jueves, 13 de marzo de 2025

PEÑÓN DE IFACH (O PENYAL D'IFAC)

 Día 12 de marzo de 2025
            Cuando uno está de paso por la comarca alicantina de la Marina Alta y se da algún que otro "rule", es imposible no toparse con ese peñasco de 332 metros de altura, que se planta con toda su chulería sobre el Mediterráneo. Ahí está, desafiando al tiempo y al personal, el Peñón de Ifach, ese pedazo de roca que ni los rascacielos de Calpe (auténticos altares al pelotazo urbanístico) consiguen destronar de su papel estelar.
El Peñón de Ifach
        Pues nada, Maite y un servidor, viendo que entre borrasca y borrasca se nos abre un resquicio de cielo, decidimos tirar "p'allá", no vaya a ser que el Peñón se nos ofenda. 
        Dejamos el buga en barbecho y desde nuestro cuartel general en la zona de la playa de la Fossa, nos lanzamos a la aventura.
        Tras un placentero paseo, junto al mar, iniciamos nuestros andares por un camino, de esos que engañan: tranquilito, bien empedrado, de postal.
Buen camino (por ahora)
        En las faldas del peñón encontramos el yacimiento de  la Villa Medieval de Ifach, ordenado por Pedro I de Aragón, que mandó construir para la defensa de buena parte de este litoral.
Yacimiento
        Pero pronto empezamos a subir y el sendero, impecablemente acondicionado, se abre paso entre carrascas y pinos que, a juzgar por sus formas retorcidas, han debido de tener más de un rifirrafe con el viento. Vamos, que más de uno apunta "mirando a Cuenca" en señal de rendición.
Mirando a Cuenca
        Nosotros, en cambio, ponemos el modo explorador y echamos la vista a otro lado. Arrancamos por el oeste, donde el Parque Natural de la Serra Gelada nos saluda con su silueta, y seguimos el barrido visual hasta toparnos con la calpina Sierra de Oltá, que, dicho sea de paso, conquistamos hace apenas cuatro días (
pruebas aquí, por si alguien duda de nuestra heroicidad). A sus pies, Calpe y sus salinas posan como si supieran que las estamos admirando.
        Giramos la cabeza hacia el este y ahí nos recibe la playa de la Fossa, con su arena dorada y su brisa marina, escoltada a lo lejos por el imponente Parque Natural del Montgó. Y al final de la línea de costa, como un vigía que lleva siglos en su puesto sin moverse ni un milímetro, la punta de Moraira con su torre defensiva D´Or, testigo mudo de navegantes, aventureros y algún que otro turista despistado.
        Alcanzamos el Centro de 
Interpretación del Parque Natural, aquí presentamos las correspondientes reservas (necesarias desde el año 2020)
        A partir de aquí el camino se encuentra empedrado y asequible a cualquier tipo de visitante, hasta que alcanza un túnel, una oscura boca cavada en la montaña que nos ofrece un suelo irregular con rocas resbaladizas, habilitado con cadenas unidas a las paredes del túnel para facilitar el paso del personal.
A punto de entrar en el túnel
        A partir de aquí, la senda se pone juguetona y nos sube la dificultad un par de niveles. El suelo, compuesto de rocas calcáreas más pulidas que el mármol de una catedral, nos obliga a andar con más tiento que un gato en una tienda de porcelana. Para sortear el tramo, nos agarramos a unas cuerdas y cadenas ancladas en la piedra.
¿Midiendo el vacío?
        En este punto, aparece nuestra vieja conocida, "Doña Prudencia", con su cara de circunstancias y su tono de madre preocupada, susurrándonos al oído: "Ojito, que aquí un resbalón y os hacéis un estropicio de campeonato". Así que, obedientes, ponemos los cinco sentidos en cada paso, no vaya a ser que acabemos con más rasguños que un gato callejero.
        Llegamos al desvío hacia el mirador de los Carabineros, pero lo dejamos para la bajada, que ya habrá tiempo de asomarnos por allí. Ahora lo que toca es seguir subiendo, que el Peñón no se va a conquistar solo.
Con alegría
        En esas estamos cuando se nos acopla una joven pareja con cara de haber acabado aquí por pura casualidad. Despistados, sí, pero con ganas. Así que, combinando su lozanía con nuestra veteranía (y nuestra tendencia a meternos en estos berenjenales), formamos un equipo improvisado y seguimos tirando para arriba.
        Después de sortear unos cuantos pasos y marcarnos alguna que otra trepada sin despeinarnos demasiado, alcanzamos la cresta que nos deposita en la cima. 
En la cima del Peñón de Ifach
        En condiciones normales, aquí nos sentiríamos los auténticos
 reyes del pedrusco… pero no. Porque las verdaderas dueñas del cotarro son las gaviotas patiamarillas, que nos miran con cara de pocos amigos, como si fuéramos okupas en su territorio. Y ojo, que en los meses de abril, mayo y junio, cuando andan en plena nidificación, la cosa se pone seria: dicen que por aquí se pueden ver los nidos con sus polluelos y a las madres en modo ninja, listas para defender a su prole de cualquier intruso. Que algún que otro curioso ha acabado bajando a destiempo, por subestimar el mal genio de estas señoritas aladas.
Gaviota patiamarilla
        Alcanzamos la cima y, de repente, los ojos se nos vuelven pajaritos, casi en sintonía con las gaviotas que nos vigilan de reojo. El paisaje es de esos que dejan sin palabras (y eso en nosotros es raro): mar, hermoso mar, hasta donde alcanza la vista, montañas que se pierden en el horizonte, y unos rascacielos que, desde aquí arriba, parecen de juguete, como sacados de Lilliput.
Lilliput
        Para rematar la jugada, el cielo está tan limpio que hasta nos regala una vista inesperada: allá, en la lejanía, asoma la silueta de Ibiza, como un guiño para recordarnos que el Mediterráneo siempre tiene algo más que enseñarnos.
        Toca bajar, y lo hacemos con cuidadín, que entre la lluvia de anoche, lo traicionero de la roca y nuestras articulaciones, con más kilómetros que un taxi, la broma podría salirnos cara. Así que paso firme, manos listas para cualquier apoyo estratégico y, por si acaso, alguna que otra súplica a los santos del equilibrio.
¡Cuidadín!
        Aun así, llegamos sanos y salvos al desvío antes mencionado, para acercamos al mirador de los Carabineros. En su día, este era un punto de vigilancia de aquellos agentes encargados de poner freno al contrabando. Hoy, en cambio, solo vigila el mar… y a unos cuantos senderistas que, como nosotros, vienen a curiosear y a imaginar historias de lanchas furtivas y negocios en la sombra.
 
En el mirador de los Carabineros
        Un último vistazo al Mediterráneo, ese mar eterno, tantas veces contado y cantado, que hoy se nos muestra como un inmenso cementerio azul. Aguas que antes fueron cuna de civilizaciones y ahora son fosa de quienes huyen del horror, aferrándose a la esperanza de una libertad que, cruelmente, sigue siendo solo una promesa incierta.
Sin palabras
        Poco a poco seguimos bajando, desandando lo andado, con ese aire de quien ya ha conquistado la cima y ahora solo quiere llegar abajo sin estrenar el seguro. Mientras tanto, la memoria nos juega malas pasadas y nos lleva a la última vez que hicimos esta ascensión.
        Comentamos, con cierto recochineo, que hoy nos ha parecido más difícil. ¿Será la lluvia de anoche, que ha dejado la roca más resbaladiza? ¿Será que la dichosa piedra, con tanto trote, se ha pulido aún más? ¿O será, ejem, que ahora somos seis años menos jóvenes? Será, será… pero mejor no insistir demasiado en esa última opción, que ya duele bastante sin necesidad de repetirlo. ¡Je, je!


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Datos técnicos

      

domingo, 9 de marzo de 2025

INTEGRAL DE LA SIERRA D´OLTÁ (circular)

Día 8 de marzo de 2025 
        No es la primera vez que, aprovechando nuestra apacible estancia en la comarca alicantina de la Marea Alta, decidimos acercarnos a alguna de esas sierras que tanto generosamente nos ofrece esta bendita provincia. 
        Hoy, aunque, producto de la borrasca Jana, la mañana se presenta con ese toque apacible que invita a quedarse quietecicos y disfrutar del sofá, la tentación de la montaña siempre puede más. Desde la terraza, la vista no es precisamente un canto a la aventura: lo único que se alcanza a ver de la sierra son sus humildes bajos, el resto está tapado por una niebla densa que podríamos ver en cualquier película de terror de bajo presupuesto. Pero como el tiempo no va a mejorar mágicamente en los próximos días,  así que, ¡ale Maite!, vámonos a la Sierra de Oltá! Total, si ya estamos aquí, ¿por qué no aprovechar el día?
Sierra d´Oltá (sin niebla)
        El buga nos deja en una zona de acampada, y nos señala con esa amable dirección "PCR-CV340", como si no tuviéramos ni la más mínima idea de lo que eso significa. Pero, ni cortos ni perezosos, allá vamos, a meterle mano al asunto.
Comienzo de la ruta
        Como vamos a hacer la ruta en el sentido del reloj, nada más empezar a caminar, tomamos el primer cruce a la izquierda. Y aquí nos recibe una señal informativa que, muy adecuadamente, nos indica el camino hacia la ermita Vella, como si fuera un destino sagrado… aunque, siendo sinceros, no sabemos si la ermita nos espera con sorpresa al vernos surgir de entre la niebla.
Allá vamos
        La ruta va ganando cota (que es un eufemismo para decir que vamos subiendo, porque si dijera "vamos subiendo", perdería todo el glamour). A medida que avanzamos, la pista se llena de pinos mediterráneos. Pronto aparece un mirador, con un banco que, como buen influencer, lleva inscrito "#ASÓMATEACALPE" en su espalda. Pero, claro, lo que no te dicen los influencers de este banco es que deberías asomarte solo cuando no haya niebla, porque hoy, justo cuando hemos elegido esta sierra-balcón tan fotogénica, la boira ha decidido ser la gran protagonista de la mañana. Y, aunque el panorama está más borroso que un café sin leche, seguro que tiene su encanto.
Asómate a...
        En pocos minutos llegamos a la Ermita Vella, dedicada a Sant Francesc, que fue restaurada en año 2002  y que cuenta con una amplia zona de picnic.
Ermita Vella
        Desde la ermita, en un abrir y cerrar de ojos (y en poco más de doscientos metros), abandonamos la pista para adentrarnos en una senda a la izquierda que, sin ningún miramiento, asciende como si el monte tuviera algo personal contra nosotros.
¡P´arriba!
        La lluvia de la noche y la niebla, en un acto de complicidad, han decidido unir fuerzas con las rocas y los cantos rodados para hacernos la vida más interesante, exigiéndonos sacar las manos de los bolsillos en algunos tramos. Diríase que es un terreno tan solo apto para cabras y, ¡leches, claro!, el balido de un cabrito nos anuncia que aquí, entre la niebla, está todo un ganado de cabras asilvestradas, observando la presencia de esta extraña pareja.
Como cabras
––¡ande vais!––
        Afortunadamente, la tortura no es infinita, y tras unos veinte minutos de lucha contra la gravedad, llegamos a un terreno donde la pendiente afloja un poco, como si la montaña dijera: "Vale, ya basta", toma un respiro antes del siguiente tramo.
        Al llegar a un desvío, una señal indica el camino hacia la Mola, un espectacular mirador con vistas a Calpe y su imponente Peñón. Sin embargo, la densa niebla nos impide disfrutar del paisaje, por lo que optamos por dirigirnos hacia la "Cim d'Oltá"
Camino de la cima
        A medida que avanzamos, notamos un cambio radical en el terreno: desaparecen los árboles y predominan especies de bajo porte como el palmito, la coscoja, el tomillo y el esparto. Además, el suelo revela un marcado proceso de erosión debido a la karstificación, que da lugar a las formaciones rocosas conocidas como 
lapiaz.
        Llegamos al Corralet de Oltá, un conjunto de ruinas resguardado bajo un pequeño bosque de pinos, que bordeamos por su lado derecho. El sendero nos guía a lo largo del cordal de Oltá hasta la cima, donde el proceso de karstificación se hace aún más evidente.
Alcanzamos la "Cim d´Oltá", situada a 587 m. de altitud, punto más alto del recorrido y objetivo de esta ruta. 
En la cima
        Desde este privilegiado mirador, se supone que podríamos deleitarnos con una vista impresionante de la Sierra de Bernia, que, por cierto, ya nos pateamos en otra ocasión (por si alguien duda de nuestra heroicidad,
puedes verla aquí). También debería asomarse tímidamente la Sierra del Ferrer, el imponente Montgó y la Serra Gelada, esa otra vieja conocida que también hemos conquistado un par de veces (pruebas gráficas aquí la una y aquí la otra, por si acaso).
Tras la niebla
        Pero claro, hablar de vistas hoy es casi un chiste. La niebla de Zaragoza, esa que tan bien conozco, parece un juego de niños comparada con esta espesura. Aquí el viento no sopla, ruge. Así que, con la dignidad pendiendo de un hilo, una "autofoto" (o como dicen los modernos, un
 selfie) y sin más dilación... p’abajo.
        De regreso, en las inmediaciones del Corralet, tomamos un sendero a la derecha que desciende de forma continua hasta el Pou (pozo) de la Mola. 
Un poco más abajo
        La ruta serpentea por el interior de un barranco frondoso, donde la vegetación mediterránea vuelve a adueñarse del paisaje. Predominan los pinos mediterráneos, acompañados por lentiscos, coscojas, romero, jaras y otras especies características de la zona, creando un entorno natural de gran belleza. Al igual que en la subida, el terreno se muestra resbaladizo, así como la espesura del barro que se aloja en las suelas de las botas, por lo que pedimos consejo a la señora "Precaucion".
        Al final del descenso por el barranco, tomamos a la derecha una pista forestal. A lo largo de este tramo, el paisaje nos revela vestigios del pasado: algunas construcciones en ruinas y una antigua cantera de adoquines —la pedrera—, de donde se extraían piedras utilizadas en la construcción de carreteras y vías urbanas. Estos restos, ahora devorados por el tiempo y la vegetación, añaden un aire nostálgico al camino.
    En este tramo de la ruta, la niebla nos priva de la cima de la Sierra de Oltá, pero a cambio nos regala una visión única de sus imponentes paredes verticales. Entre la bruma, destaca una curiosa formación rocosa separada del macizo principal: una afilada aguja de piedra conocida como el Dit (dedo) d’Oltá, que parece desafiar la gravedad y el paso del tiempo. Eso arriba, mirando abajo, veo nuestras botas, cargaditas de barro.
El dedo se deja ver, arriba, tras la niebla la cima de Oltá
        Finalmente, la ruta  gira hacia el este, llevándonos hasta el 
Pas de la Canal, uno de los puntos más interesantes del recorrido. Aquí, la pista forestal cede el paso a una estrecha y resbaladiza senda pedregosa que desciende en zigzag entre densos pinares.
Pas de la Canal
        Durante el descenso, entre los claros del bosque, volvemos a vislumbrar la silueta imponente del Peñón de Ifach, asomando en el horizonte (otro que también lo subimos en
otra ocasión). Más adelante, la roca da paso a un sendero de tierra que nos conduce hasta el cruce cercano al inicio de la ruta. En este último tramo, la vegetación se vuelve especialmente frondosa, con el pino mediterráneo como protagonista y un sotobosque dominado por especies oportunistas como el palmito, el lentisco y el romero, que se abren camino con exuberancia.
Entre la vegetación
        Alcanzado el punto de partida, solo nos queda desprendernos de las pesadas y embarradas botas, coger el buga y...,  rehidratarnos con un par de birras. 
Habrá que lavarlas
        Arriba, la sierra d´Oltá se la ve muy tapada por la manta que no la ha abandonado en todo el día. ¿Habrá que volver?


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Datos técnicos

domingo, 16 de febrero de 2025

FISCAL-SASÉ (circular por la Solana)

Día 15 de febrero de 2025
            Una vez recogidos en Huesca a quien fuera comandante del batallón esbarriano y su gentil escudera, somos tres docenas de entusiastas mozos y mozas los que, a bordo del carretón hábilmente conducido por el "buen Miguel" nos lleva a las orillas del Ara, último río salvaje de Aragón, ya que ha logrado sobrevivir con el esfuerzo de sus habitantes a las permanentes amenazas de presas y regulaciones fluviales, convirtiéndose de esta forma en un símbolo de pureza y libertad.
Río Ara
        Descabalgamos en el mesón acostumbrado, allí donde los caminos se cruzan y los viajeros buscan su solaz. Nos sirven cafés humeantes, algunos aderezados con pólvora para encender el brío en nuestras entrañas. Atámonos los machos con recia determinación, sabiendo que, bajo la atenta mirada de la imponente Peña Cancias, es este el punto donde dar inicio a la gesta de la jornada que nos aguarda.
Peña Canciás
        Los primeros quinientos metros los hacemos en perfecta formación por la carretera que lleva a Boltaña, como si estuviéramos en un desfile de gala. Luego tomamos el sendero PR-HU.42, ese que sube, sube y no para de subir. Aquí es cuando empezamos a ganarnos el respeto del monte... o al menos intentamos que no nos deje sin aliento. Este camino, que en su día unía los pueblos de Sasé y Fiscal, ahora nos une a nosotros con nuestra voluntad de tirar "p´arriba". Entre quejigos y pinos, vamos subiendo, sin prisa, pero con pausa (esta frase me suena).
Primera cuesta
        A nuestra derecha, allá abajo, como un susurro entre el bosque, se deja entrever el barranco de Arresa, que más adelante cruzaremos con aire de senderistas curtidos. Al otro lado del barranco, en lo alto, asoma la torre de Muro de Solana. Según vamos arañando metros a la montaña, el Valle del Ara se nos despliega como una postal de lujo, escoltado con porte solemne por las sierras de Canciás y Garbardón. En sus márgenes, se asoman, además de Fiscal, tímidamente, pueblitos como Borraste y Ligüerre de Ara, salpicando el paisaje como si quisieran recordarnos que aún queda humanidad (poca) en esta maravilla de la naturaleza.
Fiscal
        El día es espectacularmente impropio de mediados de febrero: temperatura, solana y subida nos exigen hacer una parada 
para desposeernos  de las ropas de abrigo.
        Chino chano, vamos subiendo en dirección norte, arriba asoma el blanco perfil de la Sierra de Coronas. Los muros de piedra seca que jalonan el camino, recién desbrozado, nos anuncian que estamos llegando a Sasé.
Entre muros
        Y, efectivamente, alcanzamos lo que podría ser la plaza del lugar. No vemos ni un alma, pero los artilugios esparcidos por allí dejan claro que alguien debe vivir aquí… o al menos lo intenta.
        Sasé fue un pueblo que durante mucho tiempo tuvo vida propia y, ojo, de humilde nada: el cultivo de patatas llenó los bolsillos de más de uno en sus épocas de mayor esplendor. Hoy, la maleza lo reclama como su propio reino vegetal. En los años 90, el lugar fue "okupado" por el “Colectivo Colores”, quienes, tras mucho experimentar con su ideal de vida alternativa, acabaron teniendo problemas con la administración. Y así quedó Sasé: entre las patatas de oro del pasado y la selva del presente.
En la plaza de Sasé
        La plaza la preside, con toda la dignidad de quien ha visto mejores días, la iglesia (o lo que queda en pie, milagrosamente) de San Juan Bautista, cuyos orígenes se remontan al siglo XII. Su torre campanario, ese emblema que parece desafiar a la gravedad por pura cabezonería, se erige como faro de este valle de la Solana, compartiendo protagonismo con un crismón trinitario que, sobre la puerta, sigue allí por puro orgullo propio, y un bello suelo empedrado que aún no ha decidido cuándo terminará de hundirse.
Iglesia de San Juan Bautista
Crismón
        Nos aventuramos a entrar en la nave, no sin cierta precaución, bajo el constante riesgo de convertirnos en blanco de cualquier desprendimiento espontáneo. Las capillas laterales se abren, tres en total, como invitaciones algo precarias a la contemplación. Sin embargo, no nos engañemos: este impresionante templo, si nadie toma cartas en el asunto, tiene los días más contados que un calendario de fin de año.
Interior
            Después de la debida adoración celestial —como si fuéramos seres elevados que hemos venido aquí a recibir revelaciones en lugar de sudar la camiseta—, es hora de lo verdaderamente divino: un tentempié. Pero antes, no olvidemos la foto de rigor para probar que, efectivamente, tomamos la gloriosa Plaza de Sasé. ¡Ay del que no se agrupe para la instantánea, que quedará condenado al olvido digital!
El batallón
        Con el ego convenientemente alimentado, salimos del pueblo por la parte alta,  hasta conectar con una trocha que indica hacia la ermita de San Miguel. Poco más arriba, alcanzamos la cima del día (1364 m). En este punto, giramos a la izquierda para tomar una senda que, como si nos hiciera un favor, nos ofrece un mirador sobre la majestuosa Peña Canciás. Hacia el norte asoma el mogote de Collarada. Una postal digna de cualquier álbum de "miren lo hemos visto hoy".
De postal
        Pasito a pasito —porque más rápido, ni en sueños—, llegamos a otro mirador, antes de alcanzar finalmente la ermita de San Miguel. El edificio, tan sobrio como práctico, no tiene otra ambición que ofrecernos su acogedor exterior para cumplir con la noble tarea de aligerar nuestras mochilas. Aquí, cada uno procede al sagrado rito del comer, dejando claro que no se ha cargado chorizo y queso hasta esta altura para nada.
En la ermita de San Miguel
        Con el deber patriótico de llenar el buche más que cumplido, emprendemos un descenso, digno de cabras montesas en prácticas, por una senda zigzagueante. El firme es un auténtico desafío: un desliz y terminaríamos besando el suelo con entusiasmo, dejando la culera de los pantalones lista para una exposición de polvo contemporáneo.
Descenso
        Si problemas, alcanzamos el punto llegada y partida sin incidentes dignos de un video viral. Allí nos espera Miguel, tan ufano como siempre, con su carro de lujo, reluciente y casi pidiendo aplausos. Pero lo mejor viene después: el mesón de la mañana, donde el barril de cerveza ya tiembla de miedo porque sabe lo que le espera. ¡A vaciarlo se ha dicho, que después de tanto esfuerzo, lo tenemos más que merecido!
        ¡Hala pues!


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Datos técnicos:



lunes, 3 de febrero de 2025

VILLALANGUA-FOZ DE SALINAS- LA OSQUETA (circular)

Día 2 de febrero de 2025
        ¡Pues sí, amigos, aun siendo días del sofá y manta, mi otra mitad y yo hemos decidido que lo mejor para despejar la cabeza es coger el buga y echarnos al monte! Que sí, que sí, que también nos gustan la chimenea y el chocolate caliente, pero, ni cortos ni perezosos, hemos puesto rumbo al norte, esquivando las carreteras abarrotadas de esquiadores entusiasmados.
        Y en un visto y no visto, ahí estamos, aparcando en Villalangua con el termómetro del coche marcando la simpática cifra de cuatro grados… ¡Bajo cero! Vamos, que si nos descuidamos, el anticongelante nos pide abrigo.
Buena rosada en Villalangua
        El pueblo, más desierto que la agenda de un político en campaña cuando le hablas de promesas cumplidas. Ni humo en las chimeneas, ni un alma en las calles, ni siquiera el santo Miguel asomándose a su iglesia, que parece que ha decidido quedarse dentro al calorcito. Pero ahí estamos nosotros, mochila a la espalda, bien embutidos en capas de ropa, listos para abrirnos paso por esas calles estrechas con la vista clavada en nuestro objetivo: esa imponente pared de roca con su abertura en forma de W. Solo falta ver si conseguimos llegar sin convertirnos en estatuas de hielo en el intento. ¡Que empiece la función!
Iglesia de San Miguel
          
Descendemos cuál intrépidos exploradores hasta las gélidas orillas del Río Asabón, donde desafiamos una pasarela helada con la destreza de un equilibrista en el circo. ¡Claro, con mucho cuidado, no vaya a ser que acabemos patinando sobre el hielo como en una comedia de enredos!
        Los primeros metros nos llevan por una fría pista, hasta llegar a un majestuoso roble donde, convenientemente, una señal nos dice: "¡Adelante, pareja! Tomad la senda marcada como PR-HU 97, alias el 'Camino de Agüero', que nos llevará a las profundidades más sombrías de la sierra". 
Puente sobre el Asabón
        Villalangua queda atrás, arropada en su manto de "blanco nieve", despidiéndonos con la indiferencia de quien sabe que volveremos con los pies helados. Frente a nosotros, la imponente Foz de Salinas nos observa con la seriedad de un viejo guardián de piedra, pero antes de alcanzar su reino, toca avanzar por una senda donde cada paso hace crujir el hielo como si estuviéramos pisando una galleta demasiado congelada. Un zorro huye ante nuestra presencia.
La Foz de Salinas
        Por suerte, la subida nos pone a trabajar, y poco a poco se convierte en un sistema de calefacción natural. Las manos, que hasta ahora se habían estado quejando con el dramatismo de un poeta en invierno, empiezan a entrar en calor, aunque seguro que aún tardarán en perdonarnos la travesía.
        Chino chano, avanzamos bajo la atenta  mirada de los buitres, que desde lo alto escrutan el horizonte con la esperanza de que el día les sirviera en bandeja una buena térmica. Nosotros, más terrenales y con los pies bien plantados, alcanzamos la imponente brecha que el agua, con paciencia de escultor, ha cincelado a lo largo de los siglos. Las paredes de la Foz de Salinas se alzan desafiantes sobre el barranco de Aguacay, rectas como una sentencia y tan altivas que casi parece que nos miran por encima del hombro.
La brecha
        Sin dejar de maravillarnos ante semejante obra de la geología, seguimos adelante, ahora por un tramo algo más puñetero que el cómodo paseo de antes. Pero, amigos, no nos quejamos: estos parajes no regalan sus vistas a cualquiera. Un poco de esfuerzo hay que poner, que la belleza bien vale una pizca de sudor.
        ¿Bellos parajes? ¡Y tanto! Unos metros más adelante damos con la Fuente –o Cascada– de la Rata, que hoy parece estar de lo más generosa, escupiendo un caudal digno de aplauso. El rumor del agua y el frescor del rincón nos invitan a quedarnos un rato, pero, amigos, la belleza así de espectacular no puede irse sin ser capturada. Un par de disparos de cámara y… ¡listo! Momento inmortalizado, que luego nadie diga que no estuvimos aquí.
En la Cascada de la Rata
        Cruzamos el puente sobre el Aguacay, dejando atrás la cascada con esa actitud nuestra tan propia de exploradores de domingo. Nos dirigimos a Salinas Viejo, o mejor dicho, a lo que queda de él: tres paredes de su otrora iglesia y unos cuantos muros que un día vieron pasar a sus habitantes, ahora invadidos por la vegetación. 
Pero, oh sorpresa, el vetusto templo aún guarda algún as bajo la manga: un milagro digno de los viejos tiempos. ¡Asoma el sol! Como dos lagartos recién despertados de la hibernación, nos detenemos a absorber su calor, a descongelarnos los huesos y a convencernos de que aún tenemos energía para lo que queda del camino. Porque sí, todavía queda trecho.
Salinas Viejo
        Lo del sol ha sido un espejismo, un engaño cruel de la naturaleza, porque en menos de lo que canta un gallo nos volvemos a hundir en la umbría, ese rincón del mundo donde el invierno tiene su cuartel general. Ahora viene lo bueno, lo auténtico, lo que nos hará ganarnos la comida: alcanzar lo alto esta muralla.
        El sendero serpentea entre carrascas, boj y pinos. A medida que subimos, la nieve, dura como una piedra, tapiza el suelo y nos obliga a caminar con más tiento que un equilibrista. ¡Ojito, ojito! No vaya a ser que nos "esbalicemos" y terminemos haciendo un descenso express.
Ganando altura
        Delante de mí va Maite, con su inquebrantable paso diésel, ese que no es rápido, pero tampoco se detiene. Y mientras avanzamos, el paisaje nos regala un espectáculo de lujo: los Pirineos en todo su esplendor, dominando el horizonte con su arrogancia montañera. No me voy a poner a hacer un pase de lista, pero digamos que, desde el Anie hasta las Madaletas, ahí están todos los grandes, presumiendo de cumbres.
El Norte
Espectáculo
        Ya asoma la inconfundible forma en "W" del Achar de la Osqueta, ese guiño geológico que la montaña nos hace para indicarnos que el esfuerzo está a punto de dar sus frutos. Un último empujón y, ¡voilà!, estamos arriba. Y como recompensa, el sur nos recibe con los brazos abiertos y un baño de sol que nos sabe a gloria.
Autorretrato en La Osqueta
        Este rincón es, sin duda, de los más espectaculares que conozco. No porque sea una mole imponente, sino por su ubicación estratégica en plena cresta y su forma de "puerta", esa frontera natural que separa la cara norte, fría como una nevera industrial, de la cara sur, mucho más amable y acogedora. La brecha que atravesamos parece el pasillo de una muralla ciclópea, formada por placas calizas inclinadas y apiladas con una precisión que haría dudar de si la naturaleza lo hizo sola o tuvo ayuda.
La muralla
        Desde aquí, además de todo lo que ya hemos ido viendo en la subida, el paisaje se expande con ganas: la Sierra de Santo Domingo nos saluda desde el horizonte y, si entornamos los ojos con un poco de imaginación (o buena vista), hasta el Moncayo se deja intuir en la lejanía. Un mirador de lujo, sin pagar entrada.
El sur
        Hace un porrón de años, cuando llegamos aquí con los amigos de Esbarre, nos lanzamos cara sur "p´abajo" hasta Agüero. Pero hoy toca ser más formales: descendemos parcialmente sobre nuestros pasos, con la prudencia que da la experiencia. 
Si la subida ya pedía atención, la bajada exige aún más. Cada paso es un pequeño acto de fe, un juego de equilibrio donde la nieve y la pendiente conspiran para ponernos a prueba. Así que, vamos, pasito a pasito y sin prisas, que el suelo está traicionero.
De bajada
        Antes de alcanzar Salinas Viejo, tomamos a nuestra izquierda un sendero que nos deja en una interminable y gélida pista que transita por un denso pinar. Alcanzamos el Campamento de los Juanes, de cuyo nombre no tengo más información de que se encuentra junto al barranco del mismo nombre (¿qué fue primero, el barranco o el campamento?).
Campamento de Los Juanes
        Seguimos el descenso, a nuestra izquierda, el río Asabón nos susurra su murmullo. Un puente nos lleva a la otra orilla, y poco a poco aparecen casetas donde los lugareños guardan sus valiosos aperos hortícolas, señal inequívoca de que el final está cerca. Villalangua nos espera.
El río Asabón
        Lo cierto es que en toda la ruta no hemos visto un alma. Pero hay días en los que esta soledad se convierte en un lujo: solo nosotros, el canto de los pájaros, los buitres, que ya encontraron la térmica, planean majestuosos y aquel zorro, que al vernos, decidió que su plan de la mañana no incluía socializar con humanos congelados.
Planeando
        De vuelta a casa, nuestro fiel buga, que parece tener más instinto de supervivencia que nosotros, detecta otra señal: el rugido de nuestros jugos gástricos, más estruendoso que la cascada de la Rata. Sin dudarlo, nos desvía hacia los imponentes Mallos de Riglos, al refugio y, más importante aún, unos huevos con longaniza de Graus. Ahora sí, ahora podemos decir que la jornada ha llegado a su glorioso final.

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