lunes, 22 de septiembre de 2025

CHIPETA ALTO

Día 20 de septiembre de 2025
        Poco a poco se nos va este verano, que de duro ha tenido lo suyo y de abrasador lo demás, con récords de temperatura que hicieron sudar hasta las piedras. Y antes de que la nieve nos ponga encima su edredón blanco, conviene aprovechar los senderos, no vaya a ser que la próxima caminata toque hacerla con raquetas.
        Los amigos de Esbarre, almas inquietas donde las haya, nos han preparado esta ascensión que Maite y un servidor ya conocíamos de otra faena (dejo aquí enlace), aunque ella, en esta ocasión, ha quedado en casa. El pico, que se asoma al Valle de Oza con la pinta de proa de barco pirata, invita descarado a subir a bordo y zarpar por los mares pirenaicos.
        Reclutado en Huesca, el comandante que fuere de esta tropa, nos juntamos una veintena de alegres aventureros que, tras la obligada parada técnica para café (y otros menesteres de discreto silencio), embarcamos en un bus camino de la Selva de Oza. Créeme, meter semejante artefacto por la angostura de la Boca del Infierno no lo hace cualquiera: se necesita la mano fina de un piloto de Fórmula 1, aunque aquí respondía al nombre de José Carlos.
En la Boca del Infierno
            Descabalgamos en “La Mina”, (1210 m.) que suena muy bucólico, pero que antaño fue lugar de picar plata, cobre, hierro y lo que se terciara: galena, calamina y hasta algún disgusto. Hoy, más pacífica, la zona sirve de rampa de lanzamiento para explorar los tesoros de los Valles Occidentales, y allí que vamos.
En La Mina, antes de arrancar
        Y venga, ¡al lío!: modelito montañero, un poco de crema solar (que luego la cara parece farola), foto inaugural para la posteridad, y enfilamos la senda del GR.11 con más ilusión que técnica.
        El arranque, entre helechos, parecía sacado de un anuncio de champú natural, salvo porque esas hojas son el chalé favorito de las garrapatas. Menos mal que, por lo visto, hoy las muy señoritas han decidido hacernos el feo y no engancharse a ningún esbarrista.
Entre helechos
        A los pocos minutos, los helechos desaparecen y se abre un prado majestuoso, con vacas pastando frente al refugio pastoril de Saburcal (1420 m.). Nos miran con la misma cara con la que tú miras el telediario: ya ni extrañeza les provoca ver pasar mochileros sudorosos como nosotros.
Refugio de Saburcal
            Nos despedimos de las vacas —esas sí que saben vivir, con su estrella Michelín de hierba fresca— y empezamos a ganar altura por el Saburcal, paso a paso, sin prisa pero sin pausa. Una miradita atrás y ya asoma, solemne, el Castillo d’Acher (o d’Atxer, según lo pedante que se ponga uno). Una fortaleza de piedra que la madre naturaleza cinceló como quien no quiere la cosa, y que parece estar ahí para recordarnos lo pequeños que somos y lo mucho que nos gusta sufrir cuesta arriba.
Castillo d´Acher 
            Alcanzamos el desvío al dolmen de Ferrerías (1550 m.). Esta vez pasamos de largo, no por falta de ganas arqueológicas, sino porque sinceramente, distinguir ese dolmen entre la maleza es como intentar reconocer a un vecino con mascarilla, gorra y gafas de sol.
            Las nubes que nos han saludado al comienzo, poco a poco van hacia otros lugares. La senda, que hasta ahora tiraba alegremente hacia el noroeste, empieza a girar hacia poniente. Y ahí está, nuestro objetivo mostrando todo su casco de proa a popa: imponente, con su pared que impresiona más de cerca que de postal, y con altura suficiente para ponernos en nuestro sitio. Bajo ella, un sarrio nos observa. A diferencia de las vacas de abajo —más curiosas que prudentes—, este caballero del monte mantiene la distancia reglamentaria. Y hace bien: cualquiera se fía de veinte humanos jadeando y cargados con mochilas, que vistos desde fuera debemos de parecer un rebaño de caracoles despistados.
De proa a popa
        Seguimos dándole a la pata, que esto de subir parece no acabar nunca, pero al menos la montaña se digna a entretenernos con espectáculo visual de primera. Poco a poco, conforme ganamos altura y resoplidos, se nos van desplegando los relieves del barranco de Acherito, un verdadero catálogo de picos afilados y collados: desde el Sobacal hasta el Petraficha, todos en fila. Y como guinda, al fondo del barranco, tras el Mallo Acherito y su puerto, asoman las espectaculares Agujas de Ansabère, como si fueran los guardianes del paisaje, altivas, delgaduchas y con pinta de decir: “hala, seguid subiendo, que todavía os queda”.
        Seguimos avanzando y, a la izquierda, aparece una fuente que en pleno estío mana menos que nevera de soltero: unas goticas tímidas y gracias. En ese momento, una esbarrista decide que su ascensión ha llegado hasta ahí. Y como en toda buena expedición siempre hay un alma noble, Ricardo —que en otra vida debió de ser ángel de la guarda con walkie de serie— baja a acompañarla.
        El resto continuamos la marcha, ya sin prados idílicos: ahora toca una canal pedregosa que sorteamos con más estilo del que probablemente tenemos, pero amigo, cada cual se apunta su mérito. 
No todo es prado
        Allá arriba ya se ve el collado de Petraficha (1965 m.), pero como sabemos que allí sopla más viento que en la ventanilla de un descapotable, decidimos parar antes, dar un respiro a las piernas y de paso zampar un tentempié, que el estómago también escala.
        Cuando arrancamos de nuevo, Ricardo nos comunica por el walkie que la moza se ha rehecho y que ambos tiran para el collado. ¡Bravo, recuperación milagrosa en directo! Nosotros lo alcanzamos en pocos minutos y el paisaje que se abre ante los ojos es un aperitivo de lo que nos espera en la cima. Lo que de verdad nos deja con la boca abierta es la esquizofrenia orográfica del lugar: por un lado, la montaña se desploma en vertical hacia la Selva de Oza, y por el otro se desliza suave y amistosa hacia Zuriza, como si no quisiera asustar a nadie. A nuestra derecha asoma el pico Petraficha y un poco más allá el Gamueta.
Collado de Petraficha
        Aquí abandonamos la GR.11, girando al sur por un sendero tan discretito que casi pide perdón por existir. Nada de aquel jardín de lirios que emocionó a Maite en otra ocasión: esta vez toca un paisaje sobrio, pero no menos hermoso, que demuestra que la montaña no necesita florituras para impresionar.
        Conforme seguimos subiendo, la senda empieza a jugar al escondite: se difumina, se esconde, se deja de ver… pero bueno, uno ya se fía más de la intuición (y del instinto de manada) que de las marcas de pintura. Así, apuntamos a la loma desde la que ya se adivina la proa a la que hacíamos referencia al principio: Hemos alcanzado la cumbre del Chipeta Alto (2175 m).
En busca de la cima
            Y claro, surge la pregunta del millón: ¿qué altura tiene el bicho? Los mapas y el GPS coinciden en 2175 metros. Pero aquí arriba, en una placa metálica, bien grabadito, pone 2189 metros. ¡Cáspita! Misterio resuelto al leer la autoría: es de un club montañero de Bilbao. Y ya se sabe… allí las cosas siempre tiran a lo grande.
Placa vasca
            Pero vamos, metro arriba o metro abajo, lo que importa de verdad son las vistas. Y qué vistas: un balcón natural que te deja sin aliento (y no solo por la subida). A un lado, el valle de Guarrinza y la línea fronteriza de los puertos de Palo y la Cunarda, con sus picos desfilando en formación. Al otro, los colosos de los Valles Occidentales: el Castillo d’Acher, el Bisaurín, el Agüerri y la sierra de Secús. Más allá, la sierra de Lenito, Peña Forca, y esa muralla espectacular que forman los Alanos, toda ella crestas de calendario montañero.
Los colosos del valle
         Giramos la vista al norte y aparece el ibón de Acherito, custodiado por un séquito de murallas: el Pic du Lac de la Chourique, el Larraille, la Brecha de Hanas… Difícil nombrarlos a todos sin acabar como el presentador de Eurovisión, pero imposible no mencionar algunos míticos: la Mesa de los Tres Reyes, el Mallo Acherito, el Petrechema, las Agujas de Ansabère y, más allá, los inconfundibles gigantes Midi d’Ossau, Anayet y Vértice. Un verdadero desfile de cumbres, cada cual más fotogénica, que convierte este Chipeta Alto en palco VIP del Pirineo. Y, como no, el ibón de Acherito protegido por las escarpadas murallas fronterizas como el Pic du Lac de la Chourique, el pico Larraille y la Brecha de Hanas. 
Ibón de Acherito
        En esto aparece Ricardo, que ya había dejado a la amiga en buen recaudo en el collado, como buen caballero andante con botas de montaña. Toca sesión fotográfica: foto va, foto viene, foto de grupo en la cima.
En la cima
            Pero la cima no da de comer (ni de beber), así que emprendemos la bajada por nuestros propios pasos. Unos tiran por delante para acompañar a la esbarrista, el resto lo hacemos con calma, dejándonos llevar por la pendiente hasta el collado. Un poco más abajo, por fin, llega el momento más esperado por estómago y corazón: el sustento. De cada mochila brotan viandas que parecen sacadas de un concurso de tapas pirenaicas, cada cual más variada y apetitosa.
        La cosa, regada con la bota de vino del de Jaulín —él, que quede claro, porque el vino es de Cariñena, no vayamos a confundir la denominación de origen— y con el día espléndido que nos ha tocado, se convierte sin duda en uno de esos instantes de gloria que justifican toda la sudada previa. 
Es momento de comer
        De aquí hasta abajo repetimos el mismo camino que a la subida, solo que ahora, al cambiar la dirección, el paisaje nos regala lo que antes llevábamos a la espalda. Y qué diferencia: parece que la montaña nos dice “ala, ahora sí, miradme bien que os dejo”. En el llano bajo las paredes del Chipeta Alto, el espectáculo lo ponen unas marmotas correteando entre hierba y rocas, como si fueran las animadoras oficiales de la bajada.
De bajada
            Ya en el fondo del valle toca el clásico “lavado del gato”: algunos optan por refrescar los pinreles en las aguas del Aragón Subordán, terapia de choque que despierta hasta al más traspuesto. Todo con un objetivo claro: llegar a Hecho presentables para el rito final de toda excursión que se precie —las jarras de cerveza—. Y vaya si estaban frescas… y ricas. Tanto, que uno casi se olvida del desnivel acumulado. En el cielo, las nubes se dejan querer por el sol, acabarán descargando su ira, pero nosotros ya habremos partido a casa.
Preludio
        Ha sido una gran ruta, exigente en lo físico y conmovedora en lo personal. El Chipeta Alto nos ha regalado sudor, risas, paisajes y ese sentimiento de plenitud que solo da la montaña cuando uno alcanza la cima. Pero allí arriba, mientras la mirada se perdía hacia el oriente, me resultaba imposible no volar también con el pensamiento hasta Gaza.
        Más de 65.000 almas segadas en un genocidio que continúa impasible, mientras el verdugo —Netanyahu— sigue descargando bombas sobre mujeres, niños y ancianos. Y mientras tanto, aquí, en mi propio país, los políticos entretienen su tiempo en debates semánticos sobre si es genocidio o no, como si el dolor dependiera de una etiqueta. Entre palabra y palabra, siguen muriendo personas: a bombazos, de hambre, de enfermedades… vidas apagadas en medio de una indiferencia global que estremece.
        Y uno, desde la cumbre, siente a la vez gratitud por poder estar allí, en libertad, con amigos, disfrutando de la belleza del Pirineo… y rabia porque en otros rincones del mundo esa misma libertad y esa misma belleza les está siendo robada a sangre y fuego.
            Quizá por eso, al bajar del Chipeta Alto, con el corazón todavía agitado, la ruta no quede solo en la memoria como una jornada montañera exigente y hermosa, sino también como un recordatorio de que el privilegio de subir y contemplar en paz no es universal. Ojalá algún día lo sea.


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Datos técnicos

martes, 16 de septiembre de 2025

HOCES DEL GUADALOPE (De Aliaga a Montoro de Mezquita)

Día 13 de septiembre de 2025
            Ahora que el verano empieza a bajar la voz y a comportarse como un caballero —tras habernos tenido días atrás al punto de fusión— Maite y servidor nos largamos al sur de Aragón, ese lugar donde la piedra se retuerce empeñada en hacer yoga extremo hasta que el agua, con su santa paciencia, la convence de que le abra paso.
        El buga, más contento que unas castañuelas —porque sabe que la ruta no es de ciudad, sino de curvas con paisaje— nos conduce hasta Aliaga. Eso sí, con parada obligatoria en Lécera, cuyas morcillas, según Maite y su familia, merecerían denominación de origen, procesión y hasta himno. Un par de kilos se vienen con nosotros, no vaya a ser que nos falte hierro en el cuerpo.
Iglesia de Lécera
        Reanudamos viaje y, de repente, el negro del embutido da paso al negro de otro calado: el del carbón de la cuenca minera turolense. Pasamos por Utrillas y Escucha, donde todavía parece flotar en el aire ese sudor pegajoso de minero, mezcla de esfuerzo y dignidad, que ni el tiempo ni el cierzo han sabido barrer.
        Superado el puerto de San Just —que se hace el duro, pero se deja—, pasamos por Jarque e Hinojosa hasta llegar, por fin, a Santa Bárbara de Aliaga, barrio que un día fue minero.
Por las calles de Aliaga
            Aparcamos el buga en Aliaga —que ya resopla como si hubiera subido él solo el puerto—, nos embadurnamos de crema solar como croquetas listas para la freidora y, mochila al hombro, nos lanzamos a recorrer las calles rumbo al gran protagonista del día: el río Guadalope. Este buen señor viene trotando desde el puerto de Sollavientos y, para llegar al Ebro, tendrá que pasar más aduanas hidráulicas que un turista en yankilandia.
El Guadalope a su paso por Aliaga
        Cruzamos un puente que nos deja frente al Santuario de la Virgen de la Zarza, barroco del siglo XVII. Solo lo miramos por fuera, que bastante faena tiene ya con lucir su fachada flanqueada por dos torrecillas y un cimborrio central que parece decir: “¿A ver quién da más?”.
Santuario de la Zarza
            ¡Al lío! La senda arranca (PR-TE.10) y el Guadalope, aun con caudal veraniego (o sea, modo ahorro), se las arregla para ser la estrella de la ruta. A un lado quedan las casas de Aliaga, al otro nos escoltan los chopos cabeceros, que se alzan como si esperaran que alguien les pase revista. Este tramo le denominan: "Senda Fluvial de Aliaga"
Bajo los chopos cabeceros
            Con una temperatura que invita más a brindar que a sudar, nos adentramos en los estrechos de La Aldehuela. El paisaje se pone serio, contundente, y la ruta se agarra a las paredes con la misma devoción que Putin a su sillón dorado. Pliegues, hoces y caprichos geológicos se suceden como si el río llevara siglos esculpiendo un catálogo para geólogos con ansias de postal.
        Escaleras, pasarelas, sirgas… las vamos sorteando con más ilusión que estilo. Es cosa del Guadalope —río de lobos, dicen—, que se entretuvo moldeando las rocas a su antojo y ahora nos obliga a hacer de equilibristas agradecidos.
Pasarelas por los estrechos de La Aldehuela
        Finalmente, tras coronar un collado, el paisaje se abre y nos escupe de golpe al escenario postindustrial: el embalse y la vieja central térmica de La Aldehuela. Esta central se apagó en 1982, muriendo como murió el carbón de la cuenca: sin épica y con mucho polvo.
Embalse de Aldehuela
         Y claro, uno no puede evitar el pensamiento de viejo rockero: si Pink Floyd hubiera conocido esta central, la portada de Animals no tendría la Battersea londinense, sino esta joya aragonesa. Menos cerditos voladores, eso sí, pero el dramatismo lo tenían garantizado.
Vieja central térmica
        Hasta aquí habíamos llegado en otra ocasión (dejo aquí enlace), porque el tramo siguiente era de esos que te obligaban a ir y volver como penitente. Hasta que, hace un par de años, a alguien se le ocurrió la genialidad de coser los barrancos de Aliaga y Montoro de Mezquita. 
        Bajo el dique del embalse, un puente nos regala el lujo de cruzar a la margen izquierda del río, que apenas se deja adivinar allá abajo, como si jugara al escondite. Un panel nos chiva el destino: “Hoz Mala”. Y claro, con ese nombre, ¿cómo resistirse? Allá que vamos.
        Antes de zambullirnos en las entrañas de la hoz, le echamos un vistazo: las paredes parecen amantes que se inclinan para darse un abrazo que nunca termina. Y nosotros, enamorados de carne y hueso, nos miramos como diciendo: “A ver si aguantamos lo mismo sin escombrarnos”.
Puente sobre el río
        Empieza lo serio: grapas, pasarelas, escaleras, descensos traicioneros, bloques que se atraviesan como exámenes sorpresa. Entonces entiendes lo de “Mala”: no es que el tramo lo sea, es que te obliga a sudar tu respeto por él.
Pasarela por la Hoz Mala
        Pero el paisaje… ay, el paisaje lo compensa todo. El Guadalope se embravece con ímpetu adolescente, a ratos se calma y descansa en rincones bellísimos. Como nosotros dos, que entre jadeos y risas encontramos también nuestros remansos. 
Entre bloques
Otra pasarela
Roca que mana
Bravura del río
        Una canalización horadada en la roca nos da la bienvenida como quien dice: “Ya queda poco, no desesperéis”, y en efecto, nos planta delante del molino harinero de La Tosca, un señor edificio de piedra con teja árabe en la cabeza, que aguanta estoico los años como si aún esperara la próxima tanda de trigo.             Hasta hace poco, aquí terminaba la aventura de la Hoz Mala; ahora, con las hoces cosidas de lado a lado, esto es solo parte de la película.
Molino de La Tosca
            Dejamos al viejo molino a sus recuerdos y, pisando unas piedras colocadas con más cariño que geometría, cruzamos el río para meternos en un sendero que, por fin, se vuelve amable. El bosque de pinos nos escolta como una guardia personal y el Guadalope sigue a nuestro lado, como perro fiel, aunque con bastante más estilo.
El sendero se suaviza
        Entre tanta naturaleza nos topamos con una antigua piscifactoría, reciclada después en planta energética. Para energía, la nuestra: rodeamos la fábrica de voltios como quien esquiva un souvenir demasiado grande y, de pronto, el paisaje nos sorprende con un espectáculo de pared contra pared. Si en la Hoz Mala las rocas estaban en pleno cortejo, aquí directamente consuman la historia: nos encontramos ante la mismísima Boca del Infierno.
Por la Boca del Infierno
            Entramos en el estrecho y aquello es una maravilla disfrazada de amenaza. Pasarelas de vértigo nos llevan flotando sobre aguas turquesas que parecen pintadas a mano. Y ahí estamos Maite y yo, embobados, casi sin pestañear, preguntándonos cómo es posible tanta belleza en un sitio con nombre tan chungo. Si esto es el infierno, que me apunten a la lista de pecadores reincidentes: prometo caer una y mil veces.
Más pasarelas
Bella estampa
        Dejamos atrás el abismo, para ir entrando en un tramo que ya conocíamos de hace unos años (dejo aquí enlace), aunque entonces nos dimos el capricho extra de subir al mirador. Ahora, nuevas pasarelas y grapas nos llevan por el Estrecho de Valloré, y amigo, que así cualquiera salva el río. Lo fácil del paso queda compensado con creces por la belleza del paisaje, que te roba el aliento
Estrecho de Valloré
        Dicen los sabios de la toponimia que “Valloré” viene de una palabra local que significa “valle dorado”, en honor a los tonos cálidos que iluminan la garganta cuando el sol se pone juguetón. Y sí, la verdad es que uno se queda embobado, como turista primerizo, ante tanta majestuosidad. Hasta a las piedras parece que les da por presumir con luz propia.
El Guadalope a su paso por Valloré
Valle dorado
        Superado el último estrecho, la senda decide ponerse en modo “subida castigo”, justo cuando nuestras piernas ya pedían jubilación anticipada. Tras resoplar como locomotoras viejas, llegamos al apacible Montoro de Mezquita, donde la iglesia de la Asunción nos recibe solemne, como si viniera a darnos medallas.
Iglesia de la Asunción
            El bar, en cambio, cerrado a cal y canto, nos recuerda que la épica no siempre acaba con cerveza. Así que nos toca cumplir con el acto heroico de apurar las cantimploras y brindar con agua tibia. Que no será Ambar ni Garnacha, pero sabe a gloria cuando es el trago de los vencedores.
            Como el buga se ha quedado en Aliaga, nos toca el glamour del transfer: una ruta con tantas curvas que parece diseñada por un sádico con escuadra y cartabón. Entre curva, frenazo y volantazo, acabamos en el parking casi con carnet de copiloto de rally.
Casa en Valloré
        Tras una jornada hermosa, ya en casa, la realidad nos golpea como un mazazo. Los informativos vuelven a manchar la pantalla de sangre, con la noticia de otra matanza en Palestina. Ya son más de 65.000 muertos (21.000 son niños) bajo las órdenes de Netanyahu, convertido en verdugo impasible, y cada día se suman cientos más, que mueren de hambre, de enfermedades, de abandono.
        Todo ello con la complicidad obscena del gobierno de Estados Unidos, que financia y respalda, y con el silencio vergonzoso del resto de países, que miran hacia otro lado mientras la sangre corre. Solo la dignidad de miles de ciudadanos en las calles, manifestándose, gritando contra la masacre, se levanta como un frágil contrapeso a tanta barbarie.
¿Hasta cuándo?
        Ahora, la memoria del día se mezcla con la herida del presente: las hoces, los barrancos, los ríos que buscan abrirse camino entre la piedra, se convierten en un símbolo de resistencia. Pero mientras el Guadalope descansa en sus rincones de agua turquesa, hay un pueblo entero al que no se le permite descansar.
        Así, lo que comenzó como una ruta de belleza y asombro acaba teñido de tristeza. Porque el paisaje puede regalarnos esperanza, pero el eco de la injusticia nos recuerda que no basta con contemplar: hay heridas del mundo que reclaman nuestra voz, aunque tiemble, aunque duela.
            Y uno se pregunta, con el corazón encogido y la rabia ardiendo: ¿hasta cuándo?


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Datos técnicos
Corrección a Wikiloc:
Datos medidos por el dispositivo GPS:
Distancia, 12,8 Km
Desnivel positivo, 214 m.
Desnivel negativo, 430 m.

miércoles, 6 de agosto de 2025

UNA MIRADA DESDE EL BISAURÍN

 Día 5 de agosto de 2025
                Aunque ya había subido varias veces a la mole que corona esta parte del Pirineo —que el Bisaurín y yo nos tenemos bien calados—, lo cierto es que estando de vacaciones en el Valle de Hecho, el cuerpo me pedía guerra. Y como mi colega de fatigas de hoy, Miguel, también tenía el Bisaurín en el punto de mira, pues blanco y en botella: tocaba darle caña al cuerpo y echar otro vistazo desde allá arriba. ¡Qué le vamos a hacer, uno es débil ante las cumbres conocidas! 
            La idea original era marcarnos la ruta circular: subir por la cara norte y bajar por la clásica del sur, para darle variedad al asunto y apuntarnos el tanto completo. Pero claro… un armario, una puerta, un dedo pillado en medio… en fin, que el plan se nos fue al garete. Así que optamos por la fácil —si es que a esto se le puede llamar fácil—. Allá vamos, ¡al lío!
        Recién estrenado el alba, con los primeros rayos de sol coronando la cima del Bisaurín, plantamos el buga de Miguel en el refugio de Lizara (1540 m). Ni café ni gaitas: nada más aparcar, ya estamos dándole zapatilla por la trillada GR.11. Y vaya, madrugar tiene premio: el frescor mañanero nos da la bienvenida, y pese a ser una ruta más concurrida que una barra de bar en fiestas, a estas horas somos pocos los locos que ya estamos en faena.
Asoma el sol
            En un pis-pas llegamos al cruce que, en otras circunstancias, nos habría llevado hacia la Plana Mistresa para completar la vuelta circular. Pero amigos, hoy el objetivo está claro y a la vista: esa mole que nos mira desde arriba como diciendo "¿otra vez tú?". Así que seguimos fieles a la GR, que se abre camino entre un pastizal digno de postal, donde pastan vacas y caballos como si la cosa no fuera con ellos.
Pastando
            Los rayos de sol, que antes se limitaban a besar la cima, ya se han colado hasta aquí abajo. Toca parar y cumplir el ritual montañero: cremita en nuestras pieles juveniles (ejem), gafas de sol bien calzadas y algo en la cabeza para proteger nuestras nobles testas… porque, seamos sinceros, lo que es pelo, ambos no andamos precisamente sobrados.
Pronto asomará el sol
            La senda sigue subiendo, unas veces con amabilidad, otras con mala leche, pero en general se deja querer. Un par de quiebros, alguna que otra mirada de reojo al paisaje, y alcanzamos el collado de Lo Foratón (2014 m). Allí nos recibe un viento fuerte y fresquito, de esos que te despeinan hasta el alma… pero, con el calor que se gasta en estas fechas, se agradece como si te sirvieran una cerveza bien tirada.
En Lo Foratón
        Tocaba tentempié rápido, mirada a la vertiente norte —por puro postureo montañero— y a seguir, que la cima no se va a subir sola: ¡p’arriba!
        Abandonamos la GR.11 y tiramos a la derecha, donde empieza la faena seria: la arista. El Bisaurín, ahí arriba, nos mira como diciendo: “Subid, subid, que yo no tengo prisa”.
        Hasta este punto, el sendero serpenteaba por prados amables, verdes, casi bucólicos... pero ya se sabe: todo lo bueno se acaba, y aquí empieza la piedra. La dura, la borde. A ratos roca sólida en la que hay que echar manos —y fe—, y a ratos ese canchal traicionero que se escurre como político en campaña. Pero tranquilos, que hitos y la señora Prudencia nos acompañan, y esta no nos quita ojo. Esto no quita nada, para que de vez en cuando eche una mirada atrás y disfrutar de esa especie de ola montañosa que forman las Cutas en la Sierra de Gabás
La Sierra de Gabás, desde la subida
            Una vez superado el tramo más feúcho, ese que pone a prueba piernas, pulmones y vocabulario, la senda afloja la tensión. Se suaviza. Se pone elegante. Como si quisiera disculparse por el mal trago, nos despliega una alfombra roja que nos lleva directos a la mismísima cima del Bisaurín (2669 m). ¡Tachán!
En la cima del Bisaurín
        Y qué decir de las vistas… Pues un orgasmo visual en toda regla. Desde el Anie a Guara, con el Castillo d’Acher luciendo su falda roja como si supiera que la estamos mirando. Agüerri, Peña Forca, el Oroel, el mítico Midi d’Ossau, el Anayet... ¡Un espectáculo que no cabe en las retinas ni en las fotos!
            Pero mi mirada hacia el oriente va mucho más allá. Se clava en Gaza, donde Israel ya ha asesinado a más de 60.000 personas con la complicidad de Estados Unidos —sí, de ese país donde al menos la mitad votó al tirano Trump, bendiciendo con su papeleta la barbarie—. Y más duele aún el silencio atronador de Europa… mi Europa, la que ahora me lacera con su indiferencia cobarde. Esa Europa que calla, que mira hacia otro lado, mientras la masacre continúa. Mi Europa… cuánto me duele.
Cómo me duele...
            En la cima coincidimos con algunos montañeros que, mira tú, han madrugado más que nosotros. Unos cuantos vascos, un catalán. Miguel, con cara de haber subido flotando y, por supuesto, un servidor: maño de pura cepa, representando con orgullo la tierra que hoy sostiene nuestros pies… y también nuestras nalgas, que ya tocaban descanso y una triste comilona de altura. Porque lo que es la comida que uno sube, rica rica no está… pero, oye, a 2669 metros hasta el triste bocata reseco sabe a gloria.
Otra mirada
            Charramos con una joven que va sola, mochila al hombro, sonrisa tímida. Resulta que está haciendo la Senda de Camille, ese trekking que te deja las piernas como jamón curado. Nos pregunta por dónde tirar hacia el Somport, y como un día yo también fui joven y lo hice, le doy unas indicaciones con gesto sabio y voz de abuelo cebolleta. La zagala, agradecida, nos desea buen descenso.
            Nosotros, con media tarea hecha, encaramos la otra mitad: bajar. Y ojo, que la parte alta no está para andarse con tonterías. Hay que descender con cuidadín, que uno ya no está para luxaciones ni sustos… que la cadera es una y los repuestos caros.
Habrá que despertar, habrá que bajar
            Repetimos el mismo camino de subida, solo que ahora sin la bendición del fresco mañanero. El calor aprieta, el personal sube como si regalaran algo en la cima —¿la chicharrina, quizá?— y nosotros vamos perdiendo altura poco a poco, con el refugio de Lizara cada vez más cerca, como un oasis con ruedas.
Refugio de Lizara
            Y así, a buena hora, ya estamos de nuevo en el buga. Como aún queda día y no hay prisa, ponemos rumbo a nuestro cuartel general, allá en Siresa, que nos recibe con San Pedro brillando bajo el sol, como diciendo: "Anda, majos, ¿ande vais tan temprano?"
            Desde la cima del Bisaurín, con el pecho aún agitado y la piel ardida por el sol y el viento, uno se ha sentido grande… pero también, terriblemente pequeño.
Terriblemente pequeño
            Allí arriba, donde el horizonte se extiende como un mapa de sueños y recuerdos, la belleza del mundo duele. Porque mientras los valles descansan en silencio y el cielo parece abrazarlo todo, en otros rincones de esta misma Tierra, la vida se apaga a cañonazos, y los niños crecen bajo el estruendo de la injusticia.
            Y es entonces, con las botas llenas de polvo y el alma hecha nudos, cuando entiendes que subir montañas no es huir del mundo, sino todo lo contrario: es recordarlo desde las alturas, con los ojos limpios y el corazón encendido. Es gritar —aunque no se oiga— que hay cosas que no deben callarse, y otras que jamás deberían repetirse.
            Bajo los cielos del Pirineo, rodeado de picos y silencio, prometo no olvidar. Porque uno siempre baja distinto de cómo subió.


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Datos técnicos