Poco a poco se nos va este verano, que de duro ha tenido lo suyo y de abrasador lo demás, con récords de temperatura que hicieron sudar hasta las piedras. Y antes de que la nieve nos ponga encima su edredón blanco, conviene aprovechar los senderos, no vaya a ser que la próxima caminata toque hacerla con raquetas.
Los amigos de Esbarre, almas inquietas donde las haya, nos han preparado esta ascensión que Maite y un servidor ya conocíamos de otra faena (
dejo aquí enlace), aunque ella, en esta ocasión, ha quedado en casa. El pico, que se asoma al Valle de Oza con la pinta de proa de barco pirata, invita descarado a subir a bordo y zarpar por los mares pirenaicos.
Reclutado en Huesca, el comandante que fuere de esta tropa, nos juntamos una veintena de alegres aventureros que, tras la obligada parada técnica para café (y otros menesteres de discreto silencio), embarcamos en un bus camino de la Selva de Oza. Créeme, meter semejante artefacto por la angostura de la Boca del Infierno no lo hace cual
quiera: se necesita la mano fina de un piloto de Fórmula 1, aunque aquí respondía al nombre de José Carlos.  |
En la Boca del Infierno |
Descabalgamos en “La Mina”, (1210 m.) que suena muy bucólico, pero que antaño fue lugar de picar plata, cobre, hierro y lo que se terciara: galena, calamina y hasta algún disgusto. Hoy, más pacífica, la zona sirve de rampa de lanzamiento para explorar los tesoros de los Valles Occidentales, y allí que vamos.
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En La Mina, antes de arrancar |
Y venga, ¡al lío!: modelito montañero, un poco de crema solar (que luego la cara parece farola), foto inaugural para la posteridad, y enfilamos la senda del GR.11 con más ilusión que técnica.
El arranque, entre helechos, parecía sacado de un anuncio de champú natural, salvo porque esas hojas son el chalé favorito de las garrapatas. Menos mal que, por lo visto, hoy las muy señoritas han decidido hacernos el feo y no engancharse a ningún esbarrista.
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Entre helechos |
A los pocos minutos, los helechos desaparecen y se abre un prado majestuoso, con vacas pastando frente al refugio pastoril de Saburcal (1420 m.). Nos miran con la misma cara con la que tú miras el telediario: ya ni extrañeza les provoca ver pasar mochileros sudorosos como nosotros.
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Refugio de Saburcal |
Nos despedimos de las vacas —esas sí que saben vivir, con su estrella Michelín de hierba fresca— y empezamos a ganar altura por el Saburcal, paso a paso, sin prisa pero sin pausa. Una miradita atrás y ya asoma, solemne, el Castillo d’Acher (o d’Atxer, según lo pedante que se ponga uno). Una fortaleza de piedra que la madre naturaleza cinceló como quien no quiere la cosa, y que parece estar ahí para recordarnos lo pequeños que somos y lo mucho que nos gusta sufrir cuesta arriba.
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Castillo d´Acher |
Alcanzamos el desvío al dolmen de Ferrerías (1550 m.). Esta vez pasamos de largo, no por falta de ganas arqueológicas, sino porque sinceramente, distinguir ese dolmen entre la maleza es como intentar reconocer a un vecino con mascarilla, gorra y gafas de sol.
Las nubes que nos han saludado al comienzo, poco a poco van hacia otros lugares. La senda, que hasta ahora tiraba alegremente hacia el noroeste, empieza a girar hacia poniente. Y ahí está, nuestro objetivo mostrando todo su casco de proa a popa: imponente, con su pared que impresiona más de cerca que de postal, y con altura suficiente para ponernos en nuestro sitio. Bajo ella, un sarrio nos observa. A diferencia de las vacas de abajo —más curiosas que prudentes—, este caballero del monte mantiene la distancia reglamentaria. Y hace bien: cualquiera se fía de veinte humanos jadeando y cargados con mochilas, que vistos desde fuera debemos de parecer un rebaño de caracoles despistados.
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De proa a popa |
Seguimos dándole a la pata, que esto de subir parece no acabar nunca, pero al menos la montaña se digna a entretenernos con espectáculo visual de primera. Poco a poco, conforme ganamos altura y resoplidos, se nos van desplegando los relieves del barranco de Acherito, un verdadero catálogo de picos afilados y collados: desde el Sobacal hasta el Petraficha, todos en fila. Y como guinda, al fondo del barranco, tras el Mallo Acherito y su puerto, asoman las espectaculares Agujas de Ansabère, como si fueran los guardianes del paisaje, altivas, delgaduchas y con pinta de decir:
“hala, seguid subiendo, que todavía os queda”.
Seguimos avanzando y, a la izquierda, aparece una fuente que en pleno estío mana menos que nevera de soltero: unas goticas tímidas y gracias. En ese momento, una esbarrista decide que su ascensión ha llegado hasta ahí. Y como en toda buena expedición siempre hay un alma noble, Ricardo —que en otra vida debió de ser ángel de la guarda con walkie de serie— baja a acompañarla.
El resto continuamos la marcha, ya sin prados idílicos: ahora toca una canal pedregosa que sorteamos con más estilo del que probablemente tenemos, pero amigo, cada cual se apunta su mérito.
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No todo es prado |
Allá arriba ya se ve el collado de Petraficha (1965 m.), pero como sabemos que allí sopla más viento que en la ventanilla de un descapotable, decidimos parar antes, dar un respiro a las piernas y de paso zampar un tentempié, que el estómago también escala.
Cuando arrancamos de nuevo, Ricardo nos comunica por el walkie que la moza se ha rehecho y que ambos tiran para el collado. ¡Bravo, recuperación milagrosa en directo! Nosotros lo alcanzamos en pocos minutos y el paisaje que se abre ante los ojos es un aperitivo de lo que nos espera en la cima. Lo que de verdad nos deja con la boca abierta es la esquizofrenia orográfica del lugar: por un lado, la montaña se desploma en vertical hacia la Selva de Oza, y por el otro se desliza suave y amistosa hacia Zuriza, como si no quisiera asustar a nadie. A nuestra derecha asoma el pico Petraficha y un poco más allá el Gamueta.
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Collado de Petraficha |
Aquí abandonamos la GR.11, girando al sur por un sendero tan discretito que casi pide perdón por existir. Nada de aquel jardín de lirios que emocionó a Maite en otra ocasión: esta vez toca un paisaje sobrio, pero no menos hermoso, que demuestra que la montaña no necesita florituras para impresionar.
Conforme seguimos subiendo, la senda empieza a jugar al escondite: se difumina, se esconde, se deja de ver… pero bueno, uno ya se fía más de la intuición (y del instinto de manada) que de las marcas de pintura. Así, apuntamos a la loma desde la que ya se adivina la proa a la que hacíamos referencia al principio: Hemos alcanzado la cumbre del Chipeta Alto (2175 m).
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En busca de la cima |
Y claro, surge la pregunta del millón: ¿qué altura tiene el bicho? Los mapas y el GPS coinciden en 2175 metros. Pero aquí arriba, en una placa metálica, bien grabadito, pone 2189 metros. ¡Cáspita! Misterio resuelto al leer la autoría: es de un club montañero de Bilbao. Y ya se sabe… allí las cosas siempre tiran a lo grande.
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Placa vasca |
Pero vamos, metro arriba o metro abajo, lo que importa de verdad son las vistas. Y qué vistas: un balcón natural que te deja sin aliento (y no solo por la subida). A un lado, el valle de Guarrinza y la línea fronteriza de los puertos de Palo y la Cunarda, con sus picos desfilando en formación. Al otro, los colosos de los Valles Occidentales: el Castillo d’Acher, el Bisaurín, el Agüerri y la sierra de Secús. Más allá, la sierra de Lenito, Peña Forca, y esa muralla espectacular que forman los Alanos, toda ella crestas de calendario montañero.
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Los colosos del valle |
Giramos la vista al norte y aparece el ibón de Acherito, custodiado por un séquito de murallas: el Pic du Lac de la Chourique, el Larraille, la Brecha de Hanas… Difícil nombrarlos a todos sin acabar como el presentador de Eurovisión, pero imposible no mencionar algunos míticos: la Mesa de los Tres Reyes, el Mallo Acherito, el Petrechema, las Agujas de Ansabère y, más allá, los inconfundibles gigantes Midi d’Ossau, Anayet y Vértice. Un verdadero desfile de cumbres, cada cual más fotogénica, que convierte este Chipeta Alto en palco VIP del Pirineo. Y, como no, el ibón de Acherito protegido por las escarpadas murallas fronterizas como el Pic du Lac de la Chourique, el pico Larraille y la Brecha de Hanas.
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Ibón de Acherito |
En esto aparece Ricardo, que ya había dejado a la amiga en buen recaudo en el collado, como buen caballero andante con botas de montaña. Toca sesión fotográfica: foto va, foto viene, foto de grupo en la cima.
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En la cima |
Pero la cima no da de comer (ni de beber), así que emprendemos la bajada por nuestros propios pasos. Unos tiran por delante para acompañar a la esbarrista, el resto lo hacemos con calma, dejándonos llevar por la pendiente hasta el collado. Un poco más abajo, por fin, llega el momento más esperado por estómago y corazón: el sustento. De cada mochila brotan viandas que parecen sacadas de un concurso de tapas pirenaicas, cada cual más variada y apetitosa.
La cosa, regada con la bota de vino del de Jaulín —él, que quede claro, porque el vino es de Cariñena, no vayamos a confundir la denominación de origen— y con el día espléndido que nos ha tocado, se convierte sin duda en uno de esos instantes de gloria que justifican toda la sudada previa.
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Es momento de comer |
De aquí hasta abajo repetimos el mismo camino que a la subida, solo que ahora, al cambiar la dirección, el paisaje nos regala lo que antes llevábamos a la espalda. Y qué diferencia: parece que la montaña nos dice
“ala, ahora sí, miradme bien que os dejo”. En el llano bajo las paredes del Chipeta Alto, el espectáculo lo ponen unas marmotas correteando entre hierba y rocas, como si fueran las animadoras oficiales de la bajada.
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De bajada |
Ya en el fondo del valle toca el clásico “lavado del gato”: algunos optan por refrescar los pinreles en las aguas del Aragón Subordán, terapia de choque que despierta hasta al más traspuesto. Todo con un objetivo claro: llegar a Hecho presentables para el rito final de toda excursión que se precie —las jarras de cerveza—. Y vaya si estaban frescas… y ricas. Tanto, que uno casi se olvida del desnivel acumulado. En el cielo, las nubes se dejan querer por el sol, acabarán descargando su ira, pero nosotros ya habremos partido a casa.
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Preludio |
Ha sido una gran ruta, exigente en lo físico y conmovedora en lo personal. El Chipeta Alto nos ha regalado sudor, risas, paisajes y ese sentimiento de plenitud que solo da la montaña cuando uno alcanza la cima. Pero allí arriba, mientras la mirada se perdía hacia el oriente, me resultaba imposible no volar también con el pensamiento hasta Gaza.
Más de 65.000 almas segadas en un genocidio que continúa impasible, mientras el verdugo —Netanyahu— sigue descargando bombas sobre mujeres, niños y ancianos. Y mientras tanto, aquí, en mi propio país, los políticos entretienen su tiempo en debates semánticos sobre si es genocidio o no, como si el dolor dependiera de una etiqueta. Entre palabra y palabra, siguen muriendo personas: a bombazos, de hambre, de enfermedades… vidas apagadas en medio de una indiferencia global que estremece.
Y uno, desde la cumbre, siente a la vez gratitud por poder estar allí, en libertad, con amigos, disfrutando de la belleza del Pirineo… y rabia porque en otros rincones del mundo esa misma libertad y esa misma belleza les está siendo robada a sangre y fuego.
Quizá por eso, al bajar del Chipeta Alto, con el corazón todavía agitado, la ruta no quede solo en la memoria como una jornada montañera exigente y hermosa, sino también como un recordatorio de que el privilegio de subir y contemplar en paz no es universal. Ojalá algún día lo sea.
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