domingo, 18 de mayo de 2025

VALLE DE ORDESA (en primavera)

 Día 17 de mayo de 2025
            Nuestros planes para esta jornada iban por otros derroteros, más de por aquí… pero claro, entre las lluvias recientes, el deshielo de las nieves —que este invierno no se anduvo con tonterías— y el buen día que anuncian, va y le digo a Maite, con la ceja arqueada:
        —¿Y si dejamos el erial para los lagartos y nos vamos a por unas aguas más bravas que las de por aquí? Ni que decir tiene que Maite, a estas alturas, no necesita ni pensárselo. Faltaría más.
            Así que, para pillar la ruta antes de que empiece el desfile turístico —porque este valle, bonito es, pero solitario no tanto—, cogemos el buga y ponemos rumbo a Torla a dormir. Que ya nos veremos con el gentío… más tarde. 
Torla
        Sí, ya lo sé, este recorrido lo tenemos más pateado que las baldosas del portal: que si en verano, que si en otoño, que si con el fresquito invernal... Pero qué le vamos a hacer, este valle tiene la costumbre —muy suya— de no repetirse nunca. Cambia de cara, de traje, de humor y hasta de agua como quien cambia de camisa. 
        Con cuatro grados de temperatura y un cielo más claro que nuestras intenciones, llegamos al parking de la pradera de Ordesa. Pero antes de lanzarnos monte arriba como cabras motivadas, hacemos una parada técnica en el garito de “La Pradera”. Un “café con algo”, pedimos, porque venimos en ayunas y no es plan de empezar la caminata con el depósito en reserva. Que una cosa es amor por la naturaleza y otra, tentar al mareo en plena subida.
A desayunar
            Tras dedicarle una mirada respetuosa —casi de reojo, como quien saluda a un viejo conocido que impone lo suyo— al Tozal del Mallo, nos ponemos en marcha. Cruzamos el río Arazas por el "Puente de los Cazadores". El paso la senda del mismo nombre está cortada por riesgo de desprendimientos.
            Nuestro sendero  discurre por la margen izquierda del río, adentrándose en un hayedo de esos que parecen de cuento… pero sin brujas. Solo hay paz, sombras frescas y ese silencio que casi te pide que bajes la voz por respeto. 
Una mirada
        ¿Hayedo? No lo sé… pero la sensación es la de estar en un palco de honor del Palacio de la Ópera de Viena. El petirrojo entona la más delicada canción del bosque, el pinzón interpreta un aria que parece salida de un sueño, y el herrerillo, como si empuñara una flauta travesera, nos regala una melodía suave y encantadora. Así es soñar. Así es caminar en la soledad serena de la mañana.
En el Palco
                        Alcanzamos la "Piedra de las Siete 
Faus" que nos cuenta:
"Soy la "Piedra de las Siete Faus". Ya no me acuerdo desde cuando me llaman así, pero debía ser hacia 1918 cuando el Valle de Ordesa fue declarado Parque Nacional y los guardas me tomaron como referencia. ¡En cuantos de sus escritos, aparecía! Por entonces, sobre mí, crecían siete añosas hayas, no muy recias, pero sí altaneras, en fin, ¡tenía una bella figura! Me gustaría volver a ser de apariencia musgosa y cuidar de las hayas que solo quieren tocar el cielo."
            Dejamos atrás el pedrusco —que ya ha tenido su momento de gloria— y seguimos el camino, que ahora decide cambiar de orilla cruzando el puente de Arripas. Pero ojo, que antes toca detenerse un momento (y bien merece la pena) para admirar la cascada homónima, la primera de las muchas joyas líquidas que nos tiene preparadas el río Arazas. Un río que hoy no se anda con chorrillos, no: aquí el agua baja con ganas, haciendo ruido y espectáculo como si supiera que es la estrella del día.
Cascada de Arripas
            La senda, que hasta ahora iba muy modosita, decide empinarse un pelín  y nos lleva hasta el mirador de la Cascada de la Cueva. Otra maravilla de la naturaleza desatada, de esas que te hacen soltar un "oooh" aunque intentes hacerte el duro. Buen sitio para parar, recuperar el aliento con disimulo, dejar que se te pongan los pelos como escarpias con el estruendo del agua... y, ya que estamos, darle vidilla a la cámara del móvil, que tampoco vino hasta aquí para vegetar en el bolsillo.
Cascada de la Cueva
        Dejamos atrás la cascada anterior —que ya ha hecho su función de dejarnos boquiabiertos— y nos vamos en busca de otra, que aquí el menú viene bien surtido. Subimos unos metros, siempre acompañados por el rugir del Arazas (que no se calla ni un segundo) y el trino de los pájaros, que parecen sacados de un disco de relajación.
Rugido del Arazas
            Y entonces, zas, llegamos al mirador de la Cascada del Estrecho. El nombre ya da una pista: el agua sale disparada como si la hubieran escupido de entre unas rocas talladas a golpe de paciencia por el propio río, que debe tener alma de escultor. El sitio, eso sí, tiene una armonía casi teatral: un cañón retorcido, unas bóvedas naturales y un rincón que parece reservado para citas con la belleza íntima, salvaje y, cómo no, con banda sonora de agua desatada.
        Abandonamos este rincón —con cierta pena, pero esto es ruta, no mudanza— y tomamos el camino habitual que sube al Circo de Soaso. Ya se empieza a notar la presencia de los menos madrugadores: unos con pinta de montañeros de verdad, otros con pinta de que se han perdido buscando el chiringuito. Es la clásica ruta hacia el Monte Perdido, pero también la de los que venimos a disfrutar de uno de los valles más espectaculares de esta piel de toro… y, de paso, a esquivar a quienes creen que esto es el paseo marítimo de Salou, versión pirenaica.
        El sol ya asoma con alegría, así que toca despojarse de la ropa de abrigo. Que sí, que esta mañana hacía rasca, pero ahora el calorcito aprieta y no está uno para sudar por estética.
Ha llegado el astro rey
        Pero lo que de verdad importa es que nos estamos adentrando en el Bosque de las Hayas. Aquí el río cede el protagonismo a esos árboles nobles que en otoño tiñen el suelo de rojo y que en verano nos regalan un verde de postal... y, lo que es más valioso, sombra bendita. Eso sí, uno no puede evitar pensar que, entre tanta fronda, debe de haber algún duende echando la siesta, una hada retocándose el moño o, con suerte, un "come granizos" cotilleando desde detrás de un tronco.
               Esa sombra mágica nos conduce —casi sin que lo notemos— a uno de esos rincones que explican sin necesidad de palabras por qué esta ruta está más trillada que la cuesta de enero: Las Gradas de Soaso. 
 Aquí las cascadas bajan una tras otra, en fila india, pero sin perder estilo, como si estuvieran en una pasarela acuática compitiendo amigablemente por el título de Miss Catarata 2025. Cada una con su pose, su estruendo y su caída estratégica, dejando claro que no necesitan filtros de Instagram para impresionar. Es una coreografía de agua y piedra, tan bien montada que uno se queda embobado, dudando entre sacar la cámara o simplemente rendirse al espectáculo y aplaudir con el alma.
En las Gradas de Soaso
            Dejamos las gradas, para salvar un par de zigzag y acceder a la pradera que precede al Circo de Soaso, Allá arriba asoman dos de la Tres Sorores (o Treserols): el amo Monte Perdido y el Soum de Ramond (o Añisclo). El tercer gigante, el Cilindro queda escondido a nuestros ojos. Un macizo que con tan solo mirarlo impresiona, un macizo que ya alcanzamos en el 2024 (dejo aquí el enlace). Además, las tres Sorores (tres hermanas) tienen su leyenda que dice:
"Corría el siglo V, esa época en la que los visigodos andaban con más ganas de conquista que de hacer amigos, cuando el caudillo Eurico decidió que era un buen día para arrasar una aldea cristiana en pleno Pirineo. Lo típico: llegar, arrasar, arruinar bodas y dejar el panorama como para no invitarles nunca más a una romería.
Aquel día, tres hermanas —huérfanas de madre y con las bodas a la vuelta de la esquina— lograron escabullirse al bosque mientras el resto del pueblo corría una suerte bastante menos amable: masacre para unos, esclavitud para otros. Un plan de boda que, digamos, se torció un poquito.
Al regresar, las muchachas solo encontraron ruinas, silencio y un visigodo malherido. Pero como el corazón es más grande que el rencor (o quizás porque sabían negociar mejor que muchos diplomáticos), lo curaron a cambio de una promesa: que liberaría a los prisioneros, entre ellos sus novios, los mismos que ya debían estar ensayando el “sí, quiero”.
El soldado, agradecido y remendado, fue llevado de vuelta al campamento, y las chicas, en un giro poco habitual en historias de invasiones, conservaron la vida. Pasaron los días, y de sus amores, ni señales de humo. Así que un buen día, con esa mezcla de educación y firmeza que da el despecho, fueron a recordarle al buen visigodo su palabra dada.
Pero oh, sorpresa. Él les suelta que sus prometidos —esos campeones del amor eterno— habían renunciado a su fe, se habían casado con tres godas y que él, casualmente, estaba en medio de una importantísima misión. Ya sabes, cosas de agenda.
La verdad, claro, era otra: los tres seguían retenidos, probablemente soñando con rescates heroicos… o al menos con no acabar como yernos visigodos."
Llegando al Circo de Soaso
            Lo de las tres hermanas es leyenda, claro. Lo nuestro, en cambio, es de lo más real. Recorremos la pradera, que por estas fechas anda desatada, echando flores como si no hubiera un mañana: prímulas, gencianas… y una especie cada vez más abundante por estos lares montañeses: la sapiens flos humanus, de pétalo blanco nuclear y comportamiento errático, introducida por el inefable stultus ineptus (puerco sin cabeza). Una flor que no entiende de estaciones, ni de silencio, ni de respeto por el entorno. Pero bien visible es. Seguro que los sarrios y marmotas que nos observan, andan "cabreados".
Genciana
        En pocos minutos alcanzamos la cascada de Soaso, rebautizada popularmente como “Cola de Caballo” —. Esto está a rebosar: humanos, perretes, y una epidemia de selfies que ni el mejor botánico podría clasificar. Y claro, uno no puede evitar preguntarse: si un sábado de mayo ya hay esta romería, ¿qué será esto en pleno agosto? 
        Pero bueno, quejarse sería de ingratos. Este rincón espectacular, que duerme bajo las Sorores y se alimenta de sus nieves como quien mama sabiduría de las alturas, está ahí para todos. Suba quien suba.
En la Cola de Caballo
        Toca emprender el regreso, que ya sabemos que todo lo que sube… acaba doliendo al bajar. Pero antes de alcanzar de nuevo las Gradas de Soaso, hacemos una maniobra táctica: nos acercamos al río. No por sed mística ni por lavar pecados, sino porque ha llegado ese momento sagrado de aligerar las mochilas del exquisito lastre que han cargado hasta aquí: comida. Que para eso uno carga alimento como si fuera a cruzar los Andes, y no va a ser plan de devolverlo intacto a casa.
El Arazas, recién nacido
        El regreso lo hacemos por el camino de toda la vida, el “normal”, que a estas alturas ya se agradece no tener que pensar demasiado dónde poner el pie. Volvemos a disfrutar de las Gradas de Soaso, que siguen ahí, cascada tras cascada. Y aunque decidamos pasar de largo del resto, su murmullo insistente nos acompaña de vuelta por el Bosque de las Hayas, como si el río quisiera despedirse con banda sonora.
        Y, como manda la liturgia senderista, concluimos la jornada con un par de cervezas. Sin alcohol, eso sí —que uno aún tiene que agarrar el volante y hacer como si no llevara horas caminando con cara de postal y alma de sofá.
Jóvenes hayas en su bosque
        Y así, con las piernas satisfechas, las mochilas más ligeras y el alma bien aireada, cerramos este paseo entre cascadas, hayas y hordas humanas en floración primaveral. El valle de Ordesa, como siempre, nos ha recibido con sus mejores galas —agua a borbotones, piedra tallada por dioses o siglos (o ambos), y esa mezcla de belleza y bullicio que lo hace único.
        Con las cervezas —sin alcohol, pero con dignidad— brindamos por la jornada, por la naturaleza que todavía aguanta nuestro paso, y por esos pequeños milagros que ocurren cuando uno cambia el sofá por las botas. Ahora, carretera y manta… que aunque Ordesa enamora, el colchón de casa también tiene lo suyo.

La música del Arazas




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lunes, 12 de mayo de 2025

LÁRREDE - QUEJIGAL DE JAVIERRE (LA "300 D´ESBARRE")

Día 10 de mayo de 202
        El programa de Esbarre para hoy era marcarnos una excursión de altura: subir hasta Yebra de Basa, recorrer el "Camino de las Ermitas" hasta la de Orosia, y bajar dignamente a Satué. Pero el cielo tenía otros planes —grises, mojados y nada alentadores—, y los chefs, con esa sabiduría que les da el amor propio seco, han optado por no embarcarnos en una aventura que prometía empaparnos hasta los más recónditos rincones del alma… y de la ropa interior.
        Así que, tras recoger a la comitiva de “Osca” y hacer la tradicional parada técnica (esa que sirve tanto, para tomar un café, o lo que sea, vaciar vejigas, o como para despejar neuronas viajeras), se ha tomado la sabia decisión de que el autobús, en manos del siempre solvente y sereno Pablo, nos lleve con maestría hasta Lárrede, para dar un corto paseo por un espectacular quejigal.   
¿Lloverá?
            Pero hoy, más allá de la distancia a recorrer o los desniveles que marquen el camino, más allá incluso del lejano paisaje que, como en esta jornada, se esconde tímidamente tras las nubes, ni tan siquiera las fotografías, hoy hay algo mucho más valioso. Lo realmente importante es que realizamos y celebramos la salida número 300 de 
Esbarre, este grupo que comenzó su andadura allá por el lejano 2001 y que, con el paso del tiempo, ha madurado con fuerza y sigue caminando con una salud envidiable, como si los años solo le hubieran dado más impulso.
A por la 300
        Pero bueno… que una ocasión tan solemne como esta no me exime de contar, aunque sea por encima y sin ponerme lírico (que ya me conocéis), el paseíto que nos marcamos partiendo de la bella iglesia románica de San Pedro de Lárrede (siglo XI).
San Pedro de Lárrede
           Con las mochilas cargadas, hasta arriba, de impermeables, paraguas, capas, forros y quién sabe cuántas capas más por si cae el diluvio universal, arrancamos la caminata bajo la mirada atenta de la Torraza o Torre del Moro, que ahí sigue desde el siglo XVI, viendo pasar generaciones de andarines.
Lárrede y arriba, La Torraza
        Tomamos rumbo sur, por las faldas del monte Oturia. Al principio, toca caminar por carretera —que no es muy épico, pero qué se le va a hacer— donde ya asoman las marcas blancas y rojas de la GR-16, como diciendo: “por aquí, valientes”. Y obedientes, nos desviamos a la izquierda, adentrándonos en el maravilloso y húmedo “Quejigal de Javierre”.
El árbol caído
            El suelo está empapado por las generosas lluvias de esta primavera tan espléndida, nos obliga a ir con tiento si no queremos acabar con el trasero embadurnado y el “norface” pidiendo la jubilación anticipada. Pero, eso sí, lo que ha llovido ha dado sus frutos: un paisaje de escándalo, aunque las nubes, tan suyas como siempre, deciden taparnos las grandes y blancas montañas del Pirineo. En su lugar, el Valle de Tena se nos presenta en un verde de catálogo, salpicado aquí y allá por pueblecitos encantadores como Senegüé o el siempre protagonista Sabiñánigo. Encima de ellos, Punta Güe, haciéndose la tímida, esconde su cumbre como si no tuviera su día.
Punta Güé
            Pero no hace falta mirar lejos. El espectáculo está aquí abajo, a pie de senda, donde las flores se arremolinan a nuestro paso y Pedro Rovira, como una enciclopedia con patas, las va identificando una por una (¡sin fallo alguno!). 
––Pedro, ¿cómo se llama esta flor?––
        Los pájaros, mientras tanto, nos regalan su concierto mañanero y, entre pío y trino, llegamos a una zona donde unos robles gigantes, centenarios, nos recuerdan que, por mucho que nos creamos grandes… seguimos siendo bastante pequeñitos. Pero es un buen rincón para inmortalizar nuestra presencia.
¡Cómo robles!
            Pero amigos, no nos durmamos en los laureles, que el cielo anda juguetón y en cualquier momento decide abrir el grifo... y no precisamente para regar con delicadeza. Así que giramos hacia el oeste y nos metemos en el sendero PR-HU.162, que discurre por una ladera que se asoma —sin miedo y sin barandilla— sobre el barranco de Tramafoz o de Las Gargantas. Echamos un ojo al fondo (con cuidado, que no está el terreno para heroísmos) y allí abajo vemos las aguas desbocadas, bajando con un ímpetu que ni un toro de San Fermín. Marrones, sí, como el cacao mal disuelto, cortesía de las tormentas que nos están visitando últimamente.
Barranco de Tramafoz
        Dejamos este tramo para, con fingida ilusión de exploradores, volver a tomar la GR.16, que por un instante nos acaricia con la cercanía del río Gállego. Enseguida llegamos a la carretera que nos llevaría directos a Lárrede, pero claro, ¿qué gracia tendría terminar con las botas limpias? Así que elegimos una cuesta modesta que nos devuelve al punto de partida cerrando este paseo circular, corto pero resultón. 
A por la meta
        Apenas unos metros más y podemos declarar solemnemente que hemos completado una excursión pequeña, pero agradable, en una mañana donde las nubes, sorprendentemente educadas, han decidido no molestarnos.
Así son ellos
        Nos aseamos como quien finge haber vivido una odisea, porque sudar, lo que se dice sudar, lo justo para no comprometer la dignidad. Pablo, el paciente "conducteur",  nos espera desde que salimos —sí, desde 
entonces—, así que, como es pronto, nos lleva a Sabiñánigo. Allí nos desperdigamos con entusiasmo entre los garitos, a por unas cervezas que, sinceramente, no nos hemos ganado... pero que igual han caído como si viniéramos del Himalaya.
Sabiñánigo, vista desde el camino
        Terminada tan digna faena, unos pocos kilómetros nos conducen hasta Larrés, donde celebramos con emoción contenida —y no tan contenida— las trescientas salidas de Esbarre. Allí, bajo un cielo que parece saberse testigo de tantas historias, nos esperan algunos viejos compañeros que, por diversas razones, colgaron hace tiempo las botas esbarrianas. Al vernos, no hacen falta muchas palabras: nos fundimos en abrazos sinceros, de esos que solo se dan cuando se ha compartido vida, sudor, risas, silencios y alguna que otra lágrima entre senderos.
            Y como de compartir se trata, nos reunimos en El Churrón, donde brindamos no solo con vino y buena mesa, sino con recuerdos. Porque en estas 300 caminatas —algunas duras, otras más amables— hemos recorrido mucho más que caminos: hemos recorrido parte de nuestras vidas. Hemos cruzado montañas y barrancos, pero también penas, alegrías, encuentros y despedidas, en esta geografía que empezó siendo aragonesa y que terminó por ser entrañablemente extensa.
Buen provecho
        Toma la palabra Julián, y en su voz se adivina un temblor que no disimula, porque habla desde el alma. Recuerda que todo esto fue posible gracias a un puñado de soñadores —algunos de ellos hoy aquí presentes— como Jesús Ruiz, nuestro querido “comandante”. A él lo seguimos durante años, confiando en su sabiduría de la montaña y en su instinto de compañero. Hoy sigue conquistando cimas que para muchos son ya inalcanzables, pero en cada ascenso suyo va un poco de todos nosotros.
        Y cómo no mencionar a Luis Casao, nuestro decano. Qué decir de él que no digan ya sus pasos firmes y su mirada generosa. Faro de nuestros deseos, espejo donde mirarnos, amigo del alma. Es de esas personas que no necesitan hacerse querer: simplemente, se les quiere. Basta mirarlo para entender lo que significa pertenecer a algo más grande que uno mismo. Él y Jesús, con los ojos brillantes, no esconden la emoción que a todos nos embarga.
Con Jesús y Luis
        Julián continúa, y con voz quebrada por la emoción recuerda también a los que hoy no están: a quienes partieron para siempre, y a quienes el destino o la vida mantuvo lejos en esta ocasión. En ese recuerdo hay un silencio lleno de nombres, de pasos que aún resuenan con nosotros.
Pequeño, pero emotivo discurso
            Cierra agradeciendo lo más valioso: la participación de todos a lo largo de estas 300 salidas, el verdadero latido que ha mantenido vivo el corazón de Esbarre. Yo solo puedo añadir —con toda humildad y gratitud— que sin ese pequeño grupo de incansables (los chefs) que, año tras año, preparan con mimo cada ruta, cada encuentro, cada detalle… los demás andaríamos más perdidos que nunca. Gracias a ellos, caminamos. Y gracias a todos, seguimos soñando con nuevos senderos por andar. 
        Que vengan otras trescientas, con sus barrotes, sus vistas, sus imprevistos y su magia. Porque mientras haya caminos por andar y amigos con quienes andarlos, Esbarre seguirá latiendo con la fuerza tranquila de quienes saben que lo importante no es solo llegar… sino hacerlo juntos.

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Datos técnicos




lunes, 5 de mayo de 2025

SIERRA DE ALCUBIERRE - RUTA ORWELL (circular)

 Día 3 de mayo de 2025
            Entre tormenta y tormenta, hoy nos dirigimos hacia la cercana Sierra de Alcubierre con la esperanza de encontrar la calma que la naturaleza primaveral nos ofrece, pero también con la determinación de confrontar los vestigios de una historia reciente que algunos prefieren enterrar en el olvido. Esta Vieja Mochila no puede ignorar los episodios que marcaron nuestro país, aunque intenten ser borrados por los vientos cambiantes de la política y la indiferencia.
Desde lo alto
        Así que cogemos el buga y nos lanzamos carretera adelante, por la A-129, en dirección al viejo puerto carretero de Alcubierre. En lo alto, nos desviamos por una pista asfaltada que nos deja en el aparcamiento de la Posición San Simón.
            El sol no perdona, así que nos embadurnamos con crema como si fuéramos a asarnos en la parrilla, nos ajustamos bien las botas —que esto no es paseo de domingo— y, hale, a gastar tabas y memoria, que las dos cosas hacen falta.
Alrededores de la Posición de San Simón
            La subida no es larga, pero tiene su genio. Al poco, alcanzamos un monumento plantado por el bando golpista, ese que se alzó contra la democracia a golpe de fusil y misa, y que encima se permitía el lujo de "homenajear" a los suyos en lo alto del monte, como si fueran héroes de una causa justa. Y allí está, aún en pie, como una mueca de piedra en mitad del paisaje, recordándonos que la desmemoria también levanta sus altares.
Monumento a la desmemoria
        Con un nudo apretado y rabia bien contenida, dejamos atrás el homenaje a la infamia y seguimos unos metros más hasta alcanzar el vértice geodésico del Puy Ladrón, 700 metros sobre el mar, donde la vista se abre como si la historia pudiera, por fin, respirar un poco. Aquí, al menos, manda la tierra. Y nosotros, por un rato, también. 
Puy Ladrón
        Lástima que la bruma, terca como la desmemoria, no nos deje ver más allá de los valles y montes de esta sorprendente Sierra de Alcubierre. Si el día estuviera claro, nuestras retinas podrían festearse con la silueta de los Pirineos recortándose al fondo, el Valle del Ebro extendiéndose como una promesa lejana, y el Moncayo ahí, altivo, marcando territorio como buen centinela. Pero hoy no puede ser.
Al norte, los Pirineos escondidos
        Pronto nos adentramos en un bosque de pino carrasco, sabina albar, enebros y demás ilustres del secano. Pero lo que de verdad se lleva el protagonismo hoy es el estallido floral: un auténtico jardín silvestre que la naturaleza, generosa y sin pedir entrada ni aplauso, nos extiende bajo las botas.
Linum
Seis joyas
        Nada que ver con ese festival de floripondios que la autoridad zaragozana se saca de la manga primavera tras primavera, a golpe de talonario, para dejar el centro de la ciudad como una postal de Instagram. Los barrios... bueno, los barrios que se las apañen con algún geranio marchito y dos macetas tristes. Aquí, en cambio, la primavera brota sin permiso, sin protocolo y sin selfie oficial. 
Los ababoles (estos) también participan
        Vamos descendiendo entre colinas y vales, entre bosques y jardines, como en una vieja canción de caminantes, aunque aquí la música la ponen los pajarillos, que en estas fechas ofrecen auténticos conciertos: Ruiseñor, pinzón, chochín
, jilguero, cuco, carbonero... 
Descendiendo
        Alcanzamos una pista que nos conduce, en dirección contraria a tres máquinas aventureras de puro acero, hasta lo más hondo del trayecto, ese punto en el que la civilización asoma en forma de la A-129, carretera que cruzamos con la calma del que no tiene prisa ni la quiere. 
        A los pocos metros, alto en el camino: avituallamiento técnico —plátano en mano, claro, que aquí no hay food trucks ni menús de degustación,.
––¡Esto no es el Dakar!
        El sendero ahora se pega a la falda de una val aterrazada, sembrada con una mies verde y orgullosa, tan alta y lozana que dan ganas de aplaudirle. Si el tiempo sigue por este camino, vamos a tener tanto grano que no va a caber en los silos. Eso sí, que no se enteren los mercados, no sea que empiecen a especular con el trigo de los Monegros y tengamos que guardar la cosecha bajo llave.
Buena cosecha
        En algunos tramos, la senda se oculta bajo una alfombra floral que la primavera ha tendido sin pedir permiso, un regalo efímero que nos acompaña hasta el final de la val, donde comienza la subida hacia el segundo protagonista del día: el Monte Irazo, o Loma Orwell.
––¿Dónde está la senda?
Alfombra de margaritas
        Fue aquí donde, en enero de 1937, George Orwell combatió con las milicias del POUM. Pasó primero por Monte Pucero y luego por esta posición, dejando testimonio de su experiencia en Homenaje a Cataluña, un relato sincero y necesario que aún hoy nos interpela.
En el Monte Irazo
        Entre trincheras, alambradas y viejos pozos de tirador, se respira memoria. El tiempo ha desgastado la tierra, pero no el recuerdo de quienes, como Orwell, creyeron que la libertad merecía ser defendida, incluso entre el frío y la pólvora de los Monegros.
Una de las trincheras
        Dejamos atrás el Monte Irazo, no sin antes echar una última mirada, hacia las trincheras con tanta historia. Descendemos hasta la vieja carretera de Alcubierre, vía que, poco a poco, va siendo engullida por la vegetación, especialmente por la férula, esa carretera que huele a alquitrán reseco y a tiempos pasados, para cruzar de nuevo la ya familiar A-129.
Ferula
        Ahora toca subir por donde antes habíamos llegado en el buga, tan cómodos, tan motorizados... pero esta vez no hay motor que valga: solo piernas, resoplidos y algún que otro “¿quién me manda a mí?”. Pero
ya está hecho, la cima está a tiro de bota y el esfuerzo tiene recompensa.
        Porque sí, lo mejor viene ahora: las birras (sin alcohol, que el menda conduce), celosamente escondidas a la fresca sombra de un matorral, como un tesoro de caminantes precavidos. Y allí, en silencio cómplice, con polvo en las botas y la historia en la mochila, procedemos a mover el bigote. Que nadie diga que no sabemos cerrar una jornada como es debido.
        Y así, entre flores rebeldes, trincheras mudas y caminos que a ratos parecían no llevar a ninguna parte, cerramos la jornada por la Sierra de Alcubierre. Ha sido un paseo, sí, pero de esos que te sacuden por dentro mientras te calan los pantalones y te llenan las botas de historia y cardo. Hemos caminado por paisajes que desbordan belleza sin filtros, sin decorado, sin presupuesto municipal. Hemos pisado memoria, esa que no sale en folletos turísticos ni se pinta de colores para las fiestas. Porque caminar por aquí no es solo hacer senderismo: es recordar, reclamar, y de paso, disfrutar de lo que aún nadie ha conseguido privatizar: la verdad y el aire.
        Y con eso, mochila al hombro y bigote satisfecho, damos por concluida la jornada. Hasta la próxima.             Que la memoria no se oxide, que el sendero no se borre, y que siempre haya una birra esperándonos en la sombra de algún matorral.

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