Día 6 de abril de 2025
No hace mucho, mientras dábamos buena cuenta de unos días de asueto levantino —ya sabes, homenajeando al Mediterráneo como se merece, con sol, arroz y siesta. Bueno, y alguna caminata—, nos llegan noticias de que los, como dice Richi, irreductibles amigos de Esbarre andaban dale que te pego con esta travesía. Y claro, uno, que es humano y, no sé si por envidia o por no perder comba, se revuelve en el sofá y le suelta a Maite, con tono de conspirador:
—Oye, el domingo anuncian buen día... ¿nos marcamos un "p’allá"?
Y Maite, que para estas cosas no se anda con rodeos:
—¡Hala pues!
Total, que servidor se pone en modo “influencer de montaña”, se zambulle en la red correspondiente, pilla rutas de aquí y allá, las mezcla como si fueran un gin-tonic de sábado noche, y nos lanzamos a la aventura, a lomos del buga, rumbo a la siempre majestuosa Sierra de Guara, más concretamente a la Belarra.
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Sierra de Guara (cara norte) |
Conduzco, y aunque voy ojo avizor con la carretera y los coches que adelantan como si no hubiera mañana, no puedo evitar echarle un ojo (el bueno) al paisaje. Porque el viaje hacia Huesca es un espectáculo: campos verdes como si les hubieran pasado un filtro de Instagram, gracias a unas lluvias recientes que han dejado todo como recién duchado.
Y por si fuera poco, los embalses, Arguis y Santa María de Belsué, rebosando agua y gloria, nos saludan al pasar como diciendo: “Agüita vais a tener, muchachos.” Vamos, que ya sabemos que en esta ruta, el líquido elemento va a ser más protagonista que el pelo del Trump.
El buga, fiel compañero de fatigas, se queda paciendo tranquilamente en el parking de Lúsera, como un corcel moderno al que le toca descansar mientras los humanos sudamos la camiseta. Y sin más dilación que la necesaria para atarnos los machos (léase: botas, cordones, moral) y embadurnarnos de crema solar, nos lanzamos al sendero siguiendo las indicaciones de un cartel.
Los primeros metros, ya conocidos de otras andanzas, nos conducen por la margen derecha del barranco de la Tosca (o Alaña). Y lo que decía antes del agua no era hipérbole de entusiasta: lo del protagonismo hídrico va totalmente en serio. La criatura líquida baja con alegría, empujada por las lluvias recientes y el deshielo, como si tuviera prisa por llegar a alguna parte, formando bonitas cascadas como la de la Toba. Y en su camino, se entretiene formando pozas aquí y allá, verdaderas joyas naturales donde el agua descansa, se arremolina y presume de transparencia.
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Cascada de la Toba |
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Toda una especialista en el arte de cruzar por vado |
Al fondo se adivina la silueta de los escarpes esculpidos por la erosión del agua. Poco a poco vamos ganando altura, sin prisas, pero sin pausa, mientras el sendero se abre camino entre robles que, todavía desnudos, parecen estar aguardando con paciencia a que la primavera les regale su nuevo atuendo. A nuestro paso, empiezan a asomar las primeras flores de la temporada, como si quisieran darnos la bienvenida: narcisos en tonos amarillos y blancos que salpican el suelo como pequeños soles y lunas, y delicadas prímulas acaulis, que se asoman tímidas entre el verde. El silencio en el camino tiene premio: vemos una cabra, una raposa y, creemos, un jabalí (o algo que se movía con mucha prisa y poco interés en saludar). Así es la soledad en la montaña, que hasta la fauna se anima a hacer acto de presencia.
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Narciso de flor blanca |
El aire huele a limpio, a tierra húmeda y a promesa de buen tiempo. El murmullo del agua, el susurro del bosque, el canto juguetón de los pájaros… todo se confabula para crear una atmósfera tan serena, tan bonita, que por un momento uno no sabe si está caminando por la sierra o por un rincón discreto del paraíso.
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Caminando... |
Llegamos a un cruce donde un rústico cartel señala el camino a Usieto. Pero no, lo nuestro va por otra dirección —que bastante lío tiene ya uno con orientarse, como para irse por donde no toca—, así que seguimos rumbo este, con paso alegre y las piernas empezando a sospechar que esto no era un paseo por el parque.
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¿A Usieto? Esta vez no |
Pronto cruzamos una zona conocida como Las Planas, que de planas tiene lo justo. Dos enormes mojones de piedra, nos hacen levantar la vista y ahí está: la torre de la iglesia de Ibirque asomando en el horizonte, como quien dice “aquí sigo, aunque sea en ruinas”. Y para allá que vamos, con un pequeño repecho que pone a prueba las piernas.
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Para no perderse. Al fondo se ve Ibirque |
Ibirque, como tantos otros en esta tierra, es un pueblo que hace tiempo cerró la persiana. Las calles, tomadas por las zarzas, tejados vencidos por el tiempo, maderos apuntando al cielo como si buscaran respuestas... y ese silencio. Un silencio espeso, bonito, que no incomoda, sino que abraza.
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Testimonio de un tiempo pasado |
Nos sentamos junto a lo que queda en pie de la iglesia de San Martín de Tours. Y, como manda la tradición no escrita del senderismo, sacamos el plátano. Ese plátano que, por algún extraño pacto ancestral, se convierte en el almuerzo oficial de cualquier caminata.
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Un alto en Ibirque |
Mientras descansamos, el paisaje se despliega ante nosotros como un cuadro de lujo: el Tozal de Guara, que sigue con nieve, domina la escena con su hermano pequeño, el Fragineto, a un lado. Y si uno afina la vista, asoma también el Borón, muy discreto él, espiando tras la Gabardiella.
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Tozal de Guara |
Pero claro, por muy bien que se esté aquí en la solana, no hemos venido solo a sestear. Así que nos calzamos de nuevo la motivación, retrocedemos unos metros y tomamos el GR-16, sendero que baja con alegría —y con alguna que otra piedra traicionera— por el barranco Ortato, que vadeamos con estilo. Más adelante, el barranco de Cambón nos recibe con sus cascadas rugiendo como si nos quisieran impresionar. Y vaya si lo consiguen.
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Barranco de Cambón |
Seguimos el descenso con más cuidado que un gato en una cristalería, porque aquí no solo corre el agua por el barranco, no... también ha decidido tomar el sendero como autopista, formando charcos, regueros y alguna que otra trampa fangosa que amenaza con quitarnos las botas de un tirón. Aun así, avanzamos con dignidad (más o menos) hasta enlazar con la GR-1, senda que en este tramo une Nocito con Lúsera, y que nosotros, con toda la lógica del mundo, tomamos en dirección oeste.
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Senda con agua |
Ahora empieza un ascenso continuo, de esos que no son criminales pero sí puñeteros, porque las piernas ya llevan su tute y, como suele pasar a ciertas edades, el motor sigue funcionando pero en modo eco. Vamos más lentos, sí, pero con estilo.
Alcanzamos el collado Barbero —del apellido no preguntes, que no venía con nota aclaratoria— y casi sin darnos cuenta, ya estamos en el de Santa Coloma, en las faldas del Tozal de Manzanera, que nos mira desde arriba como diciendo “¿a ver si os creíais que esto se acababa ya?”.
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De bajada |
A lo lejos ya se ve Lúsera, ese oasis de coche aparcado y ropa seca. Pero, ¡ay!, aún queda camino. Desde aquí la senda se despeña en varias lazadas de esas que te hacen pensar que estás avanzando cuando en realidad das vueltas como peonza. Vamos perdiendo altura con cada zancada hasta encontrarnos con el barranco de Santa Coloma, y después, como quien repite de postre, volvemos a vadear el de la Tosca, que parece haber dicho “si os gusto, aquí me tenéis otra vez”.
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Se adivina Lúsera |
Y ya casi, casi estamos. Como el pueblo lo hemos visitado en varias ocasiones, y el cansancio empieza a hacer acto de presencia con voz grave y dolor de rodillas, tomamos un atajo que, dicho sea de paso, los jabalíes lo han dejado bien labrado. Pero bueno, cumple su función, y en un santiamén nos deja de vuelta en el punto de inicio.
Fin de ruta y... a casita.
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Nota.- Recuerdo a quienes hacéis algún comentario, la posibilidad de identificaros, pues me es imposible contestar, agradecer, debatir... "hala pues".
Qué bonita excursión. Guara inagotable. Qué bien la describes. Un abrazo,
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