lunes, 16 de junio de 2025

SIERRA DE CODÉS

Día 14 de junio de 2025
        En esta ocasión, una pequeña escuadra de Esbarre dejamos atrás las nobles tierras aragonesas para encaramarnos a una sierra tan hermosa como traicionera, justo donde Navarra y Álava juegan a ver quién tiene un monte más "guay".
Zona oriental de la sierra de Codés (la Costalera)
            Vacaciones, compromisos, otros planes como los de Maite, el temido desnivel y alguna que otra lesión caprichosa, como la de Carmen, a la que le deseo una pronta recuperación,  han hecho estragos en la tropa, y al final solo somos docena y media los que, desafiando toda lógica y el confort de un sofá, nos subimos al autobús rumbo norte, siguiendo el curso del Ebro, aguas arriba, como salmones con mochila. Eso sí, vaya 18: curtidos, motivados y desayunados (más o menos).
 
         Hacemos escala técnica en Lodosa, lo justo para estirar las piernas, vaciar vejigas y llenar estómagos —no necesariamente en ese orden—, y tras serpenteantes curvas que atraviesan los tranquilos pueblecitos de Espronceda, Torralba del Río y Valdelavilla, aterrizamos, por decirlo con elegancia, en el parking del Santuario de Nuestra Señora de Codés (770 m.).
Santuario de Nuestra Señora de Codés. Al fondo la sierra homónima
        Allí, en plena comunión con el paisaje y la espiritualidad del lugar, nos calzamos las botas, nos embadurnamos de crema antisolar y nos ajustamos los machos, cada cual a su estilo. Y así, entre risas nerviosas y promesas de que "no será para tanto", echamos a andar.
        Tomamos la GR.1 y dejamos atrás el santo lugar con la mirada clavada en las alturas, en esas peñas que, con descaro, parecen deletrear la subida que nos espera. 
Tomando la GR.1
        Empiezan las primeras cuestas, de esas que te hacen preguntarte por qué no te apuntaste a un plan más sensato, como el vermú en la plaza. A nuestra izquierda, se alza una muralla rocosa tan imponente como innecesaria, que nos separa del enigmático Valle de los Penitentes —aunque no vamos por él, su nombre ya nos da pistas de lo que nos espera: sudor, resoplidos y alguna que otra penitencia muscular––.
La muralla. A la izquierda, el valle de los Penitentes
        Entre las rocas, sobresalen un par de agujas conocido como “Las Dos Hermanas”, cuya silueta da pie a una de esas leyendas locales que mezclan drama, castigo divino y cierta pasión por convertir a la gente en mobiliario geológico:
"Cuenta que en Azuelo vivían dos pobres huérfanas, explotadas sin piedad por una madrastra con más malicia que paciencia. Un buen día, las chicas decidieron que ya estaba bien de cuentos de Cenicienta y, aprovechando un despiste de la susodicha, se largaron monte arriba en busca de libertad… o al menos de algo de sombra.
Pero claro, la madrastra, en lugar de organizar una búsqueda o llamar a los servicios sociales, tiró por el camino clásico del folclore ibérico: soltó una maldición digna de culebrón medieval —“¡Ojalá se vuelvan piedras!”— y, ¡leches!, dicho y hecho. A la mañana siguiente, allí estaban, dos pedruscos plantados junto al camino de Codés: una más grande, otra más pequeña, igualitas que las hermanas del cuento.
Y desde entonces, ahí siguen. Firmes, silenciosas… y bastante más tranquilas que cuando vivían en casa de la bruja".
Las dos hermanas
        La subida no decepciona: de esas que te hacen replantearte las decisiones vitales que te han llevado hasta aquí, como madrugar un sábado. Por suerte, entramos en un robledal tan acogedor que casi se oyen las hojas susurrándote: "tranqui, que ya pasará". Una auténtica sombrilla natural que nos protege del sol y, con algo de suerte, también del colapso.
Por la sombra del robledal
            Nos adelantan, con elegancia y cero rencor, una pareja de guipuzcoanos que suben como si les hubieran puesto pilas nuevas. Para ellos, la cuesta es un "falso llano" —claro, son jóvenes y vascos, combinación peligrosa en montaña. Tras cambiar impresiones les dejamos pasar con una sonrisa.
        Mientras seguimos ascendiendo, nos topamos con robles que parecen salidos de un cuento, de esos que podrían perfectamente albergar a un druida jubilado. Son tan enormes que, al pasar junto a ellos, el grupo se transforma en comparsa de enanitos de Blancanieves: mochila, bastón, y todo.
Roble gigante
        Pero si al lado de los robles ya nos sentíamos en versión miniatura, la cosa se pone seria cuando, más arriba, pasamos bajo la imponente "Peña de los Cencerros". Una mole colosal que se ha despegado del cordal como si un gigante la hubiera apartado a manotazo limpio. Sus paredes verticales no admiten negociación alguna. Y, por supuesto, también tiene su leyenda. Porque ya sabemos: en la montaña, si algo no tiene historia, se la inventa alguien con barba y tiempo libre.
        La versión que ha llegado hasta nosotros (vía transmisión oral o tertulia de bar, que viene a ser lo mismo) cuenta:
        "Un pastor, probablemente aburrido o ligeramente pasado de vino, se subió a la peña tras aceptar una apuesta. La cosa era sencilla: si conseguía coronarla, su rival debía regalarle un lote de cencerros. No sabemos si ganó la apuesta, si bajó por su propio pie o si se quedó allí arriba pensando en dónde colgar tanto cencerro. Pero el nombre quedó: Peña de los Cencerros. Porque si hay algo que le gusta a la montaña más que las piedras, son los nombres con historia".
Paisaje bajo la mirada de la Peña de los Cencerros
            Pero dejémonos ya de leyendas —que la montaña será mágica, sí, pero las piernas no suben solas—, que aún nos queda subida para rato. A la derecha de la imponente Peña de los Cencerros, se adivina una senda que sube con la delicadeza de una hipoteca a tipo variable: sin compasión alguna. Cada cual, en su fuero interno, le lanza una mirada mezcla de respeto, miedo y negación activa, sin verbalizar lo que todos pensamos: “¿por ahí íbamos a subir? ¿En serio?”
        Pero he aquí que Ricardo, nuestro chef de confianza y guía por vocación o castigo, hace gala de su sabiduría montañera y, con un giro sutil de GPS mental, nos desvía hacia el norte. Gracias a él —y a su olfato para evitar cuestas inhumanas— volvemos a refugiarnos bajo el techo amable de los robles, que nos ofrecen sombra y cierto consuelo psicológico.
Huyendo de Los Cencerros
        Llevamos buen ritmo, algo entre la marcha militar y el paseo sufrido, y en aproximadamente una hora, coronamos el collado de La Llana (1.200 m.). Aquí toca parada técnica: a hidratarse, a recuperar el resuello y a disimular que uno ya va sudando como si hubiera perseguido cabras monte arriba.
        Eso sí, adiós al robledal. Bueno, más bien lo hemos abandonado, como quien deja un buen bar por seguir a un amigo.
Por el collado de La Llana
        Ahora el sendero, terco como mula vieja, empieza a girar hacia el oeste. Y aunque sigue subiendo, como si fuera cláusula contractual del día, lo hace con un pequeño regalo: un hayedo que aparece casi por sorpresa, desplegando su sombra y su frescura como quien sabe que viene a salvar la jornada.
        Y qué hayedo. Como el robledal, pero con ese toque elegante, casi altivo, de los hayedos de altura. Troncos nobles, hojas que susurran y un ambiente de cuento de lamias con mochila. Si no fuera porque el corazón ya late por encima de lo recomendado por la OMS, hasta diríamos que estamos disfrutando.
En el hayedo
        Ya por encima de nuestras cabezas asoma otro árbol… aunque este no da sombra, ni pájaros, ni encanto alguno: es de hierro. Una antena, vaya. Ya sabemos que ver un mástil metálico en plena cumbre corta un poco el rollo montañero, pero es el peaje que hemos de pagar para estar conectados con el mundo. 
        Enfilamos, pues, hacia la primera cima del día: el pico Ioar (o Joar, o Yoar). 1.417 metros de altitud y un acceso que, milagrosamente, se deja conquistar en pocos minutos. Uno casi se siente alpinista exprés… hasta que mira alrededor y ve el pilón metálico saludando desde arriba.
Cima del Ioar
            La cumbre es un mirador de los buenos… en teoría. Porque hoy, la bruma —esa señora tan misteriosa como inoportuna— ha decidido extender su velo y ocultarnos todo lo que hace ilusión nombrar desde lo alto: la Sierra de la Demanda, Cebollera, el Moncayo, Urbión, la Cantábrica… incluso el valle del Ebro parece haberse tomado el día libre. Así que nos contentamos con lo que se deja ver: el siempre majestuoso pico León Dormido, las otras cimas que hemos de alcanzar y unas vistas más de andar por casa, pero igual de dignas.
Al fondo el "León Dormido" (foto en el descenso, con menos bruma)
        Y claro, toca lo inevitable y glorioso: la foto. O mejor dicho, las fotos. Una, dos, treinta. Que quede constancia de que esta escuadrilla esbarriana ha conquistado el Ioar, aunque sea sudando, refunfuñando y posando con gafas empañadas. En esas estamos cuando reaparece la pareja guipuzcoana —imperturbables, sin una gota de sudor, por supuesto—, y él, que domina la cámara como si estuviera en la redacción de National Geographic, se ofrece amablemente a apretar el disparador todas las veces que haga falta para la acostumbrada "foto de grupo". Ella se suma a la escena, regalándole al grupo un toque más norteño, como para equilibrar tanto maño por metro cuadrado.
Esbarre en el Ioar
Vista hacia el Valle del Ebro (escondido tras la bruma)
        Click, click, click. Que no se diga que no dejamos huella... aunque sea digital.
Un poco más al oeste asoma la segunda cima del día, así que, sin pensarlo mucho (que es como mejor salen estas cosas), allá que vamos. Bajamos unos metros para luego ascender, por una descarnada senda , hasta el pico Grudo (1.363 m.).
        Allí, entre clics de cámara y sonrisas forzadas por el sol, empiezan también a moverse los bigotes: es la hora sagrada del tentempié. Que la montaña exige piernas… pero también estómago.
En el Grudo
        El descenso lo iniciamos por la misma senda de subida. Eso sí, con más prudencia que un gato en una cristalería, porque el terreno, cubierto de piedra suelta, se las trae. Aquí no está el patio para andarse con heroicidades ni para solidarizarse con Carmen.
        Alguien, pese a las buenas intenciones, ha perdido pie en el tramo más traicionero y ha probado asiento antes de lo previsto. No ha habido drama, pero el pantalón se ha llevado lo suyo. No roto, no. Eso sí, la culera ha quedado artísticamente decorada con un bonito estampado de polvo y roña, muy de la colección “otoño-monte 2025”. Una prenda que antes era técnica y ahora es, además, vivencial. Nada que una buena lavadora y algo de disimulo no puedan arreglar.
Atrás quedan el Ioar (izda) y el Grudo (dcha)
        Seguimos ruta, dejando atrás la senda de subida y enlazando con una pista más llevadera... que, por supuesto, abandonamos enseguida. Nos desviamos por un sendero que avanza unos 500 metros por la muga navarro-alavesa, escoltados por un abetal tan formal que casi dan ganas de saludar a los árboles.
        En un cruce de caminos (1.100 m), hacemos una paradica para rehidratar cuerpos y ojear el próximo objetivo, que ya asoma allá arriba con cara de “ven si te atreves”.
Senda de la muga
        La senda continúa entre prado soleado, y el hayedo de La Plana. Entre paso y paso, me fijo en unos cardos que me recuerdan al Eguzkilore, la flor del sol. Esa que en los caseríos de Euskal Herria espanta males, tormentas y, si se tercia, visitas inesperadas de seres malignos haciéndoles creer que es de día y que deben huir. Entre otros seres mitológicos vascos importantes se encuentran Mari (la diosa de la tierra), Lamiak (lamias), Basajaun y Tartalo. Misticismo botánico al borde del camino. Qué cosas.
Hayedo de La Plana
        En un “pis pas” —como sentencia el sabio Ricardo, que ya es marca registrada en frases de ánimo— alcanzamos la tercera cima del día: Laplana (1.338 m.). No es que las vistas nos dejen boquiabiertos, porque la bruma sigue ahí, haciendo de cortina tozuda. Pero para eso están los entendidos del grupo, que señalan con dedo convencido lo que “debería verse” si el día fuera más de postal y menos de misterio. Así que asentimos todos, como si viésemos lo mismo.
        Unas fotos más —porque ninguna cima se da por buena sin al menos quince clics— y seguimos la marcha. Que esto no se ha acabado, no señor. Quedan un generoso descenso de más de 500 metros. Vamos, que las piernas se van a enterar. ¡Al ataque!
En el pico Laplana
        La bajada arranca por un amplio cordal y, poco a poco, vamos cazando alguna sombra, que ya va haciendo un calorcito que ni en terraza de chiringuito. Allá abajo, al fondo, aparece nuestro destino final: el Santuario de Nuestra Señora de Codés. Idílico, sí, pero aún lejano... y nuestras rodillas nos lo recuerdan en cada paso.
Con Julián, en el descenso (foto de J.A. Luño)
Vista de "la meta"
        Y por fin, tras el último esfuerzo, aparece el oasis: el parking, el bus, y —oh, maravilla divina— un bar. Allí nos espera no agua bendita, sino algo mucho más milagroso: cerveza de grifo. Bajo la sombra de unos plátanos que parecen sabios custodios del descanso, brindamos con jarras sudorosas por la ruta completada.
¡A la rica jarra! (Foto de Ricardo)
        Así cerramos la salida número 301 de Esbarre: sin dramas, sin caídas de honor  y con final feliz en forma de espuma dorada. Que no se diga que no sabemos caminar... ni celebrar.
        Y mientras se vacían las jarras y la conversación se disuelve en risas tranquilas, queda algo más que el sudor y las fotos: esa sensación compartida, silenciosa, de haber vivido algo sencillo, pero valioso. Una cima no es solo un punto en el mapa, ni una foto en el móvil. Es el esfuerzo compartido, la calma en medio del bosque, la charla pausada al ritmo del sendero.
        Volvemos a casa un poco más cansados, sí… pero también un poco más llenos. De aire puro, de historias, de esa gratitud callada que solo se siente al final de un buen día en la montaña. Y eso, al final, es lo que nos hace volver. Una y otra vez


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Datos técnicos
Recorrido
Perfil:
Distancia, 9,6 Km.
Desnivel positivo, 820 m.
Desnivel negativo, 820 m.
Track



domingo, 18 de mayo de 2025

VALLE DE ORDESA (en primavera)

 Día 17 de mayo de 2025
            Nuestros planes para esta jornada iban por otros derroteros, más de por aquí… pero claro, entre las lluvias recientes, el deshielo de las nieves —que este invierno no se anduvo con tonterías— y el buen día que anuncian, va y le digo a Maite, con la ceja arqueada:
        —¿Y si dejamos el erial para los lagartos y nos vamos a por unas aguas más bravas que las de por aquí? Ni que decir tiene que Maite, a estas alturas, no necesita ni pensárselo. Faltaría más.
            Así que, para pillar la ruta antes de que empiece el desfile turístico —porque este valle, bonito es, pero solitario no tanto—, cogemos el buga y ponemos rumbo a Torla a dormir. Que ya nos veremos con el gentío… más tarde. 
Torla
        Sí, ya lo sé, este recorrido lo tenemos más pateado que las baldosas del portal: que si en verano, que si en otoño, que si con el fresquito invernal... Pero qué le vamos a hacer, este valle tiene la costumbre —muy suya— de no repetirse nunca. Cambia de cara, de traje, de humor y hasta de agua como quien cambia de camisa. 
        Con cuatro grados de temperatura y un cielo más claro que nuestras intenciones, llegamos al parking de la pradera de Ordesa. Pero antes de lanzarnos monte arriba como cabras motivadas, hacemos una parada técnica en el garito de “La Pradera”. Un “café con algo”, pedimos, porque venimos en ayunas y no es plan de empezar la caminata con el depósito en reserva. Que una cosa es amor por la naturaleza y otra, tentar al mareo en plena subida.
A desayunar
            Tras dedicarle una mirada respetuosa —casi de reojo, como quien saluda a un viejo conocido que impone lo suyo— al Tozal del Mallo, nos ponemos en marcha. Cruzamos el río Arazas por el "Puente de los Cazadores". El paso la senda del mismo nombre está cortada por riesgo de desprendimientos.
            Nuestro sendero  discurre por la margen izquierda del río, adentrándose en un hayedo de esos que parecen de cuento… pero sin brujas. Solo hay paz, sombras frescas y ese silencio que casi te pide que bajes la voz por respeto. 
Una mirada
        ¿Hayedo? No lo sé… pero la sensación es la de estar en un palco de honor del Palacio de la Ópera de Viena. El petirrojo entona la más delicada canción del bosque, el pinzón interpreta un aria que parece salida de un sueño, y el herrerillo, como si empuñara una flauta travesera, nos regala una melodía suave y encantadora. Así es soñar. Así es caminar en la soledad serena de la mañana.
En el Palco
                        Alcanzamos la "Piedra de las Siete 
Faus" que nos cuenta:
"Soy la "Piedra de las Siete Faus". Ya no me acuerdo desde cuando me llaman así, pero debía ser hacia 1918 cuando el Valle de Ordesa fue declarado Parque Nacional y los guardas me tomaron como referencia. ¡En cuantos de sus escritos, aparecía! Por entonces, sobre mí, crecían siete añosas hayas, no muy recias, pero sí altaneras, en fin, ¡tenía una bella figura! Me gustaría volver a ser de apariencia musgosa y cuidar de las hayas que solo quieren tocar el cielo."
            Dejamos atrás el pedrusco —que ya ha tenido su momento de gloria— y seguimos el camino, que ahora decide cambiar de orilla cruzando el puente de Arripas. Pero ojo, que antes toca detenerse un momento (y bien merece la pena) para admirar la cascada homónima, la primera de las muchas joyas líquidas que nos tiene preparadas el río Arazas. Un río que hoy no se anda con chorrillos, no: aquí el agua baja con ganas, haciendo ruido y espectáculo como si supiera que es la estrella del día.
Cascada de Arripas
            La senda, que hasta ahora iba muy modosita, decide empinarse un pelín  y nos lleva hasta el mirador de la Cascada de la Cueva. Otra maravilla de la naturaleza desatada, de esas que te hacen soltar un "oooh" aunque intentes hacerte el duro. Buen sitio para parar, recuperar el aliento con disimulo, dejar que se te pongan los pelos como escarpias con el estruendo del agua... y, ya que estamos, darle vidilla a la cámara del móvil, que tampoco vino hasta aquí para vegetar en el bolsillo.
Cascada de la Cueva
        Dejamos atrás la cascada anterior —que ya ha hecho su función de dejarnos boquiabiertos— y nos vamos en busca de otra, que aquí el menú viene bien surtido. Subimos unos metros, siempre acompañados por el rugir del Arazas (que no se calla ni un segundo) y el trino de los pájaros, que parecen sacados de un disco de relajación.
Rugido del Arazas
            Y entonces, zas, llegamos al mirador de la Cascada del Estrecho. El nombre ya da una pista: el agua sale disparada como si la hubieran escupido de entre unas rocas talladas a golpe de paciencia por el propio río, que debe tener alma de escultor. El sitio, eso sí, tiene una armonía casi teatral: un cañón retorcido, unas bóvedas naturales y un rincón que parece reservado para citas con la belleza íntima, salvaje y, cómo no, con banda sonora de agua desatada.
        Abandonamos este rincón —con cierta pena, pero esto es ruta, no mudanza— y tomamos el camino habitual que sube al Circo de Soaso. Ya se empieza a notar la presencia de los menos madrugadores: unos con pinta de montañeros de verdad, otros con pinta de que se han perdido buscando el chiringuito. Es la clásica ruta hacia el Monte Perdido, pero también la de los que venimos a disfrutar de uno de los valles más espectaculares de esta piel de toro… y, de paso, a esquivar a quienes creen que esto es el paseo marítimo de Salou, versión pirenaica.
        El sol ya asoma con alegría, así que toca despojarse de la ropa de abrigo. Que sí, que esta mañana hacía rasca, pero ahora el calorcito aprieta y no está uno para sudar por estética.
Ha llegado el astro rey
        Pero lo que de verdad importa es que nos estamos adentrando en el Bosque de las Hayas. Aquí el río cede el protagonismo a esos árboles nobles que en otoño tiñen el suelo de rojo y que en verano nos regalan un verde de postal... y, lo que es más valioso, sombra bendita. Eso sí, uno no puede evitar pensar que, entre tanta fronda, debe de haber algún duende echando la siesta, una hada retocándose el moño o, con suerte, un "come granizos" cotilleando desde detrás de un tronco.
               Esa sombra mágica nos conduce —casi sin que lo notemos— a uno de esos rincones que explican sin necesidad de palabras por qué esta ruta está más trillada que la cuesta de enero: Las Gradas de Soaso. 
 Aquí las cascadas bajan una tras otra, en fila india, pero sin perder estilo, como si estuvieran en una pasarela acuática compitiendo amigablemente por el título de Miss Catarata 2025. Cada una con su pose, su estruendo y su caída estratégica, dejando claro que no necesitan filtros de Instagram para impresionar. Es una coreografía de agua y piedra, tan bien montada que uno se queda embobado, dudando entre sacar la cámara o simplemente rendirse al espectáculo y aplaudir con el alma.
En las Gradas de Soaso
            Dejamos las gradas, para salvar un par de zigzag y acceder a la pradera que precede al Circo de Soaso, Allá arriba asoman dos de la Tres Sorores (o Treserols): el amo Monte Perdido y el Soum de Ramond (o Añisclo). El tercer gigante, el Cilindro queda escondido a nuestros ojos. Un macizo que con tan solo mirarlo impresiona, un macizo que ya alcanzamos en el 2024 (dejo aquí el enlace). Además, las tres Sorores (tres hermanas) tienen su leyenda que dice:
"Corría el siglo V, esa época en la que los visigodos andaban con más ganas de conquista que de hacer amigos, cuando el caudillo Eurico decidió que era un buen día para arrasar una aldea cristiana en pleno Pirineo. Lo típico: llegar, arrasar, arruinar bodas y dejar el panorama como para no invitarles nunca más a una romería.
Aquel día, tres hermanas —huérfanas de madre y con las bodas a la vuelta de la esquina— lograron escabullirse al bosque mientras el resto del pueblo corría una suerte bastante menos amable: masacre para unos, esclavitud para otros. Un plan de boda que, digamos, se torció un poquito.
Al regresar, las muchachas solo encontraron ruinas, silencio y un visigodo malherido. Pero como el corazón es más grande que el rencor (o quizás porque sabían negociar mejor que muchos diplomáticos), lo curaron a cambio de una promesa: que liberaría a los prisioneros, entre ellos sus novios, los mismos que ya debían estar ensayando el “sí, quiero”.
El soldado, agradecido y remendado, fue llevado de vuelta al campamento, y las chicas, en un giro poco habitual en historias de invasiones, conservaron la vida. Pasaron los días, y de sus amores, ni señales de humo. Así que un buen día, con esa mezcla de educación y firmeza que da el despecho, fueron a recordarle al buen visigodo su palabra dada.
Pero oh, sorpresa. Él les suelta que sus prometidos —esos campeones del amor eterno— habían renunciado a su fe, se habían casado con tres godas y que él, casualmente, estaba en medio de una importantísima misión. Ya sabes, cosas de agenda.
La verdad, claro, era otra: los tres seguían retenidos, probablemente soñando con rescates heroicos… o al menos con no acabar como yernos visigodos."
Llegando al Circo de Soaso
            Lo de las tres hermanas es leyenda, claro. Lo nuestro, en cambio, es de lo más real. Recorremos la pradera, que por estas fechas anda desatada, echando flores como si no hubiera un mañana: prímulas, gencianas… y una especie cada vez más abundante por estos lares montañeses: la sapiens flos humanus, de pétalo blanco nuclear y comportamiento errático, introducida por el inefable stultus ineptus (puerco sin cabeza). Una flor que no entiende de estaciones, ni de silencio, ni de respeto por el entorno. Pero bien visible es. Seguro que los sarrios y marmotas que nos observan, andan "cabreados".
Genciana
        En pocos minutos alcanzamos la cascada de Soaso, rebautizada popularmente como “Cola de Caballo” —. Esto está a rebosar: humanos, perretes, y una epidemia de selfies que ni el mejor botánico podría clasificar. Y claro, uno no puede evitar preguntarse: si un sábado de mayo ya hay esta romería, ¿qué será esto en pleno agosto? 
        Pero bueno, quejarse sería de ingratos. Este rincón espectacular, que duerme bajo las Sorores y se alimenta de sus nieves como quien mama sabiduría de las alturas, está ahí para todos. Suba quien suba.
En la Cola de Caballo
        Toca emprender el regreso, que ya sabemos que todo lo que sube… acaba doliendo al bajar. Pero antes de alcanzar de nuevo las Gradas de Soaso, hacemos una maniobra táctica: nos acercamos al río. No por sed mística ni por lavar pecados, sino porque ha llegado ese momento sagrado de aligerar las mochilas del exquisito lastre que han cargado hasta aquí: comida. Que para eso uno carga alimento como si fuera a cruzar los Andes, y no va a ser plan de devolverlo intacto a casa.
El Arazas, recién nacido
        El regreso lo hacemos por el camino de toda la vida, el “normal”, que a estas alturas ya se agradece no tener que pensar demasiado dónde poner el pie. Volvemos a disfrutar de las Gradas de Soaso, que siguen ahí, cascada tras cascada. Y aunque decidamos pasar de largo del resto, su murmullo insistente nos acompaña de vuelta por el Bosque de las Hayas, como si el río quisiera despedirse con banda sonora.
        Y, como manda la liturgia senderista, concluimos la jornada con un par de cervezas. Sin alcohol, eso sí —que uno aún tiene que agarrar el volante y hacer como si no llevara horas caminando con cara de postal y alma de sofá.
Jóvenes hayas en su bosque
        Y así, con las piernas satisfechas, las mochilas más ligeras y el alma bien aireada, cerramos este paseo entre cascadas, hayas y hordas humanas en floración primaveral. El valle de Ordesa, como siempre, nos ha recibido con sus mejores galas —agua a borbotones, piedra tallada por dioses o siglos (o ambos), y esa mezcla de belleza y bullicio que lo hace único.
        Con las cervezas —sin alcohol, pero con dignidad— brindamos por la jornada, por la naturaleza que todavía aguanta nuestro paso, y por esos pequeños milagros que ocurren cuando uno cambia el sofá por las botas. Ahora, carretera y manta… que aunque Ordesa enamora, el colchón de casa también tiene lo suyo.

La música del Arazas




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lunes, 12 de mayo de 2025

LÁRREDE - QUEJIGAL DE JAVIERRE (LA "300 D´ESBARRE")

Día 10 de mayo de 202
        El programa de Esbarre para hoy era marcarnos una excursión de altura: subir hasta Yebra de Basa, recorrer el "Camino de las Ermitas" hasta la de Orosia, y bajar dignamente a Satué. Pero el cielo tenía otros planes —grises, mojados y nada alentadores—, y los chefs, con esa sabiduría que les da el amor propio seco, han optado por no embarcarnos en una aventura que prometía empaparnos hasta los más recónditos rincones del alma… y de la ropa interior.
        Así que, tras recoger a la comitiva de “Osca” y hacer la tradicional parada técnica (esa que sirve tanto, para tomar un café, o lo que sea, vaciar vejigas, o como para despejar neuronas viajeras), se ha tomado la sabia decisión de que el autobús, en manos del siempre solvente y sereno Pablo, nos lleve con maestría hasta Lárrede, para dar un corto paseo por un espectacular quejigal.   
¿Lloverá?
            Pero hoy, más allá de la distancia a recorrer o los desniveles que marquen el camino, más allá incluso del lejano paisaje que, como en esta jornada, se esconde tímidamente tras las nubes, ni tan siquiera las fotografías, hoy hay algo mucho más valioso. Lo realmente importante es que realizamos y celebramos la salida número 300 de 
Esbarre, este grupo que comenzó su andadura allá por el lejano 2001 y que, con el paso del tiempo, ha madurado con fuerza y sigue caminando con una salud envidiable, como si los años solo le hubieran dado más impulso.
A por la 300
        Pero bueno… que una ocasión tan solemne como esta no me exime de contar, aunque sea por encima y sin ponerme lírico (que ya me conocéis), el paseíto que nos marcamos partiendo de la bella iglesia románica de San Pedro de Lárrede (siglo XI).
San Pedro de Lárrede
           Con las mochilas cargadas, hasta arriba, de impermeables, paraguas, capas, forros y quién sabe cuántas capas más por si cae el diluvio universal, arrancamos la caminata bajo la mirada atenta de la Torraza o Torre del Moro, que ahí sigue desde el siglo XVI, viendo pasar generaciones de andarines.
Lárrede y arriba, La Torraza
        Tomamos rumbo sur, por las faldas del monte Oturia. Al principio, toca caminar por carretera —que no es muy épico, pero qué se le va a hacer— donde ya asoman las marcas blancas y rojas de la GR-16, como diciendo: “por aquí, valientes”. Y obedientes, nos desviamos a la izquierda, adentrándonos en el maravilloso y húmedo “Quejigal de Javierre”.
El árbol caído
            El suelo está empapado por las generosas lluvias de esta primavera tan espléndida, nos obliga a ir con tiento si no queremos acabar con el trasero embadurnado y el “norface” pidiendo la jubilación anticipada. Pero, eso sí, lo que ha llovido ha dado sus frutos: un paisaje de escándalo, aunque las nubes, tan suyas como siempre, deciden taparnos las grandes y blancas montañas del Pirineo. En su lugar, el Valle de Tena se nos presenta en un verde de catálogo, salpicado aquí y allá por pueblecitos encantadores como Senegüé o el siempre protagonista Sabiñánigo. Encima de ellos, Punta Güe, haciéndose la tímida, esconde su cumbre como si no tuviera su día.
Punta Güé
            Pero no hace falta mirar lejos. El espectáculo está aquí abajo, a pie de senda, donde las flores se arremolinan a nuestro paso y Pedro Rovira, como una enciclopedia con patas, las va identificando una por una (¡sin fallo alguno!). 
––Pedro, ¿cómo se llama esta flor?––
        Los pájaros, mientras tanto, nos regalan su concierto mañanero y, entre pío y trino, llegamos a una zona donde unos robles gigantes, centenarios, nos recuerdan que, por mucho que nos creamos grandes… seguimos siendo bastante pequeñitos. Pero es un buen rincón para inmortalizar nuestra presencia.
¡Cómo robles!
            Pero amigos, no nos durmamos en los laureles, que el cielo anda juguetón y en cualquier momento decide abrir el grifo... y no precisamente para regar con delicadeza. Así que giramos hacia el oeste y nos metemos en el sendero PR-HU.162, que discurre por una ladera que se asoma —sin miedo y sin barandilla— sobre el barranco de Tramafoz o de Las Gargantas. Echamos un ojo al fondo (con cuidado, que no está el terreno para heroísmos) y allí abajo vemos las aguas desbocadas, bajando con un ímpetu que ni un toro de San Fermín. Marrones, sí, como el cacao mal disuelto, cortesía de las tormentas que nos están visitando últimamente.
Barranco de Tramafoz
        Dejamos este tramo para, con fingida ilusión de exploradores, volver a tomar la GR.16, que por un instante nos acaricia con la cercanía del río Gállego. Enseguida llegamos a la carretera que nos llevaría directos a Lárrede, pero claro, ¿qué gracia tendría terminar con las botas limpias? Así que elegimos una cuesta modesta que nos devuelve al punto de partida cerrando este paseo circular, corto pero resultón. 
A por la meta
        Apenas unos metros más y podemos declarar solemnemente que hemos completado una excursión pequeña, pero agradable, en una mañana donde las nubes, sorprendentemente educadas, han decidido no molestarnos.
Así son ellos
        Nos aseamos como quien finge haber vivido una odisea, porque sudar, lo que se dice sudar, lo justo para no comprometer la dignidad. Pablo, el paciente "conducteur",  nos espera desde que salimos —sí, desde 
entonces—, así que, como es pronto, nos lleva a Sabiñánigo. Allí nos desperdigamos con entusiasmo entre los garitos, a por unas cervezas que, sinceramente, no nos hemos ganado... pero que igual han caído como si viniéramos del Himalaya.
Sabiñánigo, vista desde el camino
        Terminada tan digna faena, unos pocos kilómetros nos conducen hasta Larrés, donde celebramos con emoción contenida —y no tan contenida— las trescientas salidas de Esbarre. Allí, bajo un cielo que parece saberse testigo de tantas historias, nos esperan algunos viejos compañeros que, por diversas razones, colgaron hace tiempo las botas esbarrianas. Al vernos, no hacen falta muchas palabras: nos fundimos en abrazos sinceros, de esos que solo se dan cuando se ha compartido vida, sudor, risas, silencios y alguna que otra lágrima entre senderos.
            Y como de compartir se trata, nos reunimos en El Churrón, donde brindamos no solo con vino y buena mesa, sino con recuerdos. Porque en estas 300 caminatas —algunas duras, otras más amables— hemos recorrido mucho más que caminos: hemos recorrido parte de nuestras vidas. Hemos cruzado montañas y barrancos, pero también penas, alegrías, encuentros y despedidas, en esta geografía que empezó siendo aragonesa y que terminó por ser entrañablemente extensa.
Buen provecho
        Toma la palabra Julián, y en su voz se adivina un temblor que no disimula, porque habla desde el alma. Recuerda que todo esto fue posible gracias a un puñado de soñadores —algunos de ellos hoy aquí presentes— como Jesús Ruiz, nuestro querido “comandante”. A él lo seguimos durante años, confiando en su sabiduría de la montaña y en su instinto de compañero. Hoy sigue conquistando cimas que para muchos son ya inalcanzables, pero en cada ascenso suyo va un poco de todos nosotros.
        Y cómo no mencionar a Luis Casao, nuestro decano. Qué decir de él que no digan ya sus pasos firmes y su mirada generosa. Faro de nuestros deseos, espejo donde mirarnos, amigo del alma. Es de esas personas que no necesitan hacerse querer: simplemente, se les quiere. Basta mirarlo para entender lo que significa pertenecer a algo más grande que uno mismo. Él y Jesús, con los ojos brillantes, no esconden la emoción que a todos nos embarga.
Con Jesús y Luis
        Julián continúa, y con voz quebrada por la emoción recuerda también a los que hoy no están: a quienes partieron para siempre, y a quienes el destino o la vida mantuvo lejos en esta ocasión. En ese recuerdo hay un silencio lleno de nombres, de pasos que aún resuenan con nosotros.
Pequeño, pero emotivo discurso
            Cierra agradeciendo lo más valioso: la participación de todos a lo largo de estas 300 salidas, el verdadero latido que ha mantenido vivo el corazón de Esbarre. Yo solo puedo añadir —con toda humildad y gratitud— que sin ese pequeño grupo de incansables (los chefs) que, año tras año, preparan con mimo cada ruta, cada encuentro, cada detalle… los demás andaríamos más perdidos que nunca. Gracias a ellos, caminamos. Y gracias a todos, seguimos soñando con nuevos senderos por andar. 
        Que vengan otras trescientas, con sus barrotes, sus vistas, sus imprevistos y su magia. Porque mientras haya caminos por andar y amigos con quienes andarlos, Esbarre seguirá latiendo con la fuerza tranquila de quienes saben que lo importante no es solo llegar… sino hacerlo juntos.

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