lunes, 18 de noviembre de 2024

CANDANCHÚ-SANSANET (¡Fin de Fiesta!)

 Día 16 de noviembre de 2024
            Noviembre, ese mes que llega tambaleándose tras los excesos de octubre, marca nuestra tradición más excelsa: las gentes esbarrianas nos aventuramos al monte en un paseo que, más que conexión con la naturaleza, que también, es un encuentro de amigos. Al final, tras un lavado del gato que apenas salva las apariencias, nos rendiremos al verdadero propósito: sentarnos ante una mesa colmada de manjares, celebrando con teatral pompa la Fiesta de Esbarre, ese pretexto glorioso donde lo que importa no es el festín. Lo que realmente importa, amigos, es que, con una eficiencia digna de aplauso, este grupo ha logrado cumplir con creces esas expectativas que, hace un año, se marcaban. ¡Misión cumplida! O al menos, eso diremos mientras nadie revise los detalles.
            Empezamos la jornada, a lomos de un autobús que, más que un medio de transporte, parece una fiesta rodante, arrancando triunfalmente desde las puertas de la ilustre Facultad de Veterinaria. En el trayecto, el chófer, mitad conductor, mitad anfitrión, va haciendo paradas estratégicas para recoger, uno a uno, a los cincuenta y dos miembros del grupo, cada cual más entusiasta que el anterior. 
Ya estamos todos, ¡arranca!
            Lástima que nuestro insigne "boss" Ricardo no pueda unirse a esta agradable travesía, pues días atrás, protagonizó un duelo "cuerpo a hoja" en pleno otoño, y claro, las hojas, esas maliciosas alfombras naturales, lo tumbaron sin piedad. La cosa le dejó una pierna algo "tocada", como para recordarle que no se puede ir desafiando a la madre naturaleza así como así. Eso sí, fiel a su estilo (hoy de amarillo), el resto de fiesta está con nosotros, con esa gracia campechana suya y su cámara mágica, demostrando que ni una pierna a medio gas puede frenar su simpatía arrolladora. ¡Qué crack!
Preparados
    
    Al llegar al parking de Candanchú, ese epicentro de emociones al asfalto, nos enfundamos en nuestras capas de abrigo, porque, aunque el sol intente hacerse el simpático, la mañana sigue siendo fresca, no vaya a ser que nos confiemos. 
        Encabezados por Javier emprendemos la marcha con paso firme, atravesando un desfile de instalaciones que, pobrecitas, lucen un aspecto entre el letargo y el abandono, suspirando por esas ansiadas nevadas invernales y recibir esas hordas de esquiadores ansiosos por colmarlo todo de entusiasmo... y quizá de algo más.
Arrancando en Candanchú
        Pasamos ante las pistas de "rollerski de biatlón" (cualquier otra denominación sería demasiado mundana). Ahí, a la diestra y con formación de a uno, tomamos una senda estrecha, la GR.11, que va hacia Lizara. Caminito va, chinito viene, y poco a poco (sin prisa, que tampoco somos atletas olímpicos) nos sube al collado de Causiat, a eso de 1630 metros de altitud (por si alguien llevaba altímetro y no quería quedarse con la duda). Y aquí estamos, con un pie en la patria hispana y el otro ya flirteando con tierras galas, como diciendo: "Señores del norte, aquí llegamos, pero sin perder el estilo, que de eso también se vive".
Enfilados
        Ah, pero lo mejor está a nuestra derecha. Majestuoso, como un modelo en pasarela, aparece ese pico que, con toda la guasa del mundo, parece decirnos: "¿Te gusta mi forma? Llámame La Zapatilla". Y claro, ¿cómo no dedicarle una mirada cómplice? Si al final hasta parece que también disfruta del espectáculo.
Ahí está la Zapatilla
        Con paso decidido y el alma de festivos aventureros, iniciamos el descenso por un prado, que parece una regalo de la naturaleza, ahora despojado de rebaños que, más listos que nosotros, ya han puesto pies en polvorosa con el invierno asomando la gélida nariz. Al llegar a un desvío a la derecha (sur, para quienes gustan de orientarse con brújula), abandonamos la GR.11 como quien deja un amor viejo por una nueva promesa, con la esperanza de que el camino sea tan bello como cómodo.
Descendiendo
        Poco a poco, se va revelando el bosque, como quien levanta el telón a un escenario peculiar: las coníferas, siempre verdes y presumidas, lanzan miradas de superioridad a las hayas, que, ya desnudas de hojas, parecen decir “a mí me vale así, gracias”. Ellas, muy dignas, esperan la nieve, listas para su merecido descanso invernal.
Por el bosque
        Este tramo, por cierto, me trae a la memoria aquella ocasión de hace un montón de años –¡qué digo montón, una era geológica!– cuando lo cruzamos durante aquel trekking de la Senda de Camille. Éramos ese ilustre grupo de amigos que, no sin razón, nos hacíamos llamar los “Estalentaos”. Porque, si algo estaba claro, no era nuestro talento lo que nos movía, sino más bien las ganas de coleccionar anécdotas para contar.
Estalentaos, por el mismo bosque (2010)
        El sendero, ese bribón que en algún momento juega al escondite bajo una mullida alfombra de hojarasca, se enreda en varias lazadas como si estuviera probándose un traje nuevo. Todo esto para encontrar un desvío que, con cierta teatralidad, nos invita a girar a la derecha, para alcanzar el bosque de Sansanet, uno de esos rincones que parecen sacados de un catálogo de paisajes perfectos, donde hasta los árboles parecen posar para la foto.
Por el bosque de Sansanet
        Llegamos al parking de Sansanet, conocido punto de partida que, cuál aduana montañera, promete destinos diversos y aventuras por doquier. Nos entregamos a una merecida pausa, no tanto por fatiga, sino por protocolo: es menester sacar fuerzas de donde las guardamos, estratégicamente almacenadas en la mochila. Protagonizan el momento los siempre fieles frutos secos, héroes crujientes, y, por supuesto, el majestuoso plátano, soberano indiscutible del reino senderista, que despliega su dorado porte.
¡Parad,  hay que descansar!
            Con el depósito lleno, retomamos el camino cruzando el puente sobre la Gave d’Aspe (así llaman en el Béarn a los arroyos con pretensiones) y tomamos un sendero que sigue el río por la margen derecha. 
Cruzando
¿Prueba de resistencia?
        El agua, con aires de modelo en plena sesión, nos regala una bella estampa. Mientras, nosotros subimos, felices y confiados… hasta que, sorpresa, el camino se lo ha tragado el río. No queda otra que volver al puente y tomar una pista más alta, que, aunque menos épica, nos lleva en paralelo al dichoso "gave".
Por la orilla de la gave D´aspe
Un regalo de la naturaleza
        Toca cruzar a la otra orilla. Para eso está el puente de madera, aguantando estoico sobre la gave. A continuación un par de pasarelas nos evitan remojarnos los pinreles en los barrancos que siguen escupiendo agua como si no hubiera un mañana, cortesía de las lluvias recientes.
Otro puente
        Ahora, el sendero decide hacerse el interesante y empieza a subir, atravesando el bosque que se ha puesto en modo otoñal deluxe: alfombra de hojarasca cortesía de las hayas y musgo decorando las rocas y los troncos como si esto fuera un catálogo de naturaleza de alta gama. 
Alta gama
        Poco a poco, paso a paso, tomamos fotografías aquí y allá, construyendo con cada imagen un álbum del camino. En sus páginas, todos dejamos nuestra huella, incluso yo mismo, llenando cada hoja con los recuerdos de este grupo de entusiastas zagales y zagalas, cuya alegría y energía dan vida a cada momento.
Sí, también estaba
        Pronto alcanzamos el desvío que, de bajada, nos conducía al parking de Sansanet. Aquí estamos, cerrando el "círculo" del día. 
        Zigzagueo por aquí, zigzagueo por allá, que si una piedrita, que si una cuestecita, y ¡voilà!, nos plantamos de nuevo en el collado de Causiat. Desde aquí, emprendemos, con la cabeza bien alta, nuestro triunfal regreso a la patria, como quien vuelve de una odisea épica... aunque con las botas llenas de barro y un hambre que clama justicia. Eso tiene solución, como bien decía al principio: tras el esfuerzo titánico de la excursión, llega el momento que todos estábamos esperando: jolgorio a mesa puesta, en la que unos y otras movemos el bigote con más entusiasmo que las piernas en las sendas. ¡Qué esfuerzo tan colosal!
Último esfuerzo
        Después de los postres, los cafés y las bebidas espirituosas que, claro, ayudan a que la lengua se suelte, el "Boss Julián", con la gracia que ya nos tiene acostumbrados, se pone en pie y nos dedica unas palabras, reconociendo el heroico esfuerzo de ese puñado de amigos que, año tras año, nos organizan unas salidas tan ¡guays!, que más bien parecen sacadas de un catálogo de "aventuras para valientes".
Merecida mesa
Breves, pero emotivas palabras
        Y, como es costumbre, la función concluye con el sorteo de unos estuches de vino de la tierra, de embutidos y un pernil, también de la tierra. Enhorabuena a los afortunados. 
        Hasta pronto

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Datos técnicos





martes, 12 de noviembre de 2024

JAPÓN

       Arrinconada y en buena compañía—la de un par de bastones que, honestamente, apenas si se molestan en reconocer mi existencia—me hallo yo, la Vieja Mochila, relegada al fondo del armario. Pero, ¿triste? ¡Ay, no, amigos míos! A mis años, se aprenden cosas. Y una de ellas es que esos hombros que suelen sostenerme, esas espaldas que suelen reclamar mi peso, ¡pues resulta que han encontrado algo diferente! No, no hablo de otro modelo más moderno, ni de una sofisticada ultraligera que me dejara en el olvido. Hablo de la otra mitad de esos hombros, de la auténtica pieza que les faltaba: Maite. 
            Y ahora que juntos están, han cambiado los senderos y caminatas por un avión, ¡ni más ni menos! Me han dejado por unas alas de verdad y un boleto al país del Sol Naciente: Japón. Que si a mí, viejita, me queda muy lejos y no soy de levantar el vuelo. ¡Ellos sí! ¿Y qué puedo decir? Pues nada, a seguir aquí, en mi rincón, dejándolos volar y que nos cuenten de ese su viaje.
        Cuando vuelvan a casa, te contaré su viaje —en versión resumida—. Pero eso sí, si el relato empieza a parecerte interminable, tómatelo como remedio casero: a traguitos cortos y sin prisas, que no quiero causarte una sobredosis de anécdotas… ¡Ni quedarme sin público a la mitad de la historia!



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LOS COMPAÑEROS DE VIAJE

       La agencia con la que contratamos el viaje, nos juntó a 16 seres humanos de lo más heterogéneo: catalanes, vascos, canarios, portugueses y… ¡Dos aragoneses! Sí, Maite y un servidor, que fuimos a representar nuestra noble tierra.
El grupo
        Para que nadie se perdiera —y digo “perdiera” en el sentido más literal—, la agencia nos proporcionó dos guías locales: primero Mieko y, cuando ya estábamos aclimatados, apareció Hitomi. Ambas, con una paciencia digna de estudio, nos fueron desvelando esos recovecos que, sin su ayuda, nuestros ojos torpes nunca habrían distinguido de un callejón más.
Hitomi
        Lógicamente, en cuanto nos soltaban un rato, el grupo se desintegraba en células más pequeñas, casi como en un experimento científico. Nosotros, los aragoneses, terminamos haciendo buenas migas con dos parejas catalanas, cada una con sus encantos particulares: José y Esther, de Berga, con un historial montañero que para mí quisiera. Luego estaban Montse y José María, de Barcelona, menos aficionados a la escalada, pero, eso sí, excelentes personas y con unas conversaciones que hacían que hasta el tiempo libre pareciera corto: "La pandilla de los seis".
La pandilla de los seis
        Otra persona de la que quedan gratos recuerdos es Yolanda, una vasca tan buena persona como colaboradora en todo aquello que se preciara y amiga de selfis sin nivel.
Yolanda y sus selfis
        Así que allí estábamos: un grupo variopinto, una mezcla improbable, y con rincones nuevos ante nuestros ojos, guiados por esas figuras casi míticas que decían llamarse Mieko e Hitomi, verdaderas ninjas del turismo.

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EL PAÍS

        Hoy, saber de Japón y sus secretos —geografía, cultura, paisajes, e incluso la receta para un buen ramen— es cosa fácil. Basta con abrir cualquier libro, deslizarse por redes sociales o ver uno de esos documentales que casi huelen a sakura. ¿Quién necesita subirse a un avión cuando tienes Instagram?
        Pero, bueno, aquí no voy a repetir lo que ya cuentan las postales. Hoy lo hago de ese Japón que estos humildes viajeros pudieron saborear.
        Ya de vuelta, queda el recuerdo de un Japón de contrastes fascinantes, donde lo antiguo y lo moderno conviven en una armoniosa danza. En su paisaje se alzan montañas imponentes veneradas por sus gentes, bosques de bambú que susurran con el viento y ciudades que vibran con el pulso de la innovación.
Lo antiguo y lo moderno
        Japón es un lugar donde la tradición está viva en cada rincón, tradición viva reflejada en los templos sintoístas y budistas, auténticos refugios de paz en medio de la modernidad. Sin embargo, es también un país de sorprendente avance tecnológico. Tokio, su bulliciosa capital, es un escaparate de la modernidad, con trenes de alta velocidad que cruzan la isla con puntualidad asombrosa, rascacielos que desafían el cielo, y una vida nocturna que nunca se apaga.

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LAS METRÓPOLIS

Tokio.- Una inmersión en el pulso de la ciudad
            Nada más bajar del avión, Tokio nos envuelve en su energía bulliciosa. Desde el primer vistazo, sus rascacielos nos hablan de su importancia como centro financiero global, con fachadas que reflejan tanto la historia como el progreso tecnológico de esta metrópoli vibrante.
Rascacielos en Tokio
        Cada trayecto en los transportes abarrotados de la ciudad (la línea Yamamote, el sistema de tren más utilizado por nosotros en la ciudad, que conecta los barrios más destacados) nos ofrece destellos de su pasado. La historia de Tokio está entrelazada con la de Japón como nación, sobre todo desde su época como Edo, cuando ya fungía como centro político.
 
En la Estación Central de Tokio
        Nuestro recorrido incluye una parada especial en la Plaza de Acceso al Palacio Imperial. Aunque es la residencia oficial de la familia imperial japonesa, solo unas pocas secciones están abiertas al público, lo que añade un aire de misterio y respeto a este rincón histórico en medio de la modernidad.
Puente de acceso al Palacio Imperial
        Echemos la mirada hacia donde la echemos asoma la imponente Torre de Tokio. Su presencia es un recordatorio del Tokio tradicional, aunque en el siglo XXI tiene que compartir protagonismo con otra gran estructura: la impresionante Tokyo Skytree, que domina el horizonte con su altura colosal.
Tokyo Skytree
        Al movernos por los diferentes distritos, descubrimos las múltiples caras de Tokio. En el lado oeste, nos adentramos en Shinjuku, un distrito que nunca duerme y que vibra al ritmo de su mezcla de negocios y entretenimiento. Por el día, una masa interminable de empleados, todos elegantemente embutidos en sus trajes casi idénticos, corre de un lado a otro como si ser el primero en llegar a ningún lado fuera una misión sagrada. Al caer la noche, esos mismos héroes corporativos, tras una transformación digna de una tragicomedia griega, se despojan del uniforme de batalla y experimentan su gran metamorfosis
Paisaje de negocios
        Las imponentes oficinas del Gobierno Metropolitano de Tokio (ayuntamiento) se alzan aquí, como guardianas de este dinámico centro urbano y cuando es de noche, su fachada se convierte en una gran pantalla en las que las proyecciones nos dejan con la boca abierta. 
Proyección en el Ayuntamiento
            Muy cerca, Shibuya nos sorprende con sus deslumbrantes anuncios y el famoso cruce, una encrucijada caótica que representa a la perfección el ajetreo constante de la ciudad y el flujo imparable de sus habitantes. 
Shybuya
        Aquí, entre tanto trajín y barullo, el célebre Hachiko, todo un señor de cuatro patas, nos concedía la distinción de posar junto a su estatua. 
Con Hachiko
        Tokio no es solo rascacielos y pantallas: un corto viaje en la línea circular Yamanote nos deja en Asakusa, donde nos espera el Sensoji, uno de los templos más antiguos y venerados de la ciudad. 
Templo Sensoji
        Ante un “torii” nos adentramos en la calle Nakamise, repleta de tiendas que ofrecen amuletos, dulces, recuerdos tradicionales, alquiler de quimonos para la foto, etc. Aquí, lejos de la modernidad, Tokio nos invita a una pausa, donde la historia y la espiritualidad se encuentran en cada esquina.
Calle Nakamise
        Una vez más, nos subimos a la línea Yamanote rumbo a Harajuku, dejándonos el bullicio de Tokio detrás para pasear por el Parque Yoyogi, ese oasis verde que parece fuera de tiempo. 
Torii en el Parque Yoyogi
        Atravesamos “toriis” que nos invitan a dejar el mundo moderno a un lado, llevándonos hacia el Santuario Meiji. Este templo, construido en 1920 para honrar las virtudes del emperador Meiji y la emperatriz Shoken, se alza solemne entre los árboles, envuelto en una calma tan solemne que parece conspirar con los espíritus del pasado. Lo de "calma” es un toque mío, porque encontrar un rincón japonés sin el incesante bullicio, la lucha por capturar cada pedacito de belleza y, cómo no, el inevitable desfile de selfies… eso es un milagro. Intentas admirar un templo y acabas en una maratón de fotos ajenas, con todo tipo de poses y filtros.
Santuario Meiji
        El resto de la tarde nos zambulle en Omotesando, ese rincón comercial rebosante de juventud hiperactiva y tendencias que duran lo que un suspiro en TikTok. Pero, ¡oh, milagro!, encontramos una terracita con cerveza. ¡Qué placer indescriptible, casi una revelación divina en medio de tanto estilo y selfie compulsivo!
Un paseo por Omotesando


Kioto, la ciudad de los dosmil templos
        El Tren Bala nos deja en la que fue antigua capital de Japón durante más de mil años, esta ciudad ha sido la sede de todo lo que vale la pena en la cultura japonesa: el arte, la religión, el té (¡y vaya si saben de té!), e incluso las costumbres más pintorescas. 
¡Allá vamos!
            En Kioto, cada templo tiene más historia que un libro de historia, cada jardín parece haber sido peinado a mano, y hasta los ciervos del cercano Parque Nara probablemente mediten en sus ratos libres. Esta es la ciudad donde tradición y modernidad van de la mano.
Kioto
        Kioto, esa joya escondida entre montañas y bambú, nos recibe con un tímido sol que ilumina nuestras andanzas por la ciudad.
 
        Iniciamos en Kinkaku-ji, el famoso Pabellón Dorado. ¡Y vaya que es dorado! Al sol, ese templo brilla como si lo hubiera patrocinado el mismísimo Midas. Entre las exclamaciones de los turistas, los clics de las cámaras y la reflexión en el lago, es difícil decidir si admirar el pabellón o el reflejo casi hipnótico que este proyecta en el agua.
El Kinkaku-ji
Oro en el lago
        Saliendo de Kinkaku-ji y con unos cuantos gigabytes menos en nuestras tarjetas de memoria, nos dirigimos hacia el norte, directos a Arashiyama, el distrito más fotogénico de Kioto. Aquí, entre un ligero aroma a madera y un ambiente de película, nos espera el Bosque de Bambú. Entrar es como ser transportado a otro mundo: te adentras en una galería verde, donde los troncos altos y delgados parecen infinitos, y el sonido del bambú movido por el viento es más relajante que cualquier playlist de meditación.
 
El Bosque de Bambú
        Continuamos hacia el Templo Tenryu-ji, un verdadero exponente zen donde la paz y la calma parecen haberse aposentado hace siglos. Su jardín, diseñado para reflejar el paisaje circundante, es una obra maestra de la naturaleza y del paisajismo japonés, donde cada piedra, cada arbusto y cada charquito parecen estar estratégicamente colocados. Aquí uno se siente en paz, aunque solo sea porque nuestra guía nos pidió respetar el silencio. Es imposible no salir con el ánimo tranquilo.
Templo Tenryu-ji


Osaka, con propia personalidad
      ¡Ah, el Tren Bala! Por aquí y por allá, el Shinkansen nos lleva y nos trae por Japón como si fuéramos sushi en cinta transportadora. Esta vez, el cohete sobre rieles nos deja en Osaka, la hermana rebelde de Tokio, que a pesar de estar a un salto, tiene una personalidad bien distinta. 
Vista de Osaka, desde su castillo
        Aquí estamos, a un par de días de regresar a casa, con las mochilas llenas de recuerdos y los pies ligeramente chamuscados de tanto caminar, pero listos para apretar un poco más el paso.
Río Tosahori
        Nuestra primera parada: el Castillo de Osaka. Un lugar con más vidas que un gato y una historia que parece novela de samuráis. Este castillo, cuya versión original se levantó en 1583, fue quemado, golpeado por rayos, despedazado en guerras, y finalmente rehecho en el siglo XX.
Castillo de Osaka
        Es casi un milagro que esté en pie, pero aquí está, con toda la dignidad de quien ha visto de todo y aún se erige imponente, vigilando la ciudad. Este castillo tuvo un papel estelar en la unificación de Japón Y, por si fuera poco, está rodeado de un parque que parece haber sido diseñado por un poeta: flores en primavera, hojas rojas en otoño, y turistas con cámaras en cualquier época del año. Desde sus murallas, la vista de los rascacielos de Osaka se mezcla con los colores otoñales; los edificios emergen como si fueran bambú metálico en medio de un bosque de postal.
Foso y parque del Castillo de Osaka
        Del castillo, nos vamos al Santuario Namba Yasaka, donde nos recibe nada menos que... ¡Un león gigante de 12 metros! Este guardián silente es la estrella del santuario, con su cabezota asomando del suelo como si quisiera echarle un ojo a la ciudad y espantar a los malos espíritus.
 
Santuario Namba Yasaka
        Luego nos sumergimos en Dotombori. Este barrio es el Disneylandia del neón, hoy una sinfonía de luces LED, que enloquecen los ojos, invitando a pasar por cada restaurante, cada bar y cada discoteca. Sin embargo, con el cansancio que llevamos acumulado, nuestra idea de fiesta ya no es exactamente bailar hasta el amanecer, sino más bien buscar un garito donde sirvan algo bien caliente y con suerte encontrar unos últimos souvenirs para llevar a casa.
Dotombori
        La lluvia nos acompaña mientras nos adentramos en Shinsaibashi-suji, una calle comercial, perfecta para esta jornada. Aquí el plan es simple: comer algo y comprar algún recuerdo. Nos despedimos así, con las bolsas llenas, el corazón un poco apretado y, quién lo diría, un hasta luego con sabor a “mata ne”, porque Osaka siempre invita a regresar.
Shinsaibashi-suji



Hiroshima, un mensaje de paz
        Parece increíble pensar que aquella ciudad, devastada en un fatídico 6 de agosto de 1945, aún persista como símbolo mundial de la paz, instando al planeta a abolir las armas nucleares. Ese día, Hiroshima sufrió la furia de la primera bomba atómica lanzada sobre una población civil, transformándose en un escenario de horror y ruinas. Hoy, sus calles, reconstruidas y vibrantes, cuentan una historia en la que la destrucción se transformó en un potente llamado a la memoria y la reconciliación.
Hiroshima
        Visitamos el Museo Conmemorativo de la Paz de Hiroshima, un espacio solemne que resguarda los ecos de aquel bombardeo. Allí, entre vitrinas y fotografías, reposan objetos que sobrevivieron a la explosión, desgastados pero aún cargados de significado. Cada uno es una pieza que transmite la crudeza de aquella época y la devastación que traen consigo las armas nucleares. Nos recuerda, de forma cruda y desgarradora, el peligro que representa para la humanidad la existencia de tales armas.
Llama eterna de la Paz
            Cerca del museo, en el Memorial de la Paz, se levanta la Cúpula de Genbaku, única estructura que permaneció en pie tras la explosión, resistiendo como testimonio silente de la destrucción. En sus ruinas se percibe el dolor y la esperanza de una ciudad que, pese a haber sido casi aniquilada, se reconstruyó con un mensaje claro: la memoria es indispensable para la paz.
Cúpula de Genbaku
        A pesar de estos recordatorios, resulta decepcionante que los líderes del mundo parezcan carecer de la memoria y la empatía necesarias para evitar futuros desastres. Hiroshima es más que una ciudad moderna; sus rascacielos y edificios renovados, junto a los ríos Ōta, Yawata y Nishiki que la atraviesan, la presentan como una urbe moderna, dinámica y pujante. Pero bajo su superficie vibrante, late un compromiso con la paz, un compromiso que debería resonar en cada rincón del mundo.
Una ciudad con futuro
            Hiroshima, aún herida, se alza en silencio, advirtiendo al mundo.
        Pero no dejamos la ciudad sin darnos un paseo por el Shukkei-en, un jardín paisajístico japonés tradicional. Entre otras cosas, es conocido por un árbol de ginkgo que sobrevivió al bombardeo atómico y todavía se encuentra ahí hasta el día de hoy.
Jardín Ahukkei-en



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TEMPLOS, SANTUARIOS, CASTILLOS Y PALACIOS
        En Japón, los templos y santuarios son los protagonistas del paisaje religioso. Son muchos los japoneses que los visitan más por amor a los paseos pintorescos que por devoción. Los templos budistas y santuarios sintoístas ofrecen un buen pretexto para escapar de la rutina y disfrutar de rincones pacíficos, rodeados de vegetación. Para diferenciarlos, uno puede observar la arquitectura: los templos tienen pagodas y ocasionalmente Budas gigantescos (como los de Kamakura y Nara), mientras que los santuarios destacan por los famosos arcos torii, esos que salen en todas las postales. 
Templo budista
Santuario sintoísta
        Nosotros recorrimos un sinfín de estos templos (incluso nos alojamos en uno de ellos), algunos se quedaron grabados en la retina, mientras otros... bueno, se pierden en el limbo de la memoria. Describir cada uno de ellos me resulta poco menos que una hazaña titánica (y probablemente, algo aburrido). Pero, en fin, aquí cuento de los más populares: además de los que ya mencionamos en Tokio (Sensoji y Meiji) y en Osaka (Namba Yasaka).

En Kamakura
        Kamakura, pintoresca ciudad costera, famosa por su sol, sus templos y… su Buda de 93 toneladas al aire libre, como si de una gran atracción turística se tratase. Allá vamos varios del grupo, todos con esa mezcla de emoción y una pizca de inquietud, para ver al imponente Gran Buda, el Daibutsu, que nos han dicho que está en "postura de paz"
Hacia el Daibutsu
        La estatua, por supuesto, es impresionante, con sus más de 13 metros de altura y su expresión de calma infinita. Dicen que data del 1252, aunque el que escribió eso probablemente no se detuvo a revisar bien los registros; en cualquier caso, lo que sabemos con certeza es que en algún momento el Daibutsu vivía en un modesto templo de madera… hasta que un tsunami se lo llevó puesto a finales del siglo XV. Ahora, nuestro amigo Buda se encuentra al aire libre, impávido ante el clima de Japón.
El Gran Buda
        Y como buenos exploradores de templos, nos dirigimos al Kencho-ji, otro de los hitos de Kamakura. Fundado en el siglo XIII, se supone que es uno de los templos zen más antiguos y prestigiosos de Japón. En cuanto cruzamos las monumentales puertas, nos recibe la típica atmósfera de “calma y contemplación”… una calma que se ve apenas interrumpida por el eco de nuestras cámaras y los pasitos ruidosos en los senderos de grava.
Templo Kencho-ji
        Caminamos por los jardines, intentando convencernos de que estamos “en plena armonía con la naturaleza,” porque eso es lo que el lugar, con sus senderos y sus pinos estratégicamente ubicados, parece exigir.
En los jardines
       Finalmente, y como es costumbre en estos viajes, después de un rato todos terminamos cansados y con una reverencia rápida para el Buda. Nos retiramos, dejando la espiritualidad para el siguiente templo o, más probablemente, para el restaurante donde seguro nos espera un reconfortante ramen, eso sí, acompañado de una fresca birra.
¿Gustas?
            Aunque no de piedra —pero vaya sí venerado por japoneses y turistas a partes iguales—, nos deslizamos bajo una suave llovizna por el espectacular bosque de bambú del templo Hokokuji, también conocido, en un alarde de creatividad, como “el templo del bambú.” Todo su jardín tradicional es, por supuesto, una joya, simplemente precioso, como si un rincón de Japón hubiese decidido vestirse de postal solo para nosotros.
Bajo la lluvia
Bosque de Bambú




En Nikko
            Algunos de nosotros queríamos algo más que un templo aislado en una calle, queríamos la atmósfera de los shogunatos, de la época de los samurais, de los kimonos… Y esa la encontramos en Nikkō en ese rincón, en los que los templos surgen de la niebla, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO.
            Tras visitar el Lago Chuzenji y la impresionante Cascada de Kegon nos dejamos perder por el Rinno.ji, que más que un templo es todo un complejo religioso. El sitio tiene 15 edificios budistas y fue construido en 766 en el corazón de las montañas.
Pagoda del Templo Rinno-ji
        En el pasillo principal (el 
sanbutsudo) hay un Kannon con cabeza de cabello (Bato-Kannon), un Kannon con 1000 brazos (Senju Kannon) y la deidad Amida Nyorai, todos vigilando el Rinno-ji. Sus tres budas de madera dorada de ocho metros de altura encarnan las montañas sagradas de Nikko.
        Más adelante, junto al jardín tradicional Shoyo-en, se encuentra la sala del tesoro de Homotsu-den que traza la historia del templo estrechamente relacionada con la familia Tokugawa y al budismo.
Una de las puertas del Templo Rinno-ji
        También visitamos el Templo Sintoísta de Futarasan, al que accedemos a través de un gran torii. A pesar de que está asociado con el templo budista Rinno-ji, el santuario Futarasan conserva una antigua práctica sintoísta: el culto a las montañas. Las montañas, espíritus guardianes aterradores y proveedores de vida gracias a los ríos que fluyen en sus inmediaciones.
Templo Futarasan


Nagoya y su Castillo
            El Castillo de Nagoya: fue construido por órdenes de Tokugawa, no solo para proteger la cercana ciudad de Osaka, sino también para aprovechar la rentable ruta de Tokaido. Fue hogar de los Tokugawa hasta que llegó la Restauración Meiji y, aunque se mantenía estoico, en 1945 los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial lo convirtieron en una fogata monumental. La mayoría de sus edificios ardieron, incluyendo el Palacio Honmaru.
Castillo de Nagoya: Palacio Honmaru
        Pero la historia tenía guardada una sorpresa: muchas pinturas se salvaron de las llamas y, en 2018, el palacio renació de sus cenizas, reconstruido con técnicas y materiales tradicionales. 
        Nos descalzamos para recorrer un interior, que reluce con puertas fusuma de ciprés japonés, como si el palacio nos murmurara que, aunque lo intenten, a los Tokugawa y su legado no los queman tan fácilmente.
Interior del Palacio Honmaru



EnTakayama, Shirakawo Kanazawa
        En el camino hacia Kanazawa, hacemos una encantadora parada en Takayama, la joya de los Alpes Japoneses. Esta pintoresca ciudad, con sus callejuelas salpicadas de destilerías de sake, nos invita a un viaje en el tiempo. Nos acercamos al Templo Hida Kokubun-ji, el más antiguo de Takayama y un verdadero tesoro en el corazón de la ciudad.
Templo Hida Kokubun-ji
        Allí, se alza una pagoda de tres niveles, majestuosa y solemne, junto a un imponente árbol de ginkgo que, con más de 1200 años de vida, parece custodiar silenciosamente los secretos de la historia.
Pagoda del Hida Kokubun-ji
        Aposentados en Kanazawa decidimos, en compañía de los siempre leales, Esther, José, Montse y José María (la primera tiene fotos de la villa en su trabajo y quiere completar el “collage laboral"), embarcarnos en una excursión hacia Shirakawago
Shirakawago
        Esta villa no presume de grandes santuarios ni de castillos majestuosos, pero cuentan: “El pueblo es todo un templo en sí mismo”. Con esas palabras en mente, partimos en busca de ese místico templo invisible.
Todo un templo de las tradiciones
            Al llegar, Shirakawago se nos presentó como un cuadro de otro tiempo, oculto entre las nubes de la prefectura de Gifu, como si se esforzara en mantener su distancia del mundo moderno. Este pueblecito, Patrimonio de la Humanidad, nos recibió bajo una suave pero constante lluvia, dándole al paisaje un aire melancólico y a nosotros un barniz de humildes exploradores. Aquí, el espectáculo no es un edificio en particular; el verdadero protagonista es el pueblo entero, con sus casas 
gassho-zukuri, esas venerables construcciones de techos empinados, hechos para soportar el embate de los inviernos japoneses más crudos. 
Casas gassho-zukuri
        Cada vivienda, obra de siglos de perfección y paciencia, encaja como si fuera un personaje más de este escenario de postal, uno que parece haber sido diseñado para inspirar en nosotros una mezcla de reverencia y asombro. Mientras recorríamos las callecitas, esquivando los charcos y dejándonos empapar por el ambiente, Shirakawago seguía en lo suyo, como si le divirtiera vernos pasar, asombrados ante su inmutable tranquilidad. Llueva, truene o tiemble, este pueblo tiene un pacto con el tiempo y, quizás, también con nosotros: aquí, el espectáculo es más sutil, menos obvio, y no necesita de monumentos rimbombantes para quedarse en la memoria.
¿Un monumento?
        De regreso, ya en Kanazawa, bajo una lluvia, nos adentramos en los Jardines Kenrokuen
Jardines Kenrokuen
        A medida que avanzamos, nos acercamos al Castillo de Kanazawa, una fortaleza tan rodeada de muros de piedra que uno se pregunta si en algún momento los arquitectos pensaron que quizás demasiados muros nunca están de más. Los muros, por supuesto, varían en sofisticación: algunos, en un despliegue de refinada elegancia, parecen haber sido construidos con esmero, al estilo de un mosaico bien pensado.
Castillo de Kanazawa
        Y como “no dixa de plever, cada muchuelo a la suya olivera”


En Kyoto
            Como habíamos madrugado, a lomos del Tren Bala aterrizamos en Kyoto a una hora decente, listos para exprimir el día. Con el mapa en una mano y nuestro irremediable sentido de la orientación en la otra, los "seis magníficos" nos lanzamos a la aventura y, cómo no, terminamos dando vueltas hasta toparnos con las puertas del Templo Chishaku-in. Curiosamente, no hay ni un turista alrededor, cosa rara en un lugar con semejante despliegue de arte y jardines que son la envidia de cualquier postal. A lo mejor hemos llegado demasiado temprano hasta para los turistas. En realidad, buscábamos otro templo, pero bienvenido sea el hallazgo.
Ante el Templo Chishaku-in
           Tomamos un estrecho camino que en, una buena subida, recorría la margen del Cementerio Higashi Otani, famoso por sus 20 000 tumbas y el altar de Shinran Shonin, fundador de la escuela budista Shinshu, hasta alcanzar el impresionante y concurrido Templo Kiyomizu-dera (templo del agua pura).
Cementerio Higashi Otani
        Paisaje icónico de postales, el Templo Kiyomizu-dera ofrece una vista única de Kioto debido a su ubicación en lo alto del Monte Otowa. La construcción se ubica al borde de un peñasco y combina técnicas y métodos tradicionales, como el wafu, que prescinde del uso de tornillos y clavos al usar piezas de madera talladas para encajarse unas a otras, y el kakezukuri, que permite crear una estructura de gran resistencia sísmica.
Templo Kiyomizu-dera
        El principal elemento arquitectónico destacado del templo es un balcón que da acceso a la sala principal, situada a una altura de 13 metros, equivalente a un edificio de cuatro pisos. Sostenida por 18 pilares, esta enorme cubierta funciona también como escenario, donde se celebran ceremonias especiales.
Pagoda Kiyomizu-dera
            La segunda jornada en esta joyita de la historia nos llevaba al 
famosísimo Templo Kinkaku-ji. Aunque ya me he referido en el apartado de metrópolis a él, este en particular, eso sí, exige su lugar especial en el listado interminable de estos lugares sagrados. ¿Y por qué? Pues nada más y nada menos que porque está cubierto de oro, eso, ni más ni menos. 
Maite y el Templo Kinkaku-ji
        No, no estamos hablando de "otro templo más", ¿cómo podría serlo? Su estampa, toda dorada, es tan única como puede serlo un lugar hecho para impresionar. Y para rematar, como si el toque dorado no fuera suficiente, el Kinkaku-ji tiene el descaro de plantarse frente a un estanque donde su reflejo luce tan perfecto que podrías pasar el día entero viéndolo. El primer propósito del edificio era servir al Shogun Ashikaga Yoshimitsu (1358-1409) en retiro como residencia.
Bosque, agua y oro
        Con los ojos deslumbrados por el oro, nos dirigimos al famoso Santuario Fushimi Inari Taisha, consagrado a Inari, la deidad de las cosechas abundantes y los negocios exitosos. Este santuario, fundado en el 711 —antes de que Kioto fuera capital–­, se corona con el Sendero de Senbon Torii, un pasillo de mil puertas (bueno, en realidad son 10 000, pero nadie del grupo las ha contado una por una, créenme).
Sendero de Senbon Torii
        Las puertas torii, de un naranja vibrante, forman un túnel casi hipnótico que se extiende hasta la cima del monte Inari. Aquí, entre altares de piedra y cámaras en acción, el santuario se convierte en un símbolo viviente de Kioto y una parada obligada, ya sea para pedir fortuna.
¿Contando toriis?
            Al tercer día en Kioto, la incombustible “pandilla de los seis” decidimos que ya va siendo hora de darle un toque de solemnidad al viaje. Así que, chino chano, y a ritmo de paseo contemplativo (el vehículo más usado por nosotros), nos dirigimos al Palacio Imperial de Kyoto, el 
Kyoto Gosho. Este palacio, que en otros tiempos alojó a la familia imperial hasta 1868, cuando se cansaron del encantador bullicio de Kioto y decidieron mudarse a Tokio, está lleno de historia. Fue cuando la capitalidad y el emperador se pusieron modernos y comenzaron el periodo Meiji, dejando a Kioto en el pasado.
Ante el Kogosho del Palacio Imperial
        El palacio se ubica en el Parque Imperial de Kioto
Kyoto Gyoen, que parece diseñado específicamente para aquellos que buscan el descanso profundo tras días de turismo desenfrenado. Nada más entrar, nos encontramos con la grandiosidad tranquila del pasado imperial: las puertas majestuosas que dan acceso al palacio, y las casas señoriales de los nobles de la corte que, aunque ya no albergan a la aristocracia, todavía destilan ese aire de distinción que deja claro quiénes mandaban en la época.
Puerta de Kenreimon
        Entre los vestigios del pasado, el parque se da el lujo de estar poblado por una naturaleza generosa. Hablamos de unos 50,000 árboles. Entre ellos, los famosos cerezos llorones, que si uno tiene suerte lo reciben con una explosión de 
colores. Pero como la suerte del turista depende cada vez más del humor del clima, el espectáculo otoñal de los arces y ginkgos puede tardar lo suyo en aparecer. Pero, con suerte o sin ella, la pandilla sigue adelante, contando árboles y sumando pasos, hasta que decidimos que hemos absorbido suficiente historia.
Parque Imperial de Kyoto



En Nara
        Algunos miembros del grupo, acompañados por la ilustre Hitomi, nos dirigimos a Nara. Allí, como era de esperar, nos adentramos en su famosísimo parque, una extensión verde de proporciones tan épicas como exageradas, poblada por los célebres ciervos que –nos aseguran– son tesoro nacional. Eso sí, un tesoro un tanto agresivo, porque los adorables animalitos no tardaron en lanzarse sobre nosotros con una ferocidad digna de un ejército en plena invasión, todo en nombre de unas insulsas galletitas que, faltaría más, te venden en los puestos estratégicamente distribuidos para mayor de nuestros deleites. 
Galletitas para desayunar
        Después de un breve paseo, nos topamos con la joya de la corona turística de la ciudad: el Templo Todai-ji, famoso por albergar nada menos que el edificio de madera más grande del mundo. Y atención, que esta obra de ingeniería monumental no es ni siquiera la versión completa: lo que vemos hoy en día es una reconstrucción que, modestamente, solo ocupa dos terceras partes del tamaño original. Como quien dice, un recorte, pero bueno, aun así le alcanza para presumir en el récord mundial.
Templo Todai-ji
        Dentro de esta maravilla arquitectónica descansa el mismísimo Gran Buda de Nara, o Daibutsu: una estatua de bronce de nada más y nada menos que 15 metros de altura. Si no llama la atención la altura, seguro lo hace su nariz, que sobresale con orgullo medio metro de su cara. La leyenda asegura que si pudieras deslizarte por esa prominente nariz, llegarías directo a la mente del Buda y, de paso, te iluminarías con una dosis instantánea de su infinita sabiduría. Claro, escalar por la cara del Buda no sería muy bien visto por los guardias (ni por el propio Buda, se supone), así que en un arranque de pragmatismo nipón, el templo ofrece una alternativa: una columna en la parte posterior del Buda con un agujero del mismo tamaño que su fosota nasal. Dicen que si logras pasar por ese orificio, recibirás una especie de versión express de la iluminación.
El Gran Buda
        Nosotros, por supuesto, no nos atrevimos a tentar a la suerte en semejante portal espiritual; nos conformamos con ver cómo unos pequeños osados cruzaban el hueco, emergiendo del otro lado con la misma expresión, pero tal vez con un poco más de sabiduría... o quizás solo con más polvo en las rodillas.



En Miyajima
            Con la pompa de quien descubre algo jamás visto por ojo humano, nos embarcamos en trenes y ferry, rumbo a la legendaria Isla de Miyajima. Conforme el barco va aproximándose a la costa, como si quisiera desvelarse despacito, ya se asoma una figura que, oh sorpresa, es ni más ni menos que la famosa Puerta Torii Flotante (Ootorii). 
Puerta Tori Flotante con pleamar
        De madera y lacada en ese rojo tan japonés, esta puerta mide unos impresionantes 17 metros de altura y descansa, eso cuentan, 200 metros mar adentro, flotando con una dignidad que haría enrojecer a cualquier boya de puerto. Eso cuando la marea está alta, porque cuando baja, la ilusión mágica se disuelve y se puede llegar caminando. Y, faltaba más, como buenos turistas, nosotros, cámara en ristre, le tomamos fotos desde todos los ángulos posibles, ya sea flotante o pisable.
La Puerta con bajamar
        Pero Miyajima es mucho más que unas cuantas fotos del Torii. Nuestro camino nos lleva por el venerable Santuario de Itsukushima, que, dicen, fue construido en el lejano año 593. ¡Nada menos! Pero ha sido reconstruido tantas veces a lo largo de los siglos (terremotos, tifones ...) que apenas le queda un tornillo del original. Aun así, aseguran que mantiene el aspecto del santuario que mandó construir el célebre Taira no Kiyomori,  en la era Heian. Y, para rematar el toque especial, es uno de esos lugares en Japón donde los edificios de madera parecen flotar sobre el mar. 
Interior del Santuario de Itsukushima
        E
l siguiente paso en la isla podría relatarlo en algún otro apartado dedicado a la naturaleza o al senderismo, pero por tratarse de un lugar sagrado lo hago aquí mismo: El Salón Reikado y la llama eterna del Monte Misenespecialmente importante para la escuela Shingon del budismo japonés porque aquí se alojó Kobo Daishi, también llamado Kukai. Kobo Daishi visitó Miyajima en el año 806 y se alojó en el monte Misen. Aquí realizó una práctica de meditación asceta llamada Gumonji. Esta meditación duró cien días y, al comienzo de la misma, realizó una ceremonia asceta del fuego con una llama que prendió en ese momento. 
Salón Reinado
        Ese fuego prendido y usado por Kobo Daishi no se ha apagado desde entonces, hace ya más de 1200 años. Actualmente, la llama es una de las siete maravillas del Monte Misen y recibe el nombre de llama eterna o Kiezu no Hi.
        Así que tomamos una par de remontes y alcanzamos una zona en la que se asienta el salón. Aquí se respira paz, una paz que algunos queremos palpar, ascendiendo hasta la cima del Monte Misen (535 m.) e intentar disfrutar de las maravillosas vistas que, de no estar lloviendo, podríamos ver sobre el Mar Interior de Seto y sus islas.
En la cima del Monte Misen, con José


En Koyasan
        Difícil me resulta elegir un lugar en Koyasan (800 m.), pues estamos en un complejo de templos sagrados del Budismo Shingon ubicado en una cuenca alpina fundada por el sumo sacerdote Kukai, conocido póstumamente como Kobo Daishi (774-835). Kukai es una de las personas más famosas de la historia de Japón. No solo fue el fundador de la escuela de budismo Shingon, sino también un poeta, ingeniero y calígrafo. 
        Koyasan se centra en el Templo Kongobu-ji construido en 816 y está dividido en varias áreas. La entrada a este sitio sagrado está marcada por una impresionante puerta de madera de 25,8 metros de altura.
Templo Kongobu-ji
        Danjogaran es el centro religioso de Koyasan. El estilo único del complejo de templos se basa en la doctrina Shingon que ejerció una tremenda influencia como modelo arquitectónico para casi 4000 templos Shingon en todo Japón.
        Llenaría páginas y páginas describiendo cada uno de los templos de esta montaña, incluso aquellos en que se les llevaba comida a las mujeres a las que se les estaba prohibida la entrada al complejo, pero no puedo pasar por alto el Templo Fukuchi-Inn, con más de 800 años de antigüedad, en el que nos alojamos para adentrarnos en la vida monástica de los monjes que lo habitan, cosa que, ¡uf!, logramos con buena nota (sueño sobre tatamis, cena y desayuno templo-vegetarianos, onsen, ceremonia, etc.).
Exterior del Templo Fukuchi-In
        La imagen principal del templo es Aizen Myoo, que ha estado recogiendo fe como Buda espiritual para el cumplimiento de los deseos de Fukutoku Honman desde la antigüedad, y el salón principal da una impresión tranquila de keyaki-zukuri total incluso en la decoración brillante.
        Otro de los monumentos que tenemos el gusto de recorrer es el camino en el que Kukai entró en un plano supremo de meditación, esperando la llegada del Buda del futuro. Más de 300 000 lápidas están densamente distribuidas bajo árboles gigantes de 500 años creando una atmósfera espiritual y un profundo paisaje cultural religioso. Se trata del Cementerio Okunoin.
Cementerio Okunoin
            Antes de abandonar este rincón del Japón más espiritual, la "pandilla de los seis" nos damos un garbeo por alguno de lugares en los que la naturaleza, próximo apartado, rinde homenaje a quienes hemos dormido ¡en duro!
Un homenaje
        Podría seguir y seguir describiendo los, no sé si cientos, templos, santuarios, palacios, castillos que encontramos a nuestro paso, pero creo que lo expuesto te da una idea de lo que son las tradiciones espirituales de Japón.

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LA NATURALEZA
            Habíamos elegido estas fechas precisamente por el otoño, una estación en la que Japón se envuelve en el mágico fenómeno del “kōyō”, el cambio de color de las hojas. Con el descenso de las temperaturas, el paisaje se viste de tonos rojos, naranjas y dorados que dan paso a un espectáculo natural, conocido también como "Momiji", cuando se refiere específicamente a las hojas de los arces japoneses. 
Una pareja en pleno köyö
        Kōyō evoca el proceso del cambio de color, mientras que Momiji alude a las hojas mismas, esas que cubren los paisajes como pinceladas de fuego. Sin embargo, nos advertía Hitomi, el cambio climático está modificando este ciclo; el frío llega más tarde, y a menudo, las hojas caen antes de alcanzar su máximo esplendor, adelantadas por el invierno que llega sin esperar.
Momiji
        Aun así, logramos sumergirnos en la belleza del 
kōyō en todo su apogeo. En Nikko, los arces se alzaban majestuosos, reflejándose en el Lago Chuzenji y en la impresionante Cascada de Kegony creando una imagen de ensueño. 
Lago Chuzenji
Cascada de Kegony
        Más adelante, en nuestra caminata por el antiguo Camino de Nakasendo, encontramos otros ejemplares que adornaban la senda con sus colores vibrantes. 
    En Shirakawa, las plantas aportaban un toque especial, embelleciendo aún más esa aldea impregnada de tradiciones. 
Shirakawa
        En Kanazawa, los parques lucían sus puentes, paseos y glorietas bajo la cálida paleta otoñal de los arces y otras especies, creando escenas dignas de postal.
Kanazawa
        Conforme avanzaban los días, la intensidad del 
kōyō parecía alcanzarnos en cada parada, especialmente en Koyasan y Osaka, las etapas finales de nuestra aventura. ¡Cuántas fotografías habríamos tomado de haber llevado aquellas viejas cámaras de carrete! ¡Cuántos ojos se habrán maravillado, tratando de capturar paisajes que solo pueden admirarse en esta tierra donde, dicen, nace el sol! Maite me había pedido incontables veces hacer este viaje a Japón, en busca de "lo otro".
Koyasan
Osaka
        Pero Japón no solo despliega su colorido en el follaje. Con el setenta por ciento del país cubierto de bosques, descubrimos parajes únicos, como el Bosque de Bambú de Arashiyama, donde caminamos entre miles de tallos que se alzan en busca de la luz, formando un sendero casi místico. Cada rincón ofrecía una muestra de la naturaleza vibrante y serena, única en su esencia.

Bosque de Bambú de Arashiyama



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LA COMIDA
        Al volver a casa, la curiosidad de familiares y amigos no se hace esperar. Nos preguntan enseguida por la comida en Japón: si es cara o barata, si es realmente buena o más bien sobrevalorada, si se come con palillos o si es posible usar cubiertos.    
Sí, con palillos
        Lo cierto es que Japón nos regaló una experiencia gastronómica inolvidable, donde los sabores se presentan con una mezcla única de sencillez y sofisticación, reflejo directo de su cultura. Platillos como el sushi, el sashimi, el ramen, la tempura, la carne de Kobe y Wagyu, todo ello acompañado siempre por arroz, nos mostraron el equilibrio perfecto entre sabor, frescura y una estética cuidadosamente pensada.
        La comida japonesa no solo se disfruta con el gusto, sino también con la vista y el corazón.
¿Gustas?
        Y si alguna vez te has preguntado cómo sería un cruce entre una pizza y una tortilla, la respuesta se encuentra en Hiroshima, donde puedes probar el okonomiyaki.
Okonomiyaki
        Esta especialidad local es una especie de tortita gruesa hecha con una base de harina, huevo y repollo finamente picado, a la que se le agrega prácticamente lo que se te antoje: carnes, mariscos, vegetales… la mezcla perfecta, que se cocina a la plancha hasta dorarse y alcanzar una textura crujiente. De hecho, su nombre significa literalmente “lo que te guste, a la plancha”. ¿Te imaginas el sabor?
Nos preparan el okonomiyaki
        Y cuando hacía falta, nos poníamos la yukata y nos metían una de esas comidas monásticas a base de tofus, sopas de tofu, dulce de tofo, y ¡cagüenlá!
Buen provecho
        Incluso, en los garitos más modernillos, pedíamos la comida desde una tablet y nos llegaba en un mini tren bala. Imagina pedir un ternasco de Aragón y que te llegue en el "Canfranero"
¡Que viene el tren!
        
Podría seguir hablando de esta gastronomía que, en respuesta a las preguntas de familiares y amigos, nos sorprendió y cautivó en cada bocado. Probamos de todo, sí, y siempre con palillos, recordando la sabiduría del refrán: “allí donde fueres, haz lo que vieres”.
Y más allá de los platillos, en cada bocado y en cada gesto del servicio, sentimos el “omotenashi”: esa hospitalidad genuina y profunda que caracteriza a Japón, una atención que busca anticiparse a los deseos del otro y hacer que cada momento sea especial.

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Epílogo

        No estoy seguro de si me he alargado demasiado en esta especie de crónica viajera, pero lo que he descrito no es más que una fracción mínima de lo que ese país nos ofreció. Además, ni las palabras, ni las fotografías pueden capturar las emociones que experimentamos en cada uno de los rincones que recorrimos, tampoco la profunda paz que se respiraba al sumergirnos, cuerpo y alma, en las cálidas aguas de los onsen.
        Podría contarte muchas más cosas, como de las edificaciones en las que las casas tradicionales se esconden bajo los modernos rascacielos: de los aeropuertos en lo que lo más insignificante son los aviones; de las estaciones de metro y tren en las que entras, pero es posible no salir; de las modernas y siempre limpias toilettes dotadas de los curiosos "inodoros inteligentes", etc.
        Pero quedan en la memoria las sensaciones de los sabores, la belleza de la naturaleza que nos rodeaba, la solemnidad de los templos y santuarios, la majestuosidad de los palacios, la modernidad de los rascacielos y el brillo constante de las luces que iluminaban las noches.         Quedan los viajes, las huellas de los viajeros que se cruzan en el camino, la impecable limpieza que caracteriza cada rincón, y el "omotenashi", esa hospitalidad japonesa tan profunda que hace sentirte en casa. Pero, por encima de todo, lo que perdura son los momentos compartidos con aquellos que nos acompañan, como no podría ser de otra manera, con "la pandilla de los seis". Y es que, en el fondo, sin unos buenos compañeros de viaje, los recuerdos perderían su esencia, no serían lo mismo.
    Ahora toca abrir el armario, darle un abrazo a la Vieja Mochila que allí dejé, cargarla de los aperos de costumbre y ¡hale, vámonos al monte!

また近いうちに!
Mata chikaiuchini 

(hasta pronto)

ALBUM DE FOTOS