En esta ocasión, una pequeña escuadra de Esbarre dejamos atrás las nobles tierras aragonesas para encaramarnos a una sierra tan hermosa como traicionera, justo donde Navarra y Álava juegan a ver quién tiene un monte más "guay".
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Zona oriental de la sierra de Codés (la Costalera) |
Vacaciones, compromisos, otros planes como los de Maite, el temido desnivel y alguna que otra lesión caprichosa, como la de Carmen, a la que le deseo una pronta recuperación, han hecho estragos en la tropa, y al final solo somos docena y media los que, desafiando toda lógica y el confort de un sofá, nos subimos al autobús rumbo norte, siguiendo el curso del Ebro, aguas arriba, como salmones con mochila. Eso sí, vaya 18: curtidos, motivados y desayunados (más o menos).
Hacemos escala técnica en Lodosa, lo justo para estirar las piernas, vaciar vejigas y llenar estómagos —no necesariamente en ese orden—, y tras serpenteantes curvas que atraviesan los tranquilos pueblecitos de Espronceda, Torralba del Río y Valdelavilla, aterrizamos, por decirlo con elegancia, en el parking del Santuario de Nuestra Señora de Codés (770 m.).
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Santuario de Nuestra Señora de Codés. Al fondo la sierra homónima |
Allí, en plena comunión con el paisaje y la espiritualidad del lugar, nos calzamos las botas, nos embadurnamos de crema antisolar y nos ajustamos los machos, cada cual a su estilo. Y así, entre risas nerviosas y promesas de que "no será para tanto", echamos a andar.
Tomamos la GR.1 y dejamos atrás el santo lugar con la mirada clavada en las alturas, en esas peñas que, con descaro, parecen deletrear la subida que nos espera.
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Tomando la GR.1 |
Empiezan las primeras cuestas, de esas que te hacen preguntarte por qué no te apuntaste a un plan más sensato, como el vermú en la plaza. A nuestra izquierda, se alza una muralla rocosa tan imponente como innecesaria, que nos separa del enigmático Valle de los Penitentes —aunque no vamos por él, su nombre ya nos da pistas de lo que nos espera: sudor, resoplidos y alguna que otra penitencia muscular––. |
La muralla. A la izquierda, el valle de los Penitentes |
Entre las rocas, sobresalen un par de agujas conocido como “Las Dos Hermanas”, cuya silueta da pie a una de esas leyendas locales que mezclan drama, castigo divino y cierta pasión por convertir a la gente en mobiliario geológico:"Cuenta que en Azuelo vivían dos pobres huérfanas, explotadas sin piedad por una madrastra con más malicia que paciencia. Un buen día, las chicas decidieron que ya estaba bien de cuentos de Cenicienta y, aprovechando un despiste de la susodicha, se largaron monte arriba en busca de libertad… o al menos de algo de sombra.
Pero claro, la madrastra, en lugar de organizar una búsqueda o llamar a los servicios sociales, tiró por el camino clásico del folclore ibérico: soltó una maldición digna de culebrón medieval —“¡Ojalá se vuelvan piedras!”— y, ¡leches!, dicho y hecho. A la mañana siguiente, allí estaban, dos pedruscos plantados junto al camino de Codés: una más grande, otra más pequeña, igualitas que las hermanas del cuento.
Y desde entonces, ahí siguen. Firmes, silenciosas… y bastante más tranquilas que cuando vivían en casa de la bruja".
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Las dos hermanas |
La subida no decepciona: de esas que te hacen replantearte las decisiones vitales que te han llevado hasta aquí, como madrugar un sábado. Por suerte, entramos en un robledal tan acogedor que casi se oyen las hojas susurrándote:
"tranqui, que ya pasará". Una auténtica sombrilla natural que nos protege del sol y, con algo de suerte, también del colapso.
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Por la sombra del robledal |
Nos adelantan, con elegancia y cero rencor, una pareja de guipuzcoanos que suben como si les hubieran puesto pilas nuevas. Para ellos, la cuesta es un "falso llano" —claro, son jóvenes y vascos, combinación peligrosa en montaña. Tras cambiar impresiones les dejamos pasar con una sonrisa. Mientras seguimos ascendiendo, nos topamos con robles que parecen salidos de un cuento, de esos que podrían perfectamente albergar a un druida jubilado. Son tan enormes que, al pasar junto a ellos, el grupo se transforma en comparsa de enanitos de Blancanieves: mochila, bastón, y todo.
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Roble gigante |
Pero si al lado de los robles ya nos sentíamos en versión miniatura, la cosa se pone seria cuando, más arriba, pasamos bajo la imponente "Peña de los Cencerros". Una mole colosal que se ha despegado del cordal como si un gigante la hubiera apartado a manotazo limpio. Sus paredes verticales no admiten negociación alguna. Y, por supuesto, también tiene su leyenda. Porque ya sabemos: en la montaña, si algo no tiene historia, se la inventa alguien con barba y tiempo libre. La versión que ha llegado hasta nosotros (vía transmisión oral o tertulia de bar, que viene a ser lo mismo) cuenta:
"Un pastor, probablemente aburrido o ligeramente pasado de vino, se subió a la peña tras aceptar una apuesta. La cosa era sencilla: si conseguía coronarla, su rival debía regalarle un lote de cencerros. No sabemos si ganó la apuesta, si bajó por su propio pie o si se quedó allí arriba pensando en dónde colgar tanto cencerro. Pero el nombre quedó: Peña de los Cencerros. Porque si hay algo que le gusta a la montaña más que las piedras, son los nombres con historia".
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Paisaje bajo la mirada de la Peña de los Cencerros |
Pero dejémonos ya de leyendas —que la montaña será mágica, sí, pero las piernas no suben solas—, que aún nos queda subida para rato. A la derecha de la imponente Peña de los Cencerros, se adivina una senda que sube con la delicadeza de una hipoteca a tipo variable: sin compasión alguna. Cada cual, en su fuero interno, le lanza una mirada mezcla de respeto, miedo y negación activa, sin verbalizar lo que todos pensamos: “¿por ahí íbamos a subir? ¿En serio?”
Pero he aquí que Ricardo, nuestro chef de confianza y guía por vocación o castigo, hace gala de su sabiduría montañera y, con un giro sutil de GPS mental, nos desvía hacia el norte. Gracias a él —y a su olfato para evitar cuestas inhumanas— volvemos a refugiarnos bajo el techo amable de los robles, que nos ofrecen sombra y cierto consuelo psicológico.
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Huyendo de Los Cencerros |
Llevamos buen ritmo, algo entre la marcha militar y el paseo sufrido, y en aproximadamente una hora, coronamos el collado de La Llana (1.200 m.). Aquí toca parada técnica: a hidratarse, a recuperar el resuello y a disimular que uno ya va sudando como si hubiera perseguido cabras monte arriba.
Eso sí, adiós al robledal. Bueno, más bien lo hemos abandonado, como quien deja un buen bar por seguir a un amigo.
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Por el collado de La Llana |
Ahora el sendero, terco como mula vieja, empieza a girar hacia el oeste. Y aunque sigue subiendo, como si fuera cláusula contractual del día, lo hace con un pequeño regalo: un hayedo que aparece casi por sorpresa, desplegando su sombra y su frescura como quien sabe que viene a salvar la jornada.
Y qué hayedo. Como el robledal, pero con ese toque elegante, casi altivo, de los hayedos de altura. Troncos nobles, hojas que susurran y un ambiente de cuento de lamias con mochila. Si no fuera porque el corazón ya late por encima de lo recomendado por la OMS, hasta diríamos que estamos disfrutando.
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En el hayedo |
Ya por encima de nuestras cabezas asoma otro árbol… aunque este no da sombra, ni pájaros, ni encanto alguno: es de hierro. Una antena, vaya. Ya sabemos que ver un mástil metálico en plena cumbre corta un poco el rollo montañero, pero es el peaje que hemos de pagar para estar conectados con el mundo.
Enfilamos, pues, hacia la primera cima del día: el pico Ioar (o Joar, o Yoar). 1.417 metros de altitud y un acceso que, milagrosamente, se deja conquistar en pocos minutos. Uno casi se siente alpinista exprés… hasta que mira alrededor y ve el pilón metálico saludando desde arriba.
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Cima del Ioar |
La cumbre es un mirador de los buenos… en teoría. Porque hoy, la bruma —esa señora tan misteriosa como inoportuna— ha decidido extender su velo y ocultarnos todo lo que hace ilusión nombrar desde lo alto: la Sierra de la Demanda, Cebollera, el Moncayo, Urbión, la Cantábrica… incluso el valle del Ebro parece haberse tomado el día libre. Así que nos contentamos con lo que se deja ver: el siempre majestuoso pico León Dormido, las otras cimas que hemos de alcanzar y unas vistas más de andar por casa, pero igual de dignas.
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Al fondo el "León Dormido" (foto en el descenso, con menos bruma) |
Y claro, toca lo inevitable y glorioso: la foto. O mejor dicho, las fotos. Una, dos, treinta. Que quede constancia de que esta escuadrilla esbarriana ha conquistado el Ioar, aunque sea sudando, refunfuñando y posando con gafas empañadas. En esas estamos cuando reaparece la pareja guipuzcoana —imperturbables, sin una gota de sudor, por supuesto—, y él, que domina la cámara como si estuviera en la redacción de National Geographic, se ofrece amablemente a apretar el disparador todas las veces que haga falta para la acostumbrada "foto de grupo". Ella se suma a la escena, regalándole al grupo un toque más norteño, como para equilibrar tanto maño por metro cuadrado.
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Esbarre en el Ioar |
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Vista hacia el Valle del Ebro (escondido tras la bruma) |
Click, click, click. Que no se diga que no dejamos huella... aunque sea digital.
Un poco más al oeste asoma la segunda cima del día, así que, sin pensarlo mucho (que es como mejor salen estas cosas), allá que vamos. Bajamos unos metros para luego ascender, por una descarnada senda , hasta el pico Grudo (1.363 m.).
Allí, entre clics de cámara y sonrisas forzadas por el sol, empiezan también a moverse los bigotes: es la hora sagrada del tentempié. Que la montaña exige piernas… pero también estómago.
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En el Grudo |
El descenso lo iniciamos por la misma senda de subida. Eso sí, con más prudencia que un gato en una cristalería, porque el terreno, cubierto de piedra suelta, se las trae. Aquí no está el patio para andarse con heroicidades ni para solidarizarse con Carmen.
Alguien, pese a las buenas intenciones, ha perdido pie en el tramo más traicionero y ha probado asiento antes de lo previsto. No ha habido drama, pero el pantalón se ha llevado lo suyo. No roto, no. Eso sí, la culera ha quedado artísticamente decorada con un bonito estampado de polvo y roña, muy de la colección “otoño-monte 2025”. Una prenda que antes era técnica y ahora es, además, vivencial. Nada que una buena lavadora y algo de disimulo no puedan arreglar.
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Atrás quedan el Ioar (izda) y el Grudo (dcha) |
Seguimos ruta, dejando atrás la senda de subida y enlazando con una pista más llevadera... que, por supuesto, abandonamos enseguida. Nos desviamos por un sendero que avanza unos 500 metros por la muga navarro-alavesa, escoltados por un abetal tan formal que casi dan ganas de saludar a los árboles.
En un cruce de caminos (1.100 m), hacemos una paradica para rehidratar cuerpos y ojear el próximo objetivo, que ya asoma allá arriba con cara de “ven si te atreves”.
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Senda de la muga |
La senda continúa entre prado soleado, y el hayedo de La Plana. Entre paso y paso, me fijo en unos cardos que me recuerdan al Eguzkilore, la flor del sol. Esa que en los caseríos de Euskal Herria espanta males, tormentas y, si se tercia, visitas inesperadas de
seres malignos haciéndoles creer que es de día y que deben huir. Entre otros seres mitológicos vascos importantes se encuentran Mari (la diosa de la tierra), Lamiak (lamias), Basajaun y Tartalo. Misticismo botánico al borde del camino. Qué cosas.
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Hayedo de La Plana |
En un “pis pas” —como sentencia el sabio Ricardo, que ya es marca registrada en frases de ánimo— alcanzamos la tercera cima del día: Laplana (1.338 m.). No es que las vistas nos dejen boquiabiertos, porque la bruma sigue ahí, haciendo de cortina tozuda. Pero para eso están los entendidos del grupo, que señalan con dedo convencido lo que “debería verse” si el día fuera más de postal y menos de misterio. Así que asentimos todos, como si viésemos lo mismo.
Unas fotos más —porque ninguna cima se da por buena sin al menos quince clics— y seguimos la marcha. Que esto no se ha acabado, no señor. Quedan un generoso descenso de más de 500 metros. Vamos, que las piernas se van a enterar. ¡Al ataque!
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En el pico Laplana |
La bajada arranca por un amplio cordal y, poco a poco, vamos cazando alguna sombra, que ya va haciendo un calorcito que ni en terraza de chiringuito. Allá abajo, al fondo, aparece nuestro destino final: el Santuario de Nuestra Señora de Codés. Idílico, sí, pero aún lejano... y nuestras rodillas nos lo recuerdan en cada paso.
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Con Julián, en el descenso (foto de J.A. Luño) |
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Vista de "la meta" |
Y por fin, tras el último esfuerzo, aparece el oasis: el parking, el bus, y —oh, maravilla divina— un bar. Allí nos espera no agua bendita, sino algo mucho más milagroso: cerveza de grifo. Bajo la sombra de unos plátanos que parecen sabios custodios del descanso, brindamos con jarras sudorosas por la ruta completada.
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¡A la rica jarra! (Foto de Ricardo) |
Así cerramos la salida número 301 de Esbarre: sin dramas, sin caídas de honor y con final feliz en forma de espuma dorada. Que no se diga que no sabemos caminar... ni celebrar.
Y mientras se vacían las jarras y la conversación se disuelve en risas tranquilas, queda algo más que el sudor y las fotos: esa sensación compartida, silenciosa, de haber vivido algo sencillo, pero valioso. Una cima no es solo un punto en el mapa, ni una foto en el móvil. Es el esfuerzo compartido, la calma en medio del bosque, la charla pausada al ritmo del sendero.
Volvemos a casa un poco más cansados, sí… pero también un poco más llenos. De aire puro, de historias, de esa gratitud callada que solo se siente al final de un buen día en la montaña. Y eso, al final, es lo que nos hace volver. Una y otra vez
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