Día 27 de abril de 2025
No tengo por costumbre (ni sé muy bien por qué) en narrar nuestros paseos urbanos o semiurbanos. Esos días grises en los que, por diversas razones, nos vemos relegados a la ciudad, Maite y yo optamos por mantener las viejas costumbres (y las tabas) en buen estado, y así nos damos un paseo, aprovechando que en Zaragoza contamos con tres ríos (con sus arboladas orillas), un canal, parques encantadores y unos cuantos paseos donde los excesos urbanísticos del siglo XX no lograron destruir algunos edificios notables, como los que aún resisten en el paseo de Sagasta (lugar de arranque y final de nuestro derrotero mañanero). ¡Paseos y caminos, una alianza estratégica contra el óxido de los años! ¡Y cierzo, mucho cierzo!
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Paseo de Sagasta |
Nuestros pies nos arrastran por el Parque Grande José Antonio Labordeta. Lo de "Parque Grande" fue el apaño que encontramos los zaragozanos para no tener que pronunciar el antiguo nombre, que sonaba más a crujido de bisagra oxidada que a homenaje digno. |
Un rincón del Parque Grande |
A nuestra derecha queda el Paseo de San Sebastián, adornado con tres fuentes cibernéticas. Arriba, coronando las escalinatas del cabezo Buenavista, se alza la estatua de Alfonso I el Batallador, ese monarca que, en cuestión de amores, prefirió el ruido de las armas al susurro de Doña Urraca o de dama alguna. Y francamente, tampoco es que pusiera mucho empeño en disimularlo. ¡Un caballero de lo más encantador, sin duda!
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El Batallador, desde el paseo de San Sebastián |
Abandonamos, muy dignamente, fuentes y reyes, para lanzarnos al agradable paseo de los Bearneses. Allí, entre plátanos tan enormes que uno esperaría encontrar a Tarzán colgando de ellos, caminamos bajo un desfile de copas verdes perfectamente alineadas. A un lado la Acequia de las Abdulas susurra, mientras paseamos por un auténtico túnel verde. |
Paseo de los Bearneses |
Poco a poco, como quien no quiere la cosa, vamos dejando atrás el parque, para aparecer, con cierta dignidad, en la margen izquierda del Canal Imperial de Aragón. Esta magna obra hidráulica, levantada a finales del siglo XVIII entre Fontellas y Fuentes de Ebro, fue diseñada en tiempos del ilustrado Ramón Pignatelli, ilustrado zaragozano y hombre de ideas tan avanzadas que hoy seguramente le bloquearían en redes sociales. El canal tenía dos nobles propósitos: regar los campos y permitir la navegación. De lo segundo, sinceramente, yo solo he visto barquitas manejadas a brazo partido por jóvenes enérgicos —y a veces bastante torpes— que nos creíamos marineros de agua dulce en las tardes de domingo. No había móviles, claro, así que había que remar... y de verdad. |
Canal Imperial de Aragón |
En la otra orilla, los Pinares de Venecia me devuelven, como un susurro del tiempo, a aquellos años lejanos en los que la vida transcurría sencilla y eterna entre pino y pino. Desde la niñez hasta la juventud, crecimos allí, entre risas y silencios, entre juegos y confidencias, soñando juntos —amigos y amigas— con un futuro que entonces nos parecía lejano, casi inalcanzable, como si siempre fuéramos a permanecer bajo la sombra protectora de aquellos árboles. |
Canal con vida |
Por este encantador recorrido llegamos al Ojo del Canal, ese prodigio donde el ilustrado Pignatelli decidió levantar un puente para que el canal no se ahogara en las aguas del río Huerva (o La Uerba, en aragonés). Un río que, dicho sea de paso, al llegar a Zaragoza parece practicar la magia: desaparece bajo los paseos de la Gran Vía y Constitución como si fuera un truco de prestidigitador. |
Una vieja fotografía del Ojo del Canal |
Abandonamos el Canal por el camino de la Junquera, que en otros tiempos serpenteaba entre campos y aire limpio, y que hoy discurre, resignado, entre urbanizaciones y más urbanizaciones, como si alguien hubiera confundido el campo con un catálogo de chalets. Qué lejos quedan aquellos días en que, cargados con garrafas y mucha ilusión, íbamos de excursión con los abuelos a la Fuente de la Junquera, esa fuente milagrosa de la que se decía que su agua era casi poción mágica. No sé si tendría realmente propiedades saludables... pero aquí seguimos, bien terrestres y, por ahora, sin alas ni aureolas. |
Fuente de la Junquera |
Ahora avanzamos por la margen derecha del Huerva, ese río tímido que, en este tramo libre de cemento, aprovecha para desaparecer entre una espesura de vegetación desatada. Allí, entre sotos —esas nobles junglas locales compuestas por hierbajos, arbustos rebeldes y árboles que crecieron donde les vino en gana—, el río juega a esconderse, como si supiera que en cuanto lo pillemos a la vista, alguien vendrá con hormigón en mano.
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El Huerva asomando su rostro |
Efectivamente, abajo, junto al río, ni rastro de cemento, un pequeño triunfo de la naturaleza... hasta que levantamos la vista y, ¡sorpresa!, ahí están, imponentes y nada discretos, un par de viaductos: el del AVE y el de la Z-40, esos monumentos al progreso que nos recuerdan que, aunque abajo el río aún susurre entre los árboles, arriba rugen los trenes y los coches, llevando el presente y el futuro bien embalados en hormigón armado.
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Hacia los viaductos |
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Caminos de hierro |
Poco a poco nos vamos despidiendo del río, para, en la muga de Cuarte de Huerva, empezar a subir camino de las Planas de Torrero. Aquí el paisaje decide cambiar de tercio: la vegetación de ribera se retira elegantemente y da paso a la estampa esteparia, donde el tomillo y el romero perfuman el aire como si estuviéramos en un anuncio de jabones, acompañados, eso sí, de cardos peleones, ababoles, zamarilla y varas de San José, que parecen haber colonizado el terreno a fuerza de pura terquedad. Alguna otra planta se cuela en el cuadro, pero ya nadie le pregunta el nombre. |
Zamarilla |
Una vez arriba, el cierzo arremete con más fuerza, pero, ¿qué le vamos a hacer? No hay viento que nos haga mella. En compensación, la vista hacia el norte nos regala un paisaje conocido: la sierra de Gabardiella se despereza en el horizonte, el Fragineto se yergue con aires de protagonista, el Tozal de Guara posa como queriendo salir bien en la foto, y, tras las nubes, asoman tímidamente las grandes cumbres del Pirineo, como gigantes dormidos que aún no han decidido si despertar o seguir soñando |
Una mirada al norte |
Así que, con paso firme, seguimos nuestro camino, cruzando nuevamente sobre las vías del AVE y la Z.40, como si tal cosa. Afortunadamente, la vegetación de los Pinares de Venecia ya se deja ver en el horizonte, y, antes de que alguien empiece a imaginar gondoleros y canales, aclaremos que este rincón poco tiene que ver con la ciudad de las góndolas. El nombre le vino dado por el Canal Imperial de Aragón, que atraviesa la zona y guarda cierto aire veneciano. En realidad, lo que tenemos aquí es un vasto pinar de pino carrasco en el distrito de Torrero, formado por plantaciones que arrancaron en 1914, gracias a la "desinteresada colaboración de los presos de la cárcel". Porque, amigos, un poco de trabajo nunca viene mal, ni siquiera entre barrotes. |
En los Pinares de Venecia |
Seguimos adelante, ahora junto a las tapias del Cementerio de Torrero, donde aún persiste la marca imborrable de la infamia: impactos de bala, cicatrices abiertas por los fusilamientos de la dictadura franquista. Allí dispararon contra hombres y mujeres cuyo único crimen fue defender la libertad y la democracia. Esas huellas, ásperas y dolorosas, no son un vestigio cualquiera: son un recordatorio incómodo y necesario de lo que ocurre cuando el odio y la tiranía se imponen. Y, pese a que los actuales mandatarios municipales lo intentan tapar, no, no debemos olvidarlas. Nunca. |
Nunca más |
Chino, chano, llegamos al puente de América, que salva las aguas del Canal Imperial. Que nadie se emocione: aquí no hay ni rascacielos de Nueva York ni selvas del Amazonas. El nombre le viene, más modestamente, del Regimiento de América, que tenía su cuartel cerca y cuyos pontoneros, con mucha maña y pocas alharacas, levantaron el primer puente.
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El Canal, desde el puente de América |
Poco más adelante, hacemos entrada en el Parque de Pignatelli. No, no es el más grande de Zaragoza. Ni el más céntrico. Ni el más famoso, ni el más visitado. De hecho, tampoco presume de los árboles más espectaculares ni de jardines que corten la respiración. Y, sin embargo, algo lo pone en el mapa: fue el primer parque urbano que vio la ciudad. Un pionero, a su manera. Claro que, en 2023 (año electoral), alguien decidió que lo que realmente necesitaba era más hormigón —porque, ya se sabe, el verde está muy sobrevalorado— y le regalaron una ampliación donde el cemento reina a sus anchas. Eso sí, añadieron un estanque de tamaño “bonsái”, que iba a tener barcas... pero debieron extraviarse en el camino. Cosas del progreso. |
Al fondo, el Parque Pignatelli. Delante... |
Y nada, aquí estamos, en el principio y final del trayecto, casi a la puerta de casa. Un paseo, sí, modesto, sin la grandeza de valles infinitos ni cumbres majestuosas (ya llegarán). No se han visto monumentos deslumbrantes, salvo quizá alguna estatua de un monarca. Pero, en fin, ha sido bastante más duro que pasar la mañana en el sofá, que para eso sí que no hay comparación. Aquí, al menos, te has movido un poco, que ya es algo. ¡Hala pues!
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Datos técnicos
Nota.- Recuerdo a quienes hacéis algún comentario, la posibilidad de identificaros, pues me es imposible contestar, agradecer, debatir... Y sino, no pasa nada. "Hala pues".