miércoles, 6 de agosto de 2025

BISAURÍN

 Día 5 de agosto de 2025
                Aunque ya había subido varias veces a la mole que corona esta parte del Pirineo —que el Bisaurín y yo nos tenemos bien calados—, lo cierto es que estando de vacaciones en el Valle de Hecho, el cuerpo me pedía guerra. Y como mi colega de fatigas de hoy, Miguel, también tenía el Bisaurín en el punto de mira, pues blanco y en botella: tocaba darle caña al cuerpo y echar otro vistazo desde allá arriba. ¡Qué le vamos a hacer, uno es débil ante las cumbres conocidas! 
            La idea original era marcarnos la ruta circular: subir por la cara norte y bajar por la clásica del sur, para darle variedad al asunto y apuntarnos el tanto completo. Pero claro… un armario, una puerta, un dedo pillado en medio… en fin, que el plan se nos fue al garete. Así que optamos por la fácil —si es que a esto se le puede llamar fácil—. Allá vamos, ¡al lío!
        Recién estrenado el alba, con los primeros rayos de sol coronando la cima del Bisaurín, plantamos el buga de Miguel en el refugio de Lizara (1540 m). Ni café ni gaitas: nada más aparcar, ya estamos dándole zapatilla por la trillada GR.11. Y vaya, madrugar tiene premio: el frescor mañanero nos da la bienvenida, y pese a ser una ruta más concurrida que una barra de bar en fiestas, a estas horas somos pocos los locos que ya estamos en faena.
Asoma el sol
            En un pis-pas llegamos al cruce que, en otras circunstancias, nos habría llevado hacia la Plana Mistresa para completar la vuelta circular. Pero amigos, hoy el objetivo está claro y a la vista: esa mole que nos mira desde arriba como diciendo "¿otra vez tú?". Así que seguimos fieles a la GR, que se abre camino entre un pastizal digno de postal, donde pastan vacas y caballos como si la cosa no fuera con ellos.
Pastando
            Los rayos de sol, que antes se limitaban a besar la cima, ya se han colado hasta aquí abajo. Toca parar y cumplir el ritual montañero: cremita en nuestras pieles juveniles (ejem), gafas de sol bien calzadas y algo en la cabeza para proteger nuestras nobles testas… porque, seamos sinceros, lo que es pelo, ambos no andamos precisamente sobrados.
Pronto asomará el sol
            La senda sigue subiendo, unas veces con amabilidad, otras con mala leche, pero en general se deja querer. Un par de quiebros, alguna que otra mirada de reojo al paisaje, y alcanzamos el collado de Lo Foratón (2014 m). Allí nos recibe un viento fuerte y fresquito, de esos que te despeinan hasta el alma… pero, con el calor que se gasta en estas fechas, se agradece como si te sirvieran una cerveza bien tirada.
En Lo Foratón
        Tocaba tentempié rápido, mirada a la vertiente norte —por puro postureo montañero— y a seguir, que la cima no se va a subir sola: ¡p’arriba!
        Abandonamos la GR.11 y tiramos a la derecha, donde empieza la faena seria: la arista. El Bisaurín, ahí arriba, nos mira como diciendo: “Subid, subid, que yo no tengo prisa”.
        Hasta este punto, el sendero serpenteaba por prados amables, verdes, casi bucólicos... pero ya se sabe: todo lo bueno se acaba, y aquí empieza la piedra. La dura, la borde. A ratos roca sólida en la que hay que echar manos —y fe—, y a ratos ese canchal traicionero que se escurre como político en campaña. Pero tranquilos, que hitos y la señora Prudencia nos acompañan, y esta no nos quita ojo. Esto no quita nada, para que de vez en cuando eche una mirada atrás y disfrutar de esa especie de ola montañosa que forman las Cutas en la Sierra de Gabás
La Sierra de Gabás, desde la subida
            Una vez superado el tramo más feúcho, ese que pone a prueba piernas, pulmones y vocabulario, la senda afloja la tensión. Se suaviza. Se pone elegante. Como si quisiera disculparse por el mal trago, nos despliega una alfombra roja que nos lleva directos a la mismísima cima del Bisaurín (2669 m). ¡Tachán!
En la cima del Bisaurín
        Y qué decir de las vistas… Pues un orgasmo visual en toda regla. Desde el Anie a Guara, con el Castillo d’Acher luciendo su falda roja como si supiera que la estamos mirando. Agüerri, Peña Forca, el Oroel, el mítico Midi d’Ossau, el Anayet... ¡Un espectáculo que no cabe en las retinas ni en las fotos!
            Pero mi mirada hacia el oriente va mucho más allá. Se clava en Gaza, donde Israel ya ha asesinado a más de 60.000 personas con la complicidad de Estados Unidos —sí, de ese país donde al menos la mitad votó al tirano Trump, bendiciendo con su papeleta la barbarie—. Y más duele aún el silencio atronador de Europa… mi Europa, la que ahora me lacera con su indiferencia cobarde. Esa Europa que calla, que mira hacia otro lado, mientras la masacre continúa. Mi Europa… cuánto me duele.
Cómo me duele...
            En la cima coincidimos con algunos montañeros que, mira tú, han madrugado más que nosotros. Unos cuantos vascos, un catalán. Miguel, con cara de haber subido flotando y, por supuesto, un servidor: maño de pura cepa, representando con orgullo la tierra que hoy sostiene nuestros pies… y también nuestras nalgas, que ya tocaban descanso y una triste comilona de altura. Porque lo que es la comida que uno sube, rica rica no está… pero, oye, a 2669 metros hasta el triste bocata reseco sabe a gloria.
Otra mirada
            Charramos con una joven que va sola, mochila al hombro, sonrisa tímida. Resulta que está haciendo la Senda de Camille, ese trekking que te deja las piernas como jamón curado. Nos pregunta por dónde tirar hacia el Somport, y como un día yo también fui joven y lo hice, le doy unas indicaciones con gesto sabio y voz de abuelo cebolleta. La zagala, agradecida, nos desea buen descenso.
            Nosotros, con media tarea hecha, encaramos la otra mitad: bajar. Y ojo, que la parte alta no está para andarse con tonterías. Hay que descender con cuidadín, que uno ya no está para luxaciones ni sustos… que la cadera es una y los repuestos caros.
Habrá que despertar, habrá que bajar
            Repetimos el mismo camino de subida, solo que ahora sin la bendición del fresco mañanero. El calor aprieta, el personal sube como si regalaran algo en la cima —¿la chicharrina, quizá?— y nosotros vamos perdiendo altura poco a poco, con el refugio de Lizara cada vez más cerca, como un oasis con ruedas.
Refugio de Lizara
            Y así, a buena hora, ya estamos de nuevo en el buga. Como aún queda día y no hay prisa, ponemos rumbo a nuestro cuartel general, allá en Siresa, que nos recibe con San Pedro brillando bajo el sol, como diciendo: "Anda, majos, ¿ande vais tan temprano?"
            Desde la cima del Bisaurín, con el pecho aún agitado y la piel ardida por el sol y el viento, uno se ha sentido grande… pero también, terriblemente pequeño.
Terriblemente pequeño
            Allí arriba, donde el horizonte se extiende como un mapa de sueños y recuerdos, la belleza del mundo duele. Porque mientras los valles descansan en silencio y el cielo parece abrazarlo todo, en otros rincones de esta misma Tierra, la vida se apaga a cañonazos, y los niños crecen bajo el estruendo de la injusticia.
            Y es entonces, con las botas llenas de polvo y el alma hecha nudos, cuando entiendes que subir montañas no es huir del mundo, sino todo lo contrario: es recordarlo desde las alturas, con los ojos limpios y el corazón encendido. Es gritar —aunque no se oiga— que hay cosas que no deben callarse, y otras que jamás deberían repetirse.
            Bajo los cielos del Pirineo, rodeado de picos y silencio, prometo no olvidar. Porque uno siempre baja distinto de cómo subió.


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Datos técnicos




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