martes, 29 de abril de 2025

CANAL IMPERIAL DE ARAGÓN - MONTES DE TORRERO (circular)

Día 27 de abril de 2025
            No tengo por costumbre (ni sé muy bien por qué) en narrar nuestros paseos urbanos o semiurbanos. Esos días grises en los que, por diversas razones, nos vemos relegados a la ciudad, Maite y yo optamos por mantener las viejas costumbres (y las tabas) en buen estado, y así nos damos un paseo, aprovechando que en Zaragoza contamos con tres ríos (con sus arboladas orillas), un canal, parques encantadores y unos cuantos paseos donde los excesos urbanísticos del siglo XX no lograron destruir algunos edificios notables, como los que aún resisten en el paseo de Sagasta (lugar de arranque y final de nuestro derrotero mañanero). ¡Paseos y caminos, una alianza estratégica contra el óxido de los años! ¡Y cierzo, mucho cierzo!
Paseo de Sagasta
            Nuestros pies nos arrastran por el Parque Grande José Antonio Labordeta. Lo de "Parque Grande" fue el apaño que encontramos los zaragozanos para no tener que pronunciar el antiguo nombre, que sonaba más a crujido de bisagra oxidada que a homenaje digno.
Un rincón del Parque Grande
        A nuestra derecha queda el Paseo de San Sebastián, adornado con tres fuentes cibernéticas. Arriba, coronando las escalinatas del cabezo Buenavista, se alza la estatua de Alfonso I el Batallador, ese monarca que, en cuestión de amores, prefirió el ruido de las armas al susurro de Doña Urraca o de dama alguna. Y francamente, tampoco es que pusiera mucho empeño en disimularlo. 
¡Un caballero de lo más encantador, sin duda!
El Batallador, desde el paseo de San Sebastián
            Abandonamos, muy dignamente, fuentes y reyes, para lanzarnos al agradable paseo de los Bearneses. Allí, entre plátanos tan enormes que uno esperaría encontrar a Tarzán colgando de ellos, caminamos bajo un desfile de copas verdes perfectamente alineadas. A un lado la Acequia de las Abdulas susurra, mientras paseamos por un auténtico túnel verde.
Paseo de los Bearneses
        Poco a poco, como quien no quiere la cosa, vamos dejando atrás el parque, para aparecer, con cierta dignidad, en la margen izquierda del Canal Imperial de Aragón. Esta magna obra hidráulica, levantada a finales del siglo XVIII entre Fontellas y Fuentes de Ebro, fue diseñada en tiempos del ilustrado Ramón Pignatelli, ilustrado zaragozano y hombre de ideas tan avanzadas que hoy seguramente le bloquearían en redes sociales. 
El canal tenía dos nobles propósitos: regar los campos y permitir la navegación. De lo segundo, sinceramente, yo solo he visto barquitas manejadas a brazo partido por jóvenes enérgicos —y a veces bastante torpes— que nos creíamos marineros de agua dulce en las tardes de domingo. No había móviles, claro, así que había que remar... y de verdad.
Canal Imperial de Aragón
        En la otra orilla, los Pinares de Venecia me devuelven, como un susurro del tiempo, a aquellos años lejanos en los que la vida transcurría sencilla y eterna entre pino y pino. Desde la niñez hasta la juventud, crecimos allí, entre risas y silencios, entre juegos y confidencias, soñando juntos —amigos y amigas— con un futuro que entonces nos parecía lejano, casi inalcanzable, como si siempre fuéramos a permanecer bajo la sombra protectora de aquellos árboles.
Canal con vida
            Por este encantador recorrido llegamos al Ojo del Canal, ese prodigio donde el ilustrado Pignatelli decidió levantar un puente para que el canal no se ahogara en las aguas del río Huerva (o La Uerba, en aragonés). Un río que, dicho sea de paso, al llegar a Zaragoza parece practicar la magia: desaparece bajo los paseos de la Gran Vía y Constitución como si fuera un truco de prestidigitador.
Una vieja fotografía del Ojo del Canal
            Abandonamos el Canal por el camino de la Junquera, que en otros tiempos serpenteaba entre campos y aire limpio, y que hoy discurre, resignado, entre urbanizaciones y más urbanizaciones, como si alguien hubiera confundido el campo con un catálogo de chalets. Qué lejos quedan aquellos días en que, cargados con garrafas y mucha ilusión, íbamos de excursión con los abuelos a la Fuente de la Junquera, esa fuente milagrosa de la que se decía que su agua era casi poción mágica. No sé si tendría realmente propiedades saludables... pero aquí seguimos, bien terrestres y, por ahora, sin alas ni aureolas.
Fuente de la Junquera
    
        Ahora avanzamos por la margen derecha del Huerva, ese río tímido que, en este tramo libre de cemento, aprovecha para desaparecer entre una espesura de vegetación desatada. Allí, entre sotos —esas nobles junglas locales compuestas por hierbajos, arbustos rebeldes y árboles que crecieron donde les vino en gana—, el río juega a esconderse, como si supiera que en cuanto lo pillemos a la vista, alguien vendrá con hormigón en mano. 
El Huerva asomando su rostro
            Efectivamente, abajo, junto al río, ni rastro de cemento, un pequeño triunfo de la naturaleza... hasta que levantamos la vista y, ¡sorpresa!, ahí están, imponentes y nada discretos, un par de viaductos: el del AVE y el de la Z-40, esos monumentos al progreso que nos recuerdan que, aunque abajo el río aún susurre entre los árboles, arriba rugen los trenes y los coches, llevando el presente y el futuro bien embalados en hormigón armado.
Hacia los viaductos
Caminos de hierro
            Poco a poco nos vamos despidiendo del río, para, en la muga de Cuarte de Huerva, empezar a subir camino de las Planas de Torrero. Aquí el paisaje decide cambiar de tercio: la vegetación de ribera se retira elegantemente y da paso a la estampa esteparia, donde el tomillo y el romero perfuman el aire como si estuviéramos en un anuncio de jabones, acompañados, eso sí, de cardos peleones, ababoles, zamarilla y varas de San José, que parecen haber colonizado el terreno a fuerza de pura terquedad. Alguna otra planta se cuela en el cuadro, pero ya nadie le pregunta el nombre.
Zamarilla
            Una vez arriba, el cierzo arremete con más fuerza, pero, ¿qué le vamos a hacer? No hay viento que nos haga mella.
En compensación, la vista hacia el norte nos regala un paisaje conocido: la sierra de Gabardiella se despereza en el horizonte, el Fragineto se yergue con aires de protagonista, el Tozal de Guara posa como queriendo salir bien en la foto, y, tras las nubes, asoman tímidamente las grandes cumbres del Pirineo, como gigantes dormidos que aún no han decidido si despertar o seguir soñando
Una mirada al norte
            Así que, con paso firme, seguimos nuestro camino, cruzando nuevamente sobre las vías del AVE y la Z.40, como si tal cosa. Afortunadamente, la vegetación de los Pinares de Venecia ya se deja ver en el horizonte, y, antes de que alguien empiece a imaginar gondoleros y canales, aclaremos que este rincón poco tiene que ver con la ciudad de las góndolas. El nombre le vino dado por el Canal Imperial de Aragón, que atraviesa la zona y guarda cierto aire veneciano. En realidad, lo que tenemos aquí es un vasto pinar de pino carrasco en el distrito de Torrero, formado por plantaciones que arrancaron en 1914, gracias a la "desinteresada colaboración de los presos de la cárcel". Porque, amigos, un poco de trabajo nunca viene mal, ni siquiera entre barrotes.
En los Pinares de Venecia

Seguimos adelante, ahora junto a las tapias del Cementerio de Torrero, donde aún persiste la marca imborrable de la infamia: impactos de bala, cicatrices abiertas por los fusilamientos de la dictadura franquista. Allí dispararon contra hombres y mujeres cuyo único crimen fue defender la libertad y la democracia. Esas huellas, ásperas y dolorosas, no son un vestigio cualquiera: son un recordatorio incómodo y necesario de lo que ocurre cuando el odio y la tiranía se imponen. Y, pese a que los actuales mandatarios municipales lo intentan tapar,  no, no debemos olvidarlas. Nunca.
Nunca más
            Chino, chano, llegamos al puente de América, que salva las aguas del Canal Imperial. Que nadie se emocione: aquí no hay ni rascacielos de Nueva York ni selvas del Amazonas. El nombre le viene, más modestamente, del Regimiento de América, que tenía su cuartel cerca y cuyos pontoneros, con mucha maña y pocas alharacas, levantaron el primer puente. 
El Canal, desde el puente de América
            Poco más adelante, hacemos entrada en el Parque de Pignatelli. No, no es el más grande de Zaragoza. Ni el más céntrico. Ni el más famoso, ni el más visitado. De hecho, tampoco presume de los árboles más espectaculares ni de jardines que corten la respiración. Y, sin embargo, algo lo pone en el mapa: fue el primer parque urbano que vio la ciudad. Un pionero, a su manera. Claro que, en 2023 (año electoral), alguien decidió que lo que realmente necesitaba era más hormigón —porque, ya se sabe, el verde está muy sobrevalorado— y le regalaron una ampliación donde el cemento reina a sus anchas. Eso sí, añadieron un estanque de tamaño “bonsái”, que iba a tener barcas... pero debieron extraviarse en el camino. Cosas del progreso.
Al fondo, el Parque Pignatelli. Delante...
        Y nada, aquí estamos, en el principio y final del trayecto, casi a la puerta de casa. Un paseo, sí, modesto, sin la grandeza de valles infinitos ni cumbres majestuosas (ya llegarán). No se han visto monumentos deslumbrantes, salvo quizá alguna estatua de un monarca. Pero, en fin, ha sido bastante más duro que pasar la mañana en el sofá, que para eso sí que no hay comparación. Aquí, al menos, te has movido un poco, que ya es algo.
            ¡Hala pues!


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Datos técnicos

        Nota.- Recuerdo a quienes hacéis algún comentario, la posibilidad de identificaros, pues me es imposible contestar, agradecer, debatir... Y sino, no pasa nada. "Hala pues".



domingo, 13 de abril de 2025

CASTELLOTE

 Día 12 de abril de 2025
        El menú senderista de hoy nos trae unas cuantas dosis de zagales y zagalas de Esbarre, con ese toque especial de los amigos y amigas de Montañeros de Aragón. Para darle el punto exacto, le añadimos una pizca de sal, un toque de pimienta y ¡voilà! Tenemos un plato que haría babear a los más altos dignatarios del reino.
Castellote
        El bus de hoy va pilotado con mano santa por el inigualable amigo Pablo, auténtico virtuoso del volante y domador de curvas, que nos lanza, con arte, hacia las recónditas tierras del Maestrazgo. 
        El viaje, lejos de ser un simple trayecto, es algo así como una clase de historia: Belchite, ese triste monumento a la cabezonería humana; Lécera, donde dicen que aún brotan, entre olivos, algunas raíces familiares de nuestra querida Maite; y Andorra, no la de los youtubers, sino la que lidia con el apagón de su central térmica como buenamente puede. Allí, nuestro buen Pablo —con ese sexto sentido para detectar cafés y vejigas desesperadas— hace parada técnica: unos desayunamos, otros picoteamos, y la mayoría... digamos que aliviamos presiones internas. Una excursión, vamos, que ya empieza con buen rollo.
Pueblo viejo de Belchite
        ¡Allá que vamos! Curva aquí, curva allá, atravesamos el túnel que nos da la bienvenida a Castellote, punto de partida y regreso de la ruta de hoy. Nos calzamos las botas con aire de exploradores avezados, Ricardo desenfunda su "supercámara", nos retrata con su mejor encuadre, Enrique, ante un panel, nos cuenta el recorrido y ¡hale!, a comenzar.
La superfotografía de la supercámara de Ricardo
        Los primeros metros los recorremos por las calles que, para no perder la costumbre, se empinan alegremente hacia arriba, como si quisieran ponernos a prueba desde el minuto uno, en busca de la senda PR-TE. 53, que nos acompañará fielmente durante casi todo el recorrido.
Arrancando
        Con el primer sofocón mañanero, llegamos a la iglesia de San Miguel, que se muestra en todo su esplendor: monumental, elevada y presidiendo el pueblo con aires de grandeza. Su portada, sobria, pero imponente, luce ese gótico levantino que tanto gusta, salpicado de dragones, leones y sirenas que parecen vigilar al caminante. Encima de ella, un rosetón de los que no se andan con medias tintas.
Iglesia de San Miguel
        Abandonamos el pueblo con la vista puesta en su imponente castillo, listos para la conquista... o eso creemos. Pero el guion nos reserva un desvío: en el collado conocido como "Las Lomas", justo cuando el castillo parece al alcance de la mano, giramos a la derecha (este), como quien se arrepiente a último minuto, para subir a la Atalaya. Y ojo, que durante un kilómetro nos toca transitar un "no sendero", de esos que solo existen en la imaginación del más optimista, pero que se deja querer por la belleza de la cresta que recorre.
Hacia la Atalaya
        Alcanzamos este magnífico balcón natural, desde donde el Maestrazgo se nos ofrece en todo su esplendor. El embalse de Santolea, en modo “lleno hasta la bandera”, brilla sin sol, y allá al fondo se dejan intuir pueblos como Más de las Matas, Aguaviva o Seno, que juegan al escondite con la distancia. Más cerca, asoman sin disimulo los tejados de Castellote, el castillo y la ermita del Llovedor, que nos hacen ojitos: serán los siguientes en caer.
Embalse de Santolea
        Así que, tras inmortalizarnos con una autofoto de grupo desandamos lo andado hasta el collado, y esta vez sí, tomamos rumbo oeste. El camino, ahora mucho más civilizado, incluso presume de rampa-escalera que nos allana la conquista del Castillo de Castellote.
Foto en la Atalaya
        Pero ¡ay!, antes de llegar, nos topamos con un caballero templario, espada en ristre (al que le hago frente con el arma del más osado senderista), que nos recuerda que aquí la Orden del Temple tuvo cuartel y, probablemente, muy malas pulgas.
Finalmente, me rendí
        El castillo, encaramado en lo alto de un escarpe rocoso, domina el pueblo como quien no se fía ni un pelo. Su ubicación, desde luego, lo ha convertido en protagonista de todos los saraos bélicos del Maestrazgo: Reconquista, Guerras Carlistas... y ahora, nosotros.
Castillo (desde la Atalaya)
Castillo, bajo su muralla
        La nuestra, eso sí, es una batalla más terrenal: la del hambre. Así que organizamos una tregua gastronómica con tentempié incluido (triunfo del plátano), porque queda jornada.
        Recogemos las mochilas para tomar un sendero que se descuelga sin piedad hacia el barranco del Llovedor. Por suerte, unas sirgas nos echan un cable —literalmente— y garantizan que este puñado de senderistas valientes y algo cabezotas siga adelante con dignidad.
Descenso
        Nos situamos bajo uno de los once arcos del acueducto medieval de Las Lomas, conocido también con el sugerente nombre de "Puerta del Gigante" —y no es por casualidad, que uno se siente pequeño de verdad aquí abajo. Esta imponente obra de ingeniería no era mero adorno: servía para canalizar las aguas que abastecían la villa.
Acueducto
        Pasamos bajo el último arco que llaman «Puente del Gigante», ya que se alza nada menos que 14 metros. Y ahí estamos nosotros, pasándolo tan campantes, como quien no se da cuenta de que camina por una joya medieval alzándose al aire. Gigantes no seremos, pero por un momento, nos sentimos parte de la historia.
Puente del Gigante
        El castillo, glorioso hace un rato, ha quedado allá arriba... muy arriba. Ahora lo miramos con el cuello torcido y un suspiro resignado, mientras el sendero nos hace cambiar de dirección, girando hacia el este y subiendo unos metros hasta casi rozar el collado por el que ya pasamos antes. Una especie de déjà vu con sudor incluido.
        Nos da la bienvenida el peirón dedicado a la Virgen del Agua, patrona de Castellote, que parece avisarnos con gesto cómplice: “atentos, que viene lo bueno”Y vaya si viene. A nuestra izquierda, unos cien metros más abajo —sí, abajo, claro— serpentea el barranco del Llovedor. Al otro lado, pegadita como una cabra montesa a la pared rocosa, sobrevolada por los buitres, asoma la ermita del mismo nombre. Está ahí, casi al alcance de la mano... si esa mano mide ciento cincuenta metros y no sufre del codo. Porque sí, para llegar hasta ella toca currárselo: hoy no se reparten milagros así como así.
Ermita del Llovedor
        Y como lo alto hay que ganárselo bajando primero, allá que vamos, en alegre procesión, descendiendo con decisión hasta la A-226, esa carretera que pasa por ahí como si nada, ajena a nuestras pequeñas epopeyas. La seguimos unos metros y, tras besar el fondo del barranco —en el sentido más literal—, toca lo inevitable: volver a subir.
––Ahora subo, ahora bajo, ahora...––
        Ahora nos enfrentamos a una carretera secundaria que da acceso a la ermita. Pequeña, sí, pero con una rampa que le saca los colores hasta al más en forma. Y es que el lugar no se llama “Llovedor” por casualidad: junto a la ermita, el agua se filtra por la ladera y cae dulcemente en un estanque. Un rincón que hace honor a su nombre, y que por fin justifica el esfuerzo... aunque sea con las piernas temblando.
Hemos llegado
Balsa del Llovedor
        Unos decían de zampar ya, otros que mejor luego, y hasta apareció un visionario proponiendo el plan maestro del "medio bocata ahora y el otro medio después" —que no se llamaba Salomón, pero casi—. Tras idas, venidas y miradas de hambre nivel lobo, gana la opción lógica: comer 
ya mismo, que no estamos aquí pa’ sufrir. Así que, bajo el sagrado patrocinio de la Virgen del Agua Bendita y del frescor celestial del Llovedor, sacamos el condumio y... ¡Hala!, todos a darle al bigote con entusiasmo y sin contemplaciones.
Las paredes también lloran
        Con el buche lleno y el espíritu algo más flojeras, emprendemos el descenso al fondo del barranco —nombre técnico: “la sima del bostezo post-bocata”— para luego encarar una rampa que, tras la comilona, ya no es rampa, sino pared vertical en versión drama. Cruzamos la carretera (sin perder a nadie, milagrosamente), para subir un trozo que ya habíamos bajado antes… porque la vida, amigos, a veces es así de irónica.
Allí queda la ermita
        Tomamos una sendita que serpentea entre pinos, sabinas, algún enebro distraído y unas oliveras que nos miran con cara de "a estas alturas del día… ¿todavía caminando?". Llegamos por fin a una pista. Nos reagrupamos en el "Pocico de San Juan". A la izquierda, se abre una panorámica estupenda del bonito agujero que ha dejado la mina a cielo abierto de María Luisa
Mina de María Luisa
        Al fondo, bajo la imponente silueta del castillo que nos mira como diciendo “anda que no os queda ná”, se perfila por fin el final de la ruta. Allí nos espera Pablo, nuestro ángel de la guarda motorizado —mitad chófer, mitad socorrista emocional—. Procedemos a una ligera desinfección estratégica: lo justo para no levantar sospechas olfativas en algunos de los bares de la plaza. Porque si el universo se alinea (y el camarero no huye), nos caerá una jarra —o dos o tres— de birra bien merecida. Y entonces sí, que se preparen los grifos, que esta panda de andarines con la garganta seca está dispuesta a vaciar la despensa líquida del pueblo… y con estilo.
        Y es que, señores, ¡nos la hemos ganado a pulso!
Dando de beber a las células (foto de Ricardo)
        Aquel “menú senderista” al que aludía al principio ha resultado todo un acierto. Y no ha sido por casualidad, sino gracias a quienes lo han cocinado con cariño, dedicando tiempo, cuidado y ganas. También a los ingredientes que han aportado lo suyo: el paisaje, la compañía, las risas compartidas, el silencio en el momento justo. Todo ello ha ido cociéndose a fuego lento en este puchero de senderos y emociones, hasta convertirse en algo más que una ruta: una experiencia cálida, sencilla y de esas que dejan buen sabor mucho después de haber terminado.
        Buen provecho


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Datos técnicos
Recorrido
Perfil:
Distancia, 12,5 km.
Desnivel positivo, 598 m.
Desnivel negativo, 598 m.
Track

Nota.- Recuerdo a quienes hacéis algún comentario, la posibilidad de identificaros, pues me es imposible contestar, agradecer, debatir... Y sino, no pasa nada. "Hala pues".



lunes, 7 de abril de 2025

LÚSERA - IBIRQUE (circular por los barrancos de la Tosca y Cambón)

Día 6 de abril de 2025 
        No hace mucho, mientras dábamos buena cuenta de unos días de asueto levantino —ya sabes, homenajeando al Mediterráneo como se merece, con sol, arroz y siesta. Bueno, y alguna caminata—, nos llegan noticias de que los, como dice Richi, irreductibles amigos de Esbarre andaban dale que te pego con esta travesía. Y claro, uno, que es humano y, no sé si por envidia o por no perder comba, se revuelve en el sofá y le suelta a Maite, con tono de conspirador:
—Oye, el domingo anuncian buen día... ¿nos marcamos un "p’allá"?
Y Maite, que para estas cosas no se anda con rodeos:
—¡Hala pues!
        Total, que servidor se pone en modo “influencer de montaña”, se zambulle en la red correspondiente, pilla rutas de aquí y allá, las mezcla como si fueran un gin-tonic de sábado noche, y nos lanzamos a la aventura, a lomos del buga, rumbo a la siempre majestuosa Sierra de Guara, más concretamente a la Belarra.
Sierra de Guara (cara norte)
        Conduzco, y aunque voy ojo avizor con la carretera y los coches que adelantan como si no hubiera mañana, no puedo evitar echarle un ojo (el bueno) al paisaje. Porque el viaje hacia Huesca es un espectáculo: campos verdes como si les hubieran pasado un filtro de Instagram, gracias a unas lluvias recientes que han dejado todo como recién duchado.
        Y por si fuera poco, los embalses, Arguis y Santa María de Belsué, rebosando agua y gloria, nos saludan al pasar como diciendo: “Agüita vais a tener, muchachos.” Vamos, que ya sabemos que en esta ruta, el líquido elemento va a ser más protagonista que el pelo del Trump.
Embalse de Sta. María de Belsué
        El buga, fiel compañero de fatigas, se queda paciendo tranquilamente en el parking de Lúsera, como un corcel moderno al que le toca descansar mientras los humanos sudamos la camiseta. Y sin más dilación que la necesaria para atarnos los machos (léase: botas, cordones, moral) y embadurnarnos de crema solar, nos lanzamos al sendero siguiendo las indicaciones de un cartel.
Lúsera
        Los primeros metros, ya conocidos de otras andanzas, nos conducen por la margen derecha del barranco de la Tosca (o Alaña). Y lo que decía antes del agua no era hipérbole de entusiasta: lo del protagonismo hídrico va totalmente en serio. La criatura líquida baja con alegría, empujada por las lluvias recientes y el deshielo, como si tuviera prisa por llegar a alguna parte, formando bonitas cascadas como la de la Toba. Y en su camino, se entretiene formando pozas aquí y allá, verdaderas joyas naturales donde el agua descansa, se arremolina y presume de transparencia.
Cascada de la Toba
 Vamos, que si en alguno de los vados no lleváramos cuidado, acabaríamos con los pies en remojo antes de decir “¡qué fresquita está!”. Y aun así, con esa música de fondo hecha de cascadas y rumor de corriente, es imposible no sentirse parte del paisaje.
Toda una especialista en el arte de cruzar por vado
                    Al fondo se adivina la silueta de los escarpes esculpidos por la erosión del agua. Poco a poco vamos ganando altura, sin prisas, pero sin pausa, mientras el sendero se abre camino entre robles que, todavía desnudos, parecen estar aguardando con paciencia a que la primavera les regale su nuevo atuendo.         A nuestro paso, empiezan a asomar las primeras flores de la temporada, como si quisieran darnos la bienvenida: narcisos en tonos amarillos y blancos que salpican el suelo como pequeños soles y lunas, y delicadas prímulas acaulis, que se asoman tímidas entre el verde. El silencio en el camino tiene premio: vemos una cabra, una raposa y, creemos, un jabalí (o algo que se movía con mucha prisa y poco interés en saludar). Así es la soledad en la montaña, que hasta la fauna se anima a hacer acto de presencia.
Narciso de flor blanca
        El aire huele a limpio, a tierra húmeda y a promesa de buen tiempo. El murmullo del agua, el susurro del bosque, el canto juguetón de los pájaros… todo se confabula para crear una atmósfera tan serena, tan bonita, que por un momento uno no sabe si está caminando por la sierra o por un rincón discreto del paraíso.
Caminando...
        Llegamos a un cruce donde un rústico cartel señala el camino a Usieto. Pero no, lo nuestro va por otra dirección —que bastante lío tiene ya uno con orientarse, como para irse por donde no toca—, así que seguimos rumbo este, con paso alegre y las piernas empezando a sospechar que esto no era un paseo por el parque.
¿A Usieto? Esta vez no
        Pronto cruzamos una zona conocida como Las Planas, que de planas tiene lo justo. Dos enormes mojones de piedra, nos hacen levantar la vista y ahí está: la torre de la iglesia de Ibirque asomando en el horizonte, como quien dice “aquí sigo, aunque sea en ruinas”. Y para allá que vamos, con un pequeño repecho que pone a prueba las piernas.
Para no perderse. Al fondo se ve Ibirque
        Ibirque, como tantos otros en esta tierra, es un pueblo que hace tiempo cerró la persiana. Las calles, tomadas por las zarzas, tejados vencidos por el tiempo, maderos apuntando al cielo como si buscaran respuestas... y ese silencio. Un silencio espeso, bonito, que no incomoda, sino que abraza.
Testimonio de un tiempo pasado
        Nos sentamos junto a lo que queda en pie de la iglesia de San Martín de Tours. Y, como manda la tradición no escrita del senderismo, sacamos el plátano. Ese plátano que, por algún extraño pacto ancestral, se convierte en el almuerzo oficial de cualquier caminata. 
Un alto en Ibirque
        Mientras descansamos, el paisaje se despliega ante nosotros como un cuadro de lujo: el Tozal de Guara, que sigue con nieve, domina la escena con su hermano pequeño, el Fragineto, a un lado. Y si uno afina la vista, asoma también el Borón, muy discreto él, espiando tras la Gabardiella.
Tozal de Guara
        Pero claro, por muy bien que se esté aquí en la solana, no hemos venido solo a sestear. Así que nos calzamos de nuevo la motivación, retrocedemos unos metros y tomamos el GR-16, sendero que baja con alegría —y con alguna que otra piedra traicionera— por el barranco Ortato, que vadeamos con estilo. Más adelante, el barranco de Cambón nos recibe con sus cascadas rugiendo como si nos quisieran impresionar. Y vaya si lo consiguen.
Barranco de Cambón
         Seguimos el descenso con más cuidado que un gato en una cristalería, porque aquí no solo corre el agua por el barranco, no... también ha decidido tomar el sendero como autopista, formando charcos, regueros y alguna que otra trampa fangosa que amenaza con quitarnos las botas de un tirón. Aun así, avanzamos con dignidad (más o menos) hasta enlazar con la GR-1, senda que en este tramo une Nocito con Lúsera, y que nosotros, con toda la lógica del mundo, tomamos en dirección oeste.
Senda con agua
       Ahora empieza un ascenso continuo, de esos que no son criminales pero sí puñeteros, porque las piernas ya llevan su tute y, como suele pasar a ciertas edades, el motor sigue funcionando pero en modo eco. Vamos más lentos, sí, pero con estilo.
Alcanzamos el collado Barbero —del apellido no preguntes, que no venía con nota aclaratoria— y casi sin darnos cuenta, ya estamos en el de Santa Coloma, en las faldas del Tozal de Manzanera, que nos mira desde arriba como diciendo “¿a ver si os creíais que esto se acababa ya?”.
De bajada
        A lo lejos ya se ve Lúsera, ese oasis de coche aparcado y ropa seca. Pero, ¡ay!, aún queda camino. Desde aquí la senda se despeña en varias lazadas de esas que te hacen pensar que estás avanzando cuando en realidad das vueltas como peonza. Vamos perdiendo altura con cada zancada hasta encontrarnos con el barranco de Santa Coloma, y después, como quien repite de postre, volvemos a vadear el de la Tosca, que parece haber dicho “si os gusto, aquí me tenéis otra vez”.
Se adivina Lúsera
       Y ya casi, casi estamos. Como el pueblo lo hemos visitado en varias ocasiones, y el cansancio empieza a hacer acto de presencia con voz grave y dolor de rodillas, tomamos un atajo que, dicho sea de paso, los jabalíes lo han dejado bien labrado. Pero bueno, cumple su función, y en un santiamén nos deja de vuelta en el punto de inicio. 
    Fin de ruta y... a casita.


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Nota.- Recuerdo a quienes hacéis algún comentario, la posibilidad de identificaros, pues me es imposible contestar, agradecer, debatir... "hala pues".