote andino, el simple hecho de no tener que saltar de la cama al amanecer nos parece un lujo digno de emperadores incas. Cusco sigue de fiesta con el “Señor de los Temblores”, ese santo que, según cuentan, detuvo un terremoto en 1650… aunque, viendo la lista de seísmos posteriores, parece que el hombre se tomó unas largas vacaciones.
Sigue la fiesta
            Maite y yo —y seguro que el resto del batallón también— dedicamos la jornada al noble arte del souvenir estratégico, comprando artesanías para hijos, nietos y amigos, porque el cariño se mide en kilos de equipaje. Vagamos sin rumbo por las calles empedradas hasta llegar al encantador barrio de San Blas, donde la artesanía cobra vida en cada esquina y los talleres huelen a madera y paciencia. Allí, para redondear el momento, nos encontramos con Araceli, Itziar y Alicia, tan enfrascadas en sus compras y regateos que parecía que llevaban toda la mañana negociando el PIB de Perú.
Barrio de San Blas
            Rematamos la jornada en el mercado de San Pedro, que dicen fue diseñado por Eiffel —sí, el de la torre—, aunque aquí el acero se sustituye por montañas de fruta, telas coloridas y olores que marean (para bien).    
La paz regresa a Cusco
            Al caer la noche, Cusco baja el ritmo y nosotros también. Toca recogerse en el hotel, hacer las maletas en “modo avión” y despedirse del día con esa mezcla de cansancio, satisfacción y nostalgia que, poco a poco, deja un viaje que está siendo puro arte, historia… y alguna que otra digestión memorable.

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Día 27.- Lima
            Tras el desayuno, un par de minibuses nos llevan al aeropuerto de Cusco, que, dicho sea de paso, está tan cerca que casi podríamos haber ido andando… si no fuera por el pesado equipaje, el cansancio y la pereza acumulada.
            Y claro, en estos últimos días todo no podía salir rodado: ¡overbooking! Algunos del grupo se quedan en tierra y los de la compañía prometen que volarán “en el siguiente” (frase que suena tan tranquilizadora como “enseguida sale el jefe”). Ya sentados en el avión, vemos aparecer a los rezagados: aplausos, vítores, ovaciones… ¡solo falta la banda! Eso sí, Virtudes e Itziar siguen sin subir: volarán algo más tarde, pero llegarán, que de eso no hay duda.
            Aterrizamos en Lima en poco más de una hora. Primera misión: soltar el equipaje en el hotel, situado en Miraflores. 
                Entre bocinazos, caos y filosofía peruana al volante, llegamos a media mañana. Desde allí, el mismo bus nos lleva al centro histórico, avanzando metro a metro entre coches, motos y algún turista despistado.
Edificio en Lima
            Eso sí, no estamos todos. Ángel y Araceli se han quedado en la Embajada de España, intentando conseguir un salvoconducto para que ella pueda regresar a Casa: el pasaporte se perdió hace días, y ya se sabe… en los viajes, si algo puede perderse, se pierde.
            Los “supervivientes” nos vamos a la Plaza Mayor (o de Armas), el mismísimo corazón de Lima, donde Pizarro fundó la ciudad en 1535. La plaza impone: el Palacio de Gobierno, el Palacio Arzobispal, la Catedral… y nosotros, que intentamos entrar en esta última, pero justo están celebrando. El museo queda descartado: entre el vuelo y el hambre, no estamos para mucho arte sacro.
En la Plaza Mayor. Detrás, la Catedral
            Nos vamos al Palacio de Gobierno para presenciar el Cambio de Guardia, que, dicho sea de paso, empieza puntual y dura más que una sobremesa española. El edificio, elegante, y de un neobarroco algo afrancesado, ocupa el mismo solar donde vivía el último emperador inca. Pizarro, tan práctico él, mandó construir su palacio justo encima. Luego vinieron terremotos, incendios y reformas, y lo único que queda del original —dicen— es un árbol que plantó el propio Pizarro. Menos mal que al menos el árbol no sufrió overbooking.
Palacio del Gobierno
                Y comienza el espectáculo: uniformes azul y escarlata, pasos marciales, trompetas que interpretan desde tangos hasta “El Danubio Azul”, y soldados que salen de cada puerta como si los clonaran. El show es curioso, solemne… y eterno. Al cabo de un rato, con las piernas en huelga y la paciencia al límite, decidimos batir retirada antes de convertirnos en estatuas humanas.
El cambio de guardía
                Así que, con la solemnidad aún sonando de fondo, nos vamos en busca del restaurante recomendado por nuestro “Ángel”, que nos escribe por WhatsApp: siguen esperando el salvoconducto. Nosotros, por nuestra parte, comemos de maravilla, porque si algo no defrauda en este país, es la comida: nos damos un homenaje que requiere una siesta de altura.
Buen provecho
            De vuelta al hotel, recuperamos equipaje y… sí, inventamos la siesta peruana de supervivencia turística. Algunos caemos rendidos, otros se duchan, y alguno incluso intenta “ordenar la maleta”, ese mito del viajero que jamás se cumple.
            La jornada culmina con La Cena, en mayúsculas y con emoción. La cena de despedida. Postres, brindis y discursos sentidos. Hay quien se emociona, quien improvisa, y quien aprovecha para recordar que Ángel, nuestro guía de Banoa, se ha ganado el cielo: ha lidiado con madrugones, carreteras imposibles, overbooking, pasaportes fugados y dieciocho almas con distinto humor y altitud.
            Finalmente, Ángel toma la palabra. Agradece la paciencia, la alegría, los madrugones y los tragos de mate de coca. Su discurso es tan sincero que terminamos brindando con la última gota de...
                Mañana toca volver a casa… aunque, conociendo al grupo, seguro que aún nos da tiempo para un último garbeo o, quién sabe, para otro overbooking.
                Buenas noches.

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Día 28.- Barrio Barranco y vuelta a casa
                El equipaje ya está en modo “vuelo internacional”, es decir: cerrado a presión, con la cremallera a punto de rendirse y con los recuerdos de Perú haciendo equilibrio entre las camisas. Lo dejamos en el maletero del hotel y, en armoniosa procesión turística, seguimos los pasos de nuestro infatigable Ángel rumbo al barrio de Barranco, ese pedacito bohemio de Lima donde el arte, el color y la nostalgia conviven con el salitre del Pacífico.
Playa en Barranco
        Barranco es una delicia. Calles adoquinadas, casas coloridas, murales que compiten con los del mismísimo Berlín y miradores que se asoman al océano con aire melancólico. Es un barrio con alma, de esos que envejecen sin perder el encanto, como los buenos viajeros.
Por el barrio de Barranco
        El paseo nos lleva al famoso Puente de los Suspiros, escenario de amores, leyendas y pulmones al límite. Dicen que si lo cruzas aguantando la respiración y pides un deseo, este se cumple. Yo, por si acaso, lo cruzo sin respirar, aunque confieso que mis deseos ya vienen un poco cansados de tanto vuelo, tanta altura y tanto madrugón.
Puente de los Suspiros
        Seguimos caminando, con el océano como testigo silencioso, mientras el arte callejero se despliega por cada esquina. En una pared, Chabuca Granda nos sonríe en un mural homenaje por el centenario de su nacimiento. En otra, la Bajada de los Baños (también llamada de Oroya) se viste de mil colores y frases inspiradoras. 
Oroya
Arte callejero
            En alguna pared, el mural con alas es utilizado por alguno del grupo para convertirse en ángel, y Ángel no hay más que uno. 
Ángel con alas
            Barranco es una explosión visual y emocional, un cierre de viaje que parece decir: “¿Ves? Por eso no querías irte todavía.”
            Pero el reloj no perdona. Regresamos al hotel, recogemos las maletas y nos dirigimos al aeropuerto. Facturamos sin sobresaltos —ya era hora— y subimos al avión con esa mezcla de cansancio, satisfacción y nostalgia que solo dejan los grandes viajes.
            Doce horas de vuelo por delante. Entre sueño y sueño, alguna película y el menú de abordo (que siempre parece mejor cuando estás sentimental), el tiempo pasa volando —o eso queremos creer—.

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            Y al fin, Madrid. Día 29. El viaje termina, pero el recuerdo se queda. En la terminal nos abrazamos, unos siguen al norte, otros al sur, otros a donde el destino nos llame. Son abrazos largos, de esos que dicen “nos vemos pronto” aunque todos sabemos que no será tan fácil.
            Pero algo queda: las risas, las anécdotas, los paisajes, los amigos nuevos y ese guiño cómplice que te deja un buen viaje.
            Hasta siempre, amigos y amigas.
            ¿Nos vemos en el próximo destino… o en el próximo deseo del Puente de los Suspiros? ✈️✨
            En el baile de la jota aragonesa, que de joven practiqué, la última copla que entonan los cantadores comienza con:

🎶🎶Allá va la despedida...🎶🎶
            Y así, con el corazón aún latiendo al ritmo de la quena y el tambor, y los recuerdos mezclándose con el aroma del café peruano, llegamos al final de este viaje. Han sido días intensos, de paisajes que cortan la respiración —y no solo por la altura—, de risas compartidas, de madrugones que se olvidaban en cuanto el sol asomaba tras los Andes, de historias que aún resonarán cuando el tiempo las cubra de nostalgia.
            Hemos recorrido un país inmenso y diverso, desde los desiertos de Nazca hasta los picos nevados de la Cordillera Blanca, desde la blancura luminosa de Arequipa hasta la solemnidad de Cusco, desde el misterio de los templos incas hasta el azul sereno del Titicaca. En cada rincón, el Perú nos ha ofrecido su alma: sus gentes amables, su historia profunda, su cocina que reconcilia el cuerpo con el espíritu, su mezcla perfecta entre lo sagrado y lo cotidiano.
            Pero más allá de los lugares —que son muchos y hermosos—, lo que de verdad ha hecho grande este viaje han sido las personas. El grupo: dieciocho almas que, venidas de distintas tierras, supieron convertirse en una sola familia viajera. Compartimos la sorpresa, el cansancio, el humor, las canciones improvisadas y hasta las pastillas contra el mal de altura. Cada uno aportó algo: una sonrisa, una ocurrencia, una mano cuando el camino se empinaba.
        Y, por supuesto, Ángel. Nuestro guía, nuestro cómplice, nuestro "ángel de la guarda". Con su serenidad, su paciencia infinita y su capacidad para convertir cada imprevisto en una anécdota, ha conseguido que todo fluyera, incluso cuando el destino (o las aerolíneas) parecían conspirar. Su entusiasmo y profesionalidad han sido el hilo invisible que ha tejido este viaje de principio a fin.
            Regresamos a casa con el alma más ancha, con los ojos llenos de paisajes y el corazón repleto de nombres, de voces, de momentos. Soy consciente de que un viaje no termina cuando el avión aterriza, sino cuando la memoria deja de recordarlo… y este, lo sabemos, no se olvidará fácilmente.
            Así que, mientras el autobús, de vuelta a casa, recorre la carretera, cierro los ojos y pienso que el verdadero tesoro del Perú no está solo en sus montañas o sus templos, sino en lo que deja dentro de cada uno de nosotros: una huella profunda, luminosa, humana.
            Gracias, compañeros, gracias compañeras. Gracias, Ángel. Gracias Perú.
            Nos encontraremos de nuevo… en algún camino, bajo otro cielo, con el mismo espíritu de quienes saben que viajar no es solo moverse, sino vivir. ✨







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