jueves, 12 de septiembre de 2024

UN PASEO POR EL CABO DE NORFEU (y algo más)

 Día 10 de septiembre de 2024
        Finalizamos un verano raro, de esos que no sabes si recordarás por la tranquilidad o por la falta de ella. Pero en estos últimos días del estío descendemos, con calma y cierta pachorra, hasta la cota cero, ese punto mágico donde las últimas montañas pirenaicas deciden darse un chapuzón en el Mediterráneo, y las gaviotas, listas como siempre, encuentran refugio en las paredes de los acantilados, cuál inquilinas sin contrato.
Gaviota patiamarilla
        Desde nuestra base de operaciones, en una cala de postal, escondida en plena península del Cabo de Creus, por donde se estira el sendero de la GR.92, el panorama se nos abre de par en par, invitándonos a mirar en todas direcciones. Y ahí, al norte, algo asoma, nos llama, nos hipnotiza con su nombre que parece salido de un cuento mal contado: el Cabo Norfeu, o Norfeo para los que quieran ponerle un toque español al asunto.
Cabo Norfeu
        Cuenta la fábula que este bonito lugar le debe su nombre a Orfeo, héroe de la mitología griega que, con su dulce lira, consiguió que las montañas cercanas a la costa se aproximaran para escuchar tan bella música… Una hermosa leyenda tras la que se esconde el nacimiento del “
Cap Norfeu”. 
        Fábulas aparte, se trata un paraje en el quel viento y el agua han pasado miles de años esculpiendo las rocas, creando formas que, dependiendo de la imaginación, pueden parecerse a cualquier cosa. Además, la diversidad vegetal y faunística del lugar es tan rica que ni los más despistados podrán ignorarla. Con su máximo grado de protección, el Cabo de Norfeu no es solo un lugar de postal, sino uno de los tesoros medioambientales del parque. 
Acantilado
        Pues nada, con una mañana en que sopla la “tramontana”, como sopla el “cierzo” allá en nuestro valle, vamos a darnos un paseo por un itinerario bien señalizado, lo que siempre es un alivio cuando uno tiende a perderse hasta en la esquina de su propia casa (es broma).
        Nos subimos al buga, ese, nuestro fiel corcel motorizado, y lo llevamos hasta el Coll del Canadell, donde comienza la aventura. Allí, enganchamos el sendero que, con más calma que prisa (y un par de resoplidos), nos va subiendo hasta la Torre de Norfeu. Esta atalaya, levantada en 1604, no es cualquier cosa; formaba parte del sistema defensivo del golfo de Rosas, cuando lo más emocionante del día a día, eran las incursiones piratas. Esos sí que eran piratas de los de verdad, con parche y todo. Hoy, en cambio, los únicos piratas que rondan estas aguas son los que pasean en yate, copa en mano y playlist veraniega.
En la atalaya
      
Seguimos avanzando por la cresta del acantilado, y aunque suene a frase hecha, las vistas realmente son de las que te dejan con la boca abierta. Desde aquí, la gran bahía de Rosas parece una postal, con las islas Medas y el cabo de Begur posando como si se supieran guapos. Cerca están las calas de La Pelosa y Calitjàs, más allá Montjoi y Rostella. Es casi un milagro no pararse cada dos metros para admirar la vista, desde las alturas de la montaña hasta el horizonte mediterráneo, que se extiende como si no tuviera fin.
Paisaje
Mirando hacia la bahía de Rosas
        El sendero nos conduce hasta la barraca dels Palauencs, una construcción de piedra seca, donde un desvío nos invita a la punta de la Trona, el punto más oriental de nuestra excursión. Y justo cuando pensábamos que el viento nos iba a hacer pelear por cada paso, decide darnos una tregua, dejándonos disfrutar del paisaje sin tener que lidiar con ese enemigo invisible. Abajo, las calas Jòncols y Canadell se ven tan tentadoras que casi se puede oír cómo nos susurran: “¿A qué esperáis para daros un chapuzón?”. Tendrá que ser en otro momento.
Cabo de Norfeu
        Regresamos a la barraca dels Palauencs para emprender un sendero que serpentea más al norte, abriéndose paso con elegancia entre pinos esbeltos, lentiscos, robustas encinas y las siempre tenaces coscojas, que tapizan el paisaje con su verde resistente.
Seguimos
        Alcanzamos el camino de ida, para recorrerlo unos 400 metros hasta dejarlo para descender hacia la Cova de les Ermites. Se trata de una cueva natural cerrada con un muro construido con losas de pizarra. El origen de su nombre provendría de su supuesto uso en época altomedieval como refugio de ermitaños. Posteriormente, habría sido utilizado por pastores como corral para el rebaño.
Exterior de la Cova de les Ermites
        Seguimos descendiendo hacia nuestro punto de partida, cuando Maite, con su ojo de
 aventurera y ese olfato para liarme, propone bajar hasta la cala Jóncols. “¡Tira p’abajo!”. Allá vamos, siguiendo la GR-92 en un descenso que al principio se deja querer, pero que al final se pone bien bravo. Y cuando ya saboreábamos la idea de refrescarnos en el chiringuito… ¡chasco monumental! “Tancat” a cal y canto.
Abajo, cala Jòncols
        Así que, con las cantimploras casi llorando de sed, no queda otra que desandar lo andado. Y claro, lo que fue una cómoda bajada ahora se convierte en una subida de esas que te hacen preguntarte 
para qué bajaste (es lo que tiene esto del senderismo)
        Alcanzado el buga, por fin, ponemos rumbo a nuestro alojamiento, que —¡aleluya!— tiene el chiringuito bien abierto y en perfectas condiciones para servirnos esas birras que, seamos sinceros, nos las hemos ganado con creces. Nos sentamos, miramos al horizonte con esa mezcla de orgullo y cansancio, y brindamos por haber sobrevivido a la tramontana y el calor. Por la tarde, ¡chapuzón! Que, después del paseo, hasta el agua de nuestra cala nos parecerá un premio olímpico.
¿Apetece un chapuzón?
        
Ahora toca un alto en el camino, otras tierras llaman al viento, pero prometo regresar despacio, y narrar el ir y venir de este cuento, de esta pareja que, con paso manso, vive entre el mañana, el hoy y el recuerdo atento.

–––––––––––––––––––––––––––––––––––––––


Datos técnicos

 






No hay comentarios:

Publicar un comentario