La primavera |
Miguel Mena en su descripción de esta zona dice: "Es más fácil encontrarse con alguien camino de la cumbre del Everest que en el ascenso al Cerro del Morrón, en las proximidades de Purujosa, provincia de Zaragoza".
Y algunos de los que hoy transitamos por estas tierras, que no hace mucho que estuvimos por el valle que asciende hacia al Everest, o sea por el Valle del Khumbu (entradas de Noviembre de 2012), corroboramos tal afirmación.
Toda una jornada por esos rincones de la Sierra cuyos núcleos Calcena y Purujosa, desconocidos para muchos, escoltan al río Isuela que aguas más abajo dan apellido a poblaciones como Mesones, dominada por su castillo donado por Sancha de Abiego a la Orden del Temple, junto a sus habitantes mudéjares, en 1175.
Dejamos los coches en Calcena, población que llevó fama un tiempo por sus minas de plata, que en la actualidad ya no son explotadas por su falta de rentabilidad.
El casco urbano, al que se accede por un arco sobre el que está la
capilla de la Virgen de la Nieves, es accidentado y pintoresco y denota
su origen musulmán. La forma del casco urbano es casi circular, con
callizos, callejones, calles quebradas y pasos cubiertos, típicos del
urbanismo laberíntico y sinuoso islámico.
Hoy en día, Calcena es el centro de la llamada "Cara oculta del Moncayo", que yo más que oculta la llamaría desconocida. Centro, también de múltiples actividades relacionadas con el medio ambiente, el senderismo, la escalada... Se celebran las Calcenadas de Primavera, Verano y Otoño, muy populares entre las gentes "gastadoras de calcetín".
Cruzando el río Isuela |
Dejamos los coches en Calcena, población que llevó fama un tiempo por sus minas de plata, que en la actualidad ya no son explotadas por su falta de rentabilidad.
Calcena |
Ababoles |
Nuestros guías de hoy, José Luis Martín y su encantadora esposa Mª Jesús, conocedores de la zona, dirigen nuestros primeros pasos sobre el puente del Isuela en dirección a la ermita de San Cristóbal, que aunque no de mucho valor y con múltiples antenas adosadas a la fachada y alrededores, sí que su emplazamiento invita a detenerse un rato a contemplar el paisaje.
Vista desde S. Cristóbal |
Desde el mirador podemos ver el Pico de Lobera, la Peñas de Herrera, Calcena y parte de la ruta que vamos a recorrer posteriormente, flanqueada por las Peñas Alba, el Cerro Morrón, Plana de Los Ascones...
Pero ya en la subida a la ermita, lo que más nos entusiasma son las flores. Tras las recientes lluvias y nevadas, el sol ha provocado en la naturaleza una explosión de espectacular rebeldía en la que el ababol (amapola) nos marca el camino a seguir.
El camino a San Cristóbal es de ida y vuelta. De nuevo pasamos por Calcena, tomamos la carretera que transcurre por la margen izquierda del Isuela hasta que un kilómetro abajo, el cartel de la GR-90 nos enseña la ruta a seguir.
Comenzamos la pista que discurre por la derecha del barranco de La Loma. Tras pasar por los corrales de Boquero en donde tomamos un atajo, llegamos hasta el corral de la Loma. A partir de aquí una empinada pero cómoda senda, nos conduce bajo las Peñas del Alba en las que unas cuevas albergan (nos cuenta José Luis), unos cuantos murciélagos.
En este momento, también empezamos a comprender los de las minas de plata, el suelo está jalonado por lajas de piedra que en sus cortes se aprecia claramente el brillo de tan preciado metal (seguro que no tiene ningún valor, sino no estarían aquí).
Las Peñas del Alba |
Comenzamos la pista que discurre por la derecha del barranco de La Loma. Tras pasar por los corrales de Boquero en donde tomamos un atajo, llegamos hasta el corral de la Loma. A partir de aquí una empinada pero cómoda senda, nos conduce bajo las Peñas del Alba en las que unas cuevas albergan (nos cuenta José Luis), unos cuantos murciélagos.
Erizón lila |
Volvemos a ver el erizón lila, el tomillo floreciente que a nuestro paso desprende su olor tan apreciado en la cocina, romeros, lavanda, ...
Llegamos al collado Somero, volvemos la vista atrás y a lo lejos divisamos la ermita que antes hemos visitado, se ven también las sierras de Vicor y Algairén.
Paredes de Valdeascones, Peña de los Moros y al fondo la Peñas de Herrera |
De frente, la senda que rodea las Peñas Alba nos baja al barranco de Valdeplata.
En el mismo cauce del barranco, valoramos la ruta a seguir. La hora, el camino recorrido, el desnivel acumulado y el regreso, nos llevan a tomar el curso del Barranco de Valdepino, aguas arriba.
Y no nos va a penar, solo mirar al suelo y entre la variedad de plantas (juncos, tomillos, sauces, escaramujos, guillomos...), una arenilla brillante delata el pasado minero de estas tierras.
Cara norte Peñas Albas |
A la derecha otras paredes, las de la Peña de los Moros, rezuman humedad y las plantas trepadoras cubren las zonas mas umbrías de este barranco que cada vez más, se va encajonando.
El agua aparece bajo nuestros pies y fruto de esta, la vegetación se va espesando y las piedras que pisan nuestras botas se encuentran pulidas, hay que prestar atención para evitar posibles accidentes.
Por el barranco de Valdepino |
Maite y Mª Jesús, deciden quedarse a comer en un punto en el que el barranco se estrecha bastante, el resto seguimos ascendiendo con el fin de llegar al collado del Campo, pero el reloj es implacable y sus saetas no paran de girar una y otra vez, por lo que tras haber pasado ciento y un toboganes, damos la vuelta y nos dirigimos al comedor en que nos esperan las arriba mencionadas. Hace calor, el sol está alto, se adentra en el cañón y algunos nos cobijamos a la sombra de un árbol que en pendiente ladera ha crecido. En tan "cómodo comedor" damos cuenta de nuestra despensa y sin perder el tiempo comenzamos el regreso, hace calor y el poco cielo que desde el lugar divisamos, anuncia tormenta para la tarde.
Y efectivamente, Una negra nube a nuestra derecha, en el Moncayo, y otra al frente, por la sierra de Algairén, nos anuncian que aceleremos el paso, que las flores que ahora vemos ya estaban por la mañana, o sea que las dejemos de observar.
No hemos encontrado ni un alma en todo el camino. Ahora ya en las proximidades de Calcena, un pastor con su rebaño de cabras paciendo en el prado, nos saluda mirando al cielo (pensará :¡de buena se han librado¡).
Calcena |
Ya en las calles de la localidad, las primeras gotas (y unas vecinas) asoman de entre sus chopos y viejas casas, son el epílogo de una tarde lluviosa que por enésima vez en este año, regará ese gran jardín que es la Sierra del Moncayo. Nosotros nos regamos con una cerveza en el albergue de Calcena.
Y Miguel Mena termina: "Ojalá la
soledad y el silencio se pudieran ordeñar como se ordeña
una vaca para vender litros de tranquilidad en tetra brick. Mientras llega
ese invento, lo mejor es respirar a pleno pulmón la magia de esta
cara oculta, perdiéndose por los vericuetos de Calcena, de Purujosa,
del Morrón y de cada uno de los cerros y barrancos de esta tierra
tan brava como también acogedor".
Hasta pronto
FOTOS DE LA JORNADA
Perfil de la marcha. 19,6 Km. 960 m. acumulados |
Ida y vuelta |
Mª Jesús Escuer, me ha mandado un cuento suyo que no puedo resistirme a publicar, con su permiso, en estas páginas dedicadas a ese Moncayo desconocido.
VALDEPLATA
Bajó raudo y su sombra
se confundió en los juegos de luces provocados por las tenebrosas nubes que,
rotas en negros jirones, amenazaban con deshacerse sobre la reseca tierra. Tsihc
se escondió tras un voluminoso grupo de erizones en flor. Estaba convencido de
que la paz establecida era, hacía ya tiempo, una realidad tangible aunque ya
nada volvería a ser lo mismo. Conocía los peligros de acercarse a los gnomos,
pero la historia que impregnaba el lugar patinándolo con su misterio, siempre
le había impresionado. Moncayo, desde su
atalaya, rodeado de nieves perpetuas, dominaba con su fuerza todo el
territorio pero a veces, de tanto como lanzaba su penetrante mirada a lo lejos, no se percataba de
lo que se tramaba a sus mismos pies. Quizá fuera la sensación de poder absoluto
la que impedía pensar en que alguien osara romper las leyes no escritas.
Mientras daba cuenta de un puñado de oscuras y jugosas moras, Tsihc intentó
ordenar sus recuerdos.
Años atrás, el gran señor, encargó a un grupo de gnomos el cuidado de la
gran mina de plata que se hallaba oculta bajo la cabecera de uno de los grandes barrancos que, como
profunda herida partiendo de sus faldas y oculto por varias peñas, permitía que
el agua de las tormentas y del deshielo bajara brincando, veloz y feliz, para llenar el río con su
riqueza. Sabedor del febril amor por las joyas y los metales preciosos de estos
pequeños seres, les encomendó tan ardua tarea haciendo especial hincapié en que
se mantuvieran ocultos y en que no dejaran escapar aguas abajo ni una pequeña
muestra que pudiera avivar la curiosidad de los hombres; a cambio, les permitía
quedarse con una parte de lo extraído para añadir a sus, ya de por si, grandes
tesoros. El encargo incluía la prohibición de asaltar o poner trampas a los
humanos con el objetivo de mantener la calma en la zona, no descubrir el lugar
y no despertar sospechas.
Los gnomos, según su
costumbre, construyeron sus viviendas bajo tierra y habilitaron también unas
cuevas semiocultas en las grandes paredes, reforzándolas con acumulación de
piedras perfectamente encajadas y bien cubiertas por hiedra para mayor
seguridad. Desde el camino que unía las poblaciones de los hombres que
habitaban la comarca, eran totalmente invisibles Fabricaron grandes hornos que
se encendían aprovechando los días de niebla, abundantes en la zona, para que
el humo pasara desapercibido. Las piedras eran trituradas con los martillos por
los enanos más fuertes, mientras
los niños, cernían el lodo y buscaban las brillantes y valiosas partículas. En
las cuevas preparadas a tal efecto, montaron sus laboratorios y colocaron
abundantes cuencos con el cianuro necesario para acelerar el proceso de lavado
y lograr un mineral libre de impurezas. Infatigables trabajadores, poco a poco
cosecharon una importante cantidad. Las riquezas se acumulaban ordenadas
cuidadosamente en el subsuelo y Moncayo disponía de pequeñas cantidades que
distribuía a sus súbditos discretamente, según sus necesidades, permitiendo a
los enanos hacerse con el grueso de la producción.
Transcurrieron
unos años de gran felicidad y sin problemas. Un mal día, dos humanos huyendo de
la justicia, fueron a parar al cruce de caminos. Siendo noche cerrada, al carecer
de luz para ver lo más imprescindible, decidieron descansar hasta la mañana siguiente
en unos corrales que se utilizaban para recoger el ganado en época de partos.
Llevaban consigo un botín de oro y piedras preciosas que habían robado en una
casa del cercano reino, dejando malheridos a sus moradores. Los gnomos
olfatearon enseguida la riqueza de los sacos despertando su codicia. El gran
revuelo ocasionado obligó a convocar una reunión urgente. Traicionados por su naturaleza,
la tentación era demasiado fuerte. Un niño les recordó el pacto con el gran
señor, pero le hicieron callar con la excusa del respeto debido a los mayores.
Tras arduas
deliberaciones, se enzarzaron en discusiones que fueron a más, sacando a
relucir antiguas rencillas entre las distintas familias. Ganaron aquellos que
se creían en el derecho de robar a los ladrones ya que, según ellos, habían
logrado el tesoro por medios ilícitos. Al tomar tan grave decisión, varias
familias de gnomos abandonaron la zona para volver a las tierras altas del
Horcajuelo de las que habían partido años atrás; el resto, prepararon una estrategia para hacerse
con las bolsas de las joyas.
A la mañana
siguiente, los hombres, sujetando su preciada carga, bajaron al río para
lavarse. En el fondo, entre los cantos redondeados por la acción del agua,
descubrieron una piedra preciosa engarzada en plata. Al incorporarse con ella
en la mano advirtieron pequeños destellos de luz aguas arriba. Se dirigieron
hacia el lugar encontrando un bellísimo collar de esmeraldas y decidieron
explorar, presas de gran excitación, los alrededores. Tras caminar una media
hora se encontraron con una gran explanada salpicada de pepitas de plata pura.
Pasado el primer instante de sorpresa, y sintiéndose seguros, se lanzaron sobre
ellas como lobos sobre corderos dejando al lado los sacos que portaban el
valioso contenido. Sigilosamente, los gnomos que observaban la escena esperando
una oportunidad, se las ingeniaron para escamotearlos. Al percatarse de la
pérdida, los ladrones comenzaron a dar voces. Sacando sus largos cuchillos,
destrozaron los matorrales buscando huecos por los que pudiera haberse
escurrido o camuflado el botín. En su locura destructora, descubrieron una
cueva tapada por piedras colocadas
regularmente y cubierta por cortinas de ramas y hojas. Ayudándose con gruesos
troncos a modo de arietes, golpearon frenéticamente el murete hasta que éste
cedió. El estrépito fue repetido por el eco hasta hacerse insoportable. Los
gnomos, que no estaban acostumbrados a que los humanos les hicieran frente,
comenzaron a salir de sus moradas para defenderse del ataque con hachas y
martillos. Eran más numerosos, pero no contaban con la ferocidad y la fuerza de
los bandidos que les lanzaban rocas de gran tamaño ayudándose con todo tipo de
artilugios improvisados.
Al
cabo de una hora, el lugar era un caos. En las poblaciones más próximas creían
que el estruendo se debía a que se avecinaba una tormenta de grandes
dimensiones y se refugiaron en las casas cerrando los postigos, tras asegurar
en los corrales a sus animales.
No se
conoce la causa concreta que hizo reventar el gran horno, pero del fondo de
éste, surgió roca derretida con
tal fuerza que se elevó varios metros sobre la superficie del barranco. Hombres
y gnomos desaparecieron. Si hubo supervivientes, guardaron muy bien el secreto.
El tranquilo valle de plata, se convirtió en un lugar totalmente distinto. Los
grandes farallones que lo rodeaban, pasaron a ser moradas de los buitres.
Extrañas formaciones rocosas con formas semihumanas o de gnomos cargando
pesados sacos a la espalda, pueblan desde entonces el lugar y grandes y
caóticas piedras cubren el suelo haciendo muy difícil el tránsito. Tan solo algunas
cuevas con retazos de muretes pétreos recuerdan vagamente lo que fue aquello.
Años después, los hombres de la
comarca descubrieron aguas abajo una mina de plata y la trabajaron para sacar
la riqueza que la tierra, tan generosamente, les ofrecía. Moncayo, les dejó hacer.
La paz volvió a reinar y los trágicos acontecimientos quedaron ocultos tras el
obscuro manto del tiempo y del olvido.
Tsihc,
terminó de comer y salió corriendo. Por muy duende que fuera, el lugar le
impresionaba y no las tenía todas consigo cuando deambulaba por allí, aunque
reconocía que el lugar poseía una extraña e hipnótica belleza. Quizá fuese la
de la naturaleza en estado puro, tal y como siempre debería de haberse
conservado. La codicia jamás lleva a nada bueno, pensó. Soltó una carcajada al
recordar que eso, precisamente, era
lo que su abuela le decía cuando pretendía obtener más de lo que le
correspondía, reprendiéndole por ello.
Suspiró mientras
sacudía sus ropas deshaciéndose de las briznas de paja enganchadas en su jubón,
desapareciendo tan rápido como había aparecido.
María Jesús Escuer
Octubre de 2008
Me ha encantado la excursión y como la has contado. Apunto un sitio por descubrir.
ResponderEliminarVale, pero te recomiendo dejarla para Otoño, Invierno o Primavera, ahora puede ser muy calurosa.
ResponderEliminarPese a ser anónimo, un saludo.