Día 17 de mayo de 2025
Nuestros planes para esta jornada iban por otros derroteros, más de por aquí… pero claro, entre las lluvias recientes, el deshielo de las nieves —que este invierno no se anduvo con tonterías— y el buen día que anuncian, va y le digo a Maite, con la ceja arqueada:
—¿Y si dejamos el erial para los lagartos y nos vamos a por unas aguas más bravas que las de por aquí? Ni que decir tiene que Maite, a estas alturas, no necesita ni pensárselo. Faltaría más.
Así que, para pillar la ruta antes de que empiece el desfile turístico —porque este valle, bonito es, pero solitario no tanto—, cogemos el buga y ponemos rumbo a Torla a dormir. Que ya nos veremos con el gentío… más tarde.
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Torla |
Con cuatro grados de temperatura y un cielo más claro que nuestras intenciones, llegamos al parking de la pradera de Ordesa. Pero antes de lanzarnos monte arriba como cabras motivadas, hacemos una parada técnica en el garito de “La Pradera”. Un “café con algo”, pedimos, porque venimos en ayunas y no es plan de empezar la caminata con el depósito en reserva. Que una cosa es amor por la naturaleza y otra, tentar al mareo en plena subida.
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A desayunar |
Tras dedicarle una mirada respetuosa —casi de reojo, como quien saluda a un viejo conocido que impone lo suyo— al Tozal del Mallo, nos ponemos en marcha. Cruzamos el río Arazas por el "Puente de los Cazadores". El paso la senda del mismo nombre está cortada por riesgo de desprendimientos.
Nuestro sendero discurre por la margen izquierda del río, adentrándose en un hayedo de esos que parecen de cuento… pero sin brujas. Solo hay paz, sombras frescas y ese silencio que casi te pide que bajes la voz por respeto.
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Una mirada |
"Soy la "Piedra de las Siete Faus". Ya no me acuerdo desde cuando me llaman así, pero debía ser hacia 1918 cuando el Valle de Ordesa fue declarado Parque Nacional y los guardas me tomaron como referencia. ¡En cuantos de sus escritos, aparecía! Por entonces, sobre mí, crecían siete añosas hayas, no muy recias, pero sí altaneras, en fin, ¡tenía una bella figura! Me gustaría volver a ser de apariencia musgosa y cuidar de las hayas que solo quieren tocar el cielo."
Dejamos atrás el pedrusco —que ya ha tenido su momento de gloria— y seguimos el camino, que ahora decide cambiar de orilla cruzando el puente de Arripas. Pero ojo, que antes toca detenerse un momento (y bien merece la pena) para admirar la cascada homónima, la primera de las muchas joyas líquidas que nos tiene preparadas el río Arazas. Un río que hoy no se anda con chorrillos, no: aquí el agua baja con ganas, haciendo ruido y espectáculo como si supiera que es la estrella del día.
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Cascada de Arripas |
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Cascada de la Cueva |
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Rugido del Arazas |
Y entonces, zas, llegamos al mirador de la Cascada del Estrecho. El nombre ya da una pista: el agua sale disparada como si la hubieran escupido de entre unas rocas talladas a golpe de paciencia por el propio río, que debe tener alma de escultor. El sitio, eso sí, tiene una armonía casi teatral: un cañón retorcido, unas bóvedas naturales y un rincón que parece reservado para citas con la belleza íntima, salvaje y, cómo no, con banda sonora de agua desatada.
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Abandonamos este rincón —con cierta pena, pero esto es ruta, no mudanza— y tomamos el camino habitual que sube al Circo de Soaso. Ya se empieza a notar la presencia de los menos madrugadores: unos con pinta de montañeros de verdad, otros con pinta de que se han perdido buscando el chiringuito. Es la clásica ruta hacia el Monte Perdido, pero también la de los que venimos a disfrutar de uno de los valles más espectaculares de esta piel de toro… y, de paso, a esquivar a quienes creen que esto es el paseo marítimo de Salou, versión pirenaica.
El sol ya asoma con alegría, así que toca despojarse de la ropa de abrigo. Que sí, que esta mañana hacía rasca, pero ahora el calorcito aprieta y no está uno para sudar por estética.
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Ha llegado el astro rey |
Esa sombra mágica nos conduce —casi sin que lo notemos— a uno de esos rincones que explican sin necesidad de palabras por qué esta ruta está más trillada que la cuesta de enero: Las Gradas de Soaso. Aquí las cascadas bajan una tras otra, en fila india, pero sin perder estilo, como si estuvieran en una pasarela acuática compitiendo amigablemente por el título de Miss Catarata 2025. Cada una con su pose, su estruendo y su caída estratégica, dejando claro que no necesitan filtros de Instagram para impresionar. Es una coreografía de agua y piedra, tan bien montada que uno se queda embobado, dudando entre sacar la cámara o simplemente rendirse al espectáculo y aplaudir con el alma.
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En las Gradas de Soaso |
"Corría el siglo V, esa época en la que los visigodos andaban con más ganas de conquista que de hacer amigos, cuando el caudillo Eurico decidió que era un buen día para arrasar una aldea cristiana en pleno Pirineo. Lo típico: llegar, arrasar, arruinar bodas y dejar el panorama como para no invitarles nunca más a una romería.
Aquel día, tres hermanas —huérfanas de madre y con las bodas a la vuelta de la esquina— lograron escabullirse al bosque mientras el resto del pueblo corría una suerte bastante menos amable: masacre para unos, esclavitud para otros. Un plan de boda que, digamos, se torció un poquito.
Al regresar, las muchachas solo encontraron ruinas, silencio y un visigodo malherido. Pero como el corazón es más grande que el rencor (o quizás porque sabían negociar mejor que muchos diplomáticos), lo curaron a cambio de una promesa: que liberaría a los prisioneros, entre ellos sus novios, los mismos que ya debían estar ensayando el “sí, quiero”.
El soldado, agradecido y remendado, fue llevado de vuelta al campamento, y las chicas, en un giro poco habitual en historias de invasiones, conservaron la vida. Pasaron los días, y de sus amores, ni señales de humo. Así que un buen día, con esa mezcla de educación y firmeza que da el despecho, fueron a recordarle al buen visigodo su palabra dada.
Pero oh, sorpresa. Él les suelta que sus prometidos —esos campeones del amor eterno— habían renunciado a su fe, se habían casado con tres godas y que él, casualmente, estaba en medio de una importantísima misión. Ya sabes, cosas de agenda.
La verdad, claro, era otra: los tres seguían retenidos, probablemente soñando con rescates heroicos… o al menos con no acabar como yernos visigodos."
Lo de las tres hermanas es leyenda, claro. Lo nuestro, en cambio, es de lo más real. Recorremos la pradera, que por estas fechas anda desatada, echando flores como si no hubiera un mañana: prímulas, gencianas… y una especie cada vez más abundante por estos lares montañeses: la sapiens flos humanus, de pétalo blanco nuclear y comportamiento errático, introducida por el inefable stultus ineptus (puerco sin cabeza). Una flor que no entiende de estaciones, ni de silencio, ni de respeto por el entorno. Pero bien visible es. Seguro que los sarrios y marmotas que nos observan, andan "cabreados".
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Genciana |
Pero bueno, quejarse sería de ingratos. Este rincón espectacular, que duerme bajo las Sorores y se alimenta de sus nieves como quien mama sabiduría de las alturas, está ahí para todos. Suba quien suba.
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En la Cola de Caballo |
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El Arazas, recién nacido |
Y, como manda la liturgia senderista, concluimos la jornada con un par de cervezas. Sin alcohol, eso sí —que uno aún tiene que agarrar el volante y hacer como si no llevara horas caminando con cara de postal y alma de sofá.
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Jóvenes hayas en su bosque |
Con las cervezas —sin alcohol, pero con dignidad— brindamos por la jornada, por la naturaleza que todavía aguanta nuestro paso, y por esos pequeños milagros que ocurren cuando uno cambia el sofá por las botas. Ahora, carretera y manta… que aunque Ordesa enamora, el colchón de casa también tiene lo suyo.
La música del Arazas
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