domingo, 13 de abril de 2025

CASTELLOTE

 Día 12 de abril de 2025
        El menú senderista de hoy nos trae unas cuantas dosis de zagales y zagalas de Esbarre, con ese toque especial de los amigos y amigas de Montañeros de Aragón. Para darle el punto exacto, le añadimos una pizca de sal, un toque de pimienta y ¡voilà! Tenemos un plato que haría babear a los más altos dignatarios del reino.
Castellote
        El bus de hoy va pilotado con mano santa por el inigualable amigo Pablo, auténtico virtuoso del volante y domador de curvas, que nos lanza, con arte, hacia las recónditas tierras del Maestrazgo. 
        El viaje, lejos de ser un simple trayecto, es algo así como una clase de historia: Belchite, ese triste monumento a la cabezonería humana; Lécera, donde dicen que aún brotan, entre olivos, algunas raíces familiares de nuestra querida Maite; y Andorra, no la de los youtubers, sino la que lidia con el apagón de su central térmica como buenamente puede. Allí, nuestro buen Pablo —con ese sexto sentido para detectar cafés y vejigas desesperadas— hace parada técnica: unos desayunamos, otros picoteamos, y la mayoría... digamos que aliviamos presiones internas. Una excursión, vamos, que ya empieza con buen rollo.
Pueblo viejo de Belchite
        ¡Allá que vamos! Curva aquí, curva allá, atravesamos el túnel que nos da la bienvenida a Castellote, punto de partida y regreso de la ruta de hoy. Nos calzamos las botas con aire de exploradores avezados, Ricardo desenfunda su "supercámara", nos retrata con su mejor encuadre, Enrique, ante un panel, nos cuenta el recorrido y ¡hale!, a comenzar.
La superfotografía de la supercámara de Ricardo
        Los primeros metros los recorremos por las calles que, para no perder la costumbre, se empinan alegremente hacia arriba, como si quisieran ponernos a prueba desde el minuto uno, en busca de la senda PR-TE. 53, que nos acompañará fielmente durante casi todo el recorrido.
Arrancando
        Con el primer sofocón mañanero, llegamos a la iglesia de San Miguel, que se muestra en todo su esplendor: monumental, elevada y presidiendo el pueblo con aires de grandeza. Su portada, sobria, pero imponente, luce ese gótico levantino que tanto gusta, salpicado de dragones, leones y sirenas que parecen vigilar al caminante. Encima de ella, un rosetón de los que no se andan con medias tintas.
Iglesia de San Miguel
        Abandonamos el pueblo con la vista puesta en su imponente castillo, listos para la conquista... o eso creemos. Pero el guion nos reserva un desvío: en el collado conocido como "Las Lomas", justo cuando el castillo parece al alcance de la mano, giramos a la derecha (este), como quien se arrepiente a último minuto, para subir a la Atalaya. Y ojo, que durante un kilómetro nos toca transitar un "no sendero", de esos que solo existen en la imaginación del más optimista, pero que se deja querer por la belleza de la cresta que recorre.
Hacia la Atalaya
        Alcanzamos este magnífico balcón natural, desde donde el Maestrazgo se nos ofrece en todo su esplendor. El embalse de Santolea, en modo “lleno hasta la bandera”, brilla sin sol, y allá al fondo se dejan intuir pueblos como Más de las Matas, Aguaviva o Seno, que juegan al escondite con la distancia. Más cerca, asoman sin disimulo los tejados de Castellote, el castillo y la ermita del Llovedor, que nos hacen ojitos: serán los siguientes en caer.
Embalse de Santolea
        Así que, tras inmortalizarnos con una autofoto de grupo desandamos lo andado hasta el collado, y esta vez sí, tomamos rumbo oeste. El camino, ahora mucho más civilizado, incluso presume de rampa-escalera que nos allana la conquista del Castillo de Castellote.
Foto en la Atalaya
        Pero ¡ay!, antes de llegar, nos topamos con un caballero templario, espada en ristre (al que le hago frente con el arma del más osado senderista), que nos recuerda que aquí la Orden del Temple tuvo cuartel y, probablemente, muy malas pulgas.
Finalmente, me rendí
        El castillo, encaramado en lo alto de un escarpe rocoso, domina el pueblo como quien no se fía ni un pelo. Su ubicación, desde luego, lo ha convertido en protagonista de todos los saraos bélicos del Maestrazgo: Reconquista, Guerras Carlistas... y ahora, nosotros.
Castillo (desde la Atalaya)
Castillo, bajo su muralla
        La nuestra, eso sí, es una batalla más terrenal: la del hambre. Así que organizamos una tregua gastronómica con tentempié incluido (triunfo del plátano), porque queda jornada.
        Recogemos las mochilas para tomar un sendero que se descuelga sin piedad hacia el barranco del Llovedor. Por suerte, unas sirgas nos echan un cable —literalmente— y garantizan que este puñado de senderistas valientes y algo cabezotas siga adelante con dignidad.
Descenso
        Nos situamos bajo uno de los once arcos del acueducto medieval de Las Lomas, conocido también con el sugerente nombre de "Puerta del Gigante" —y no es por casualidad, que uno se siente pequeño de verdad aquí abajo. Esta imponente obra de ingeniería no era mero adorno: servía para canalizar las aguas que abastecían la villa.
Acueducto
        Pasamos bajo el último arco que llaman «Puente del Gigante», ya que se alza nada menos que 14 metros. Y ahí estamos nosotros, pasándolo tan campantes, como quien no se da cuenta de que camina por una joya medieval alzándose al aire. Gigantes no seremos, pero por un momento, nos sentimos parte de la historia.
Puente del Gigante
        El castillo, glorioso hace un rato, ha quedado allá arriba... muy arriba. Ahora lo miramos con el cuello torcido y un suspiro resignado, mientras el sendero nos hace cambiar de dirección, girando hacia el este y subiendo unos metros hasta casi rozar el collado por el que ya pasamos antes. Una especie de déjà vu con sudor incluido.
        Nos da la bienvenida el peirón dedicado a la Virgen del Agua, patrona de Castellote, que parece avisarnos con gesto cómplice: “atentos, que viene lo bueno”Y vaya si viene. A nuestra izquierda, unos cien metros más abajo —sí, abajo, claro— serpentea el barranco del Llovedor. Al otro lado, pegadita como una cabra montesa a la pared rocosa, sobrevolada por los buitres, asoma la ermita del mismo nombre. Está ahí, casi al alcance de la mano... si esa mano mide ciento cincuenta metros y no sufre del codo. Porque sí, para llegar hasta ella toca currárselo: hoy no se reparten milagros así como así.
Ermita del Llovedor
        Y como lo alto hay que ganárselo bajando primero, allá que vamos, en alegre procesión, descendiendo con decisión hasta la A-226, esa carretera que pasa por ahí como si nada, ajena a nuestras pequeñas epopeyas. La seguimos unos metros y, tras besar el fondo del barranco —en el sentido más literal—, toca lo inevitable: volver a subir.
––Ahora subo, ahora bajo, ahora...––
        Ahora nos enfrentamos a una carretera secundaria que da acceso a la ermita. Pequeña, sí, pero con una rampa que le saca los colores hasta al más en forma. Y es que el lugar no se llama “Llovedor” por casualidad: junto a la ermita, el agua se filtra por la ladera y cae dulcemente en un estanque. Un rincón que hace honor a su nombre, y que por fin justifica el esfuerzo... aunque sea con las piernas temblando.
Hemos llegado
Balsa del Llovedor
        Unos decían de zampar ya, otros que mejor luego, y hasta apareció un visionario proponiendo el plan maestro del "medio bocata ahora y el otro medio después" —que no se llamaba Salomón, pero casi—. Tras idas, venidas y miradas de hambre nivel lobo, gana la opción lógica: comer 
ya mismo, que no estamos aquí pa’ sufrir. Así que, bajo el sagrado patrocinio de la Virgen del Agua Bendita y del frescor celestial del Llovedor, sacamos el condumio y... ¡Hala!, todos a darle al bigote con entusiasmo y sin contemplaciones.
Las paredes también lloran
        Con el buche lleno y el espíritu algo más flojeras, emprendemos el descenso al fondo del barranco —nombre técnico: “la sima del bostezo post-bocata”— para luego encarar una rampa que, tras la comilona, ya no es rampa, sino pared vertical en versión drama. Cruzamos la carretera (sin perder a nadie, milagrosamente), para subir un trozo que ya habíamos bajado antes… porque la vida, amigos, a veces es así de irónica.
Allí queda la ermita
        Tomamos una sendita que serpentea entre pinos, sabinas, algún enebro distraído y unas oliveras que nos miran con cara de "a estas alturas del día… ¿todavía caminando?". Llegamos por fin a una pista. Nos reagrupamos en el "Pocico de San Juan". A la izquierda, se abre una panorámica estupenda del bonito agujero que ha dejado la mina a cielo abierto de María Luisa
Mina de María Luisa
        Al fondo, bajo la imponente silueta del castillo que nos mira como diciendo “anda que no os queda ná”, se perfila por fin el final de la ruta. Allí nos espera Pablo, nuestro ángel de la guarda motorizado —mitad chófer, mitad socorrista emocional—. Procedemos a una ligera desinfección estratégica: lo justo para no levantar sospechas olfativas en algunos de los bares de la plaza. Porque si el universo se alinea (y el camarero no huye), nos caerá una jarra —o dos o tres— de birra bien merecida. Y entonces sí, que se preparen los grifos, que esta panda de andarines con la garganta seca está dispuesta a vaciar la despensa líquida del pueblo… y con estilo.
        Y es que, señores, ¡nos la hemos ganado a pulso!
Dando de beber a las células (foto de Ricardo)
        Aquel “menú senderista” al que aludía al principio ha resultado todo un acierto. Y no ha sido por casualidad, sino gracias a quienes lo han cocinado con cariño, dedicando tiempo, cuidado y ganas. También a los ingredientes que han aportado lo suyo: el paisaje, la compañía, las risas compartidas, el silencio en el momento justo. Todo ello ha ido cociéndose a fuego lento en este puchero de senderos y emociones, hasta convertirse en algo más que una ruta: una experiencia cálida, sencilla y de esas que dejan buen sabor mucho después de haber terminado.
        Buen provecho


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Datos técnicos
Recorrido
Perfil:
Distancia, 12,5 km.
Desnivel positivo, 598 m.
Desnivel negativo, 598 m.
Track

Nota.- Recuerdo a quienes hacéis algún comentario, la posibilidad de identificaros, pues me es imposible contestar, agradecer, debatir... Y sino, no pasa nada. "Hala pues".



lunes, 7 de abril de 2025

LÚSERA - IBIRQUE (circular por los barrancos de la Tosca y Cambón)

Día 6 de abril de 2025 
        No hace mucho, mientras dábamos buena cuenta de unos días de asueto levantino —ya sabes, homenajeando al Mediterráneo como se merece, con sol, arroz y siesta. Bueno, y alguna caminata—, nos llegan noticias de que los, como dice Richi, irreductibles amigos de Esbarre andaban dale que te pego con esta travesía. Y claro, uno, que es humano y, no sé si por envidia o por no perder comba, se revuelve en el sofá y le suelta a Maite, con tono de conspirador:
—Oye, el domingo anuncian buen día... ¿nos marcamos un "p’allá"?
Y Maite, que para estas cosas no se anda con rodeos:
—¡Hala pues!
        Total, que servidor se pone en modo “influencer de montaña”, se zambulle en la red correspondiente, pilla rutas de aquí y allá, las mezcla como si fueran un gin-tonic de sábado noche, y nos lanzamos a la aventura, a lomos del buga, rumbo a la siempre majestuosa Sierra de Guara, más concretamente a la Belarra.
Sierra de Guara (cara norte)
        Conduzco, y aunque voy ojo avizor con la carretera y los coches que adelantan como si no hubiera mañana, no puedo evitar echarle un ojo (el bueno) al paisaje. Porque el viaje hacia Huesca es un espectáculo: campos verdes como si les hubieran pasado un filtro de Instagram, gracias a unas lluvias recientes que han dejado todo como recién duchado.
        Y por si fuera poco, los embalses, Arguis y Santa María de Belsué, rebosando agua y gloria, nos saludan al pasar como diciendo: “Agüita vais a tener, muchachos.” Vamos, que ya sabemos que en esta ruta, el líquido elemento va a ser más protagonista que el pelo del Trump.
Embalse de Sta. María de Belsué
        El buga, fiel compañero de fatigas, se queda paciendo tranquilamente en el parking de Lúsera, como un corcel moderno al que le toca descansar mientras los humanos sudamos la camiseta. Y sin más dilación que la necesaria para atarnos los machos (léase: botas, cordones, moral) y embadurnarnos de crema solar, nos lanzamos al sendero siguiendo las indicaciones de un cartel.
Lúsera
        Los primeros metros, ya conocidos de otras andanzas, nos conducen por la margen derecha del barranco de la Tosca (o Alaña). Y lo que decía antes del agua no era hipérbole de entusiasta: lo del protagonismo hídrico va totalmente en serio. La criatura líquida baja con alegría, empujada por las lluvias recientes y el deshielo, como si tuviera prisa por llegar a alguna parte, formando bonitas cascadas como la de la Toba. Y en su camino, se entretiene formando pozas aquí y allá, verdaderas joyas naturales donde el agua descansa, se arremolina y presume de transparencia.
Cascada de la Toba
 Vamos, que si en alguno de los vados no lleváramos cuidado, acabaríamos con los pies en remojo antes de decir “¡qué fresquita está!”. Y aun así, con esa música de fondo hecha de cascadas y rumor de corriente, es imposible no sentirse parte del paisaje.
Toda una especialista en el arte de cruzar por vado
                    Al fondo se adivina la silueta de los escarpes esculpidos por la erosión del agua. Poco a poco vamos ganando altura, sin prisas, pero sin pausa, mientras el sendero se abre camino entre robles que, todavía desnudos, parecen estar aguardando con paciencia a que la primavera les regale su nuevo atuendo.         A nuestro paso, empiezan a asomar las primeras flores de la temporada, como si quisieran darnos la bienvenida: narcisos en tonos amarillos y blancos que salpican el suelo como pequeños soles y lunas, y delicadas prímulas acaulis, que se asoman tímidas entre el verde. El silencio en el camino tiene premio: vemos una cabra, una raposa y, creemos, un jabalí (o algo que se movía con mucha prisa y poco interés en saludar). Así es la soledad en la montaña, que hasta la fauna se anima a hacer acto de presencia.
Narciso de flor blanca
        El aire huele a limpio, a tierra húmeda y a promesa de buen tiempo. El murmullo del agua, el susurro del bosque, el canto juguetón de los pájaros… todo se confabula para crear una atmósfera tan serena, tan bonita, que por un momento uno no sabe si está caminando por la sierra o por un rincón discreto del paraíso.
Caminando...
        Llegamos a un cruce donde un rústico cartel señala el camino a Usieto. Pero no, lo nuestro va por otra dirección —que bastante lío tiene ya uno con orientarse, como para irse por donde no toca—, así que seguimos rumbo este, con paso alegre y las piernas empezando a sospechar que esto no era un paseo por el parque.
¿A Usieto? Esta vez no
        Pronto cruzamos una zona conocida como Las Planas, que de planas tiene lo justo. Dos enormes mojones de piedra, nos hacen levantar la vista y ahí está: la torre de la iglesia de Ibirque asomando en el horizonte, como quien dice “aquí sigo, aunque sea en ruinas”. Y para allá que vamos, con un pequeño repecho que pone a prueba las piernas.
Para no perderse. Al fondo se ve Ibirque
        Ibirque, como tantos otros en esta tierra, es un pueblo que hace tiempo cerró la persiana. Las calles, tomadas por las zarzas, tejados vencidos por el tiempo, maderos apuntando al cielo como si buscaran respuestas... y ese silencio. Un silencio espeso, bonito, que no incomoda, sino que abraza.
Testimonio de un tiempo pasado
        Nos sentamos junto a lo que queda en pie de la iglesia de San Martín de Tours. Y, como manda la tradición no escrita del senderismo, sacamos el plátano. Ese plátano que, por algún extraño pacto ancestral, se convierte en el almuerzo oficial de cualquier caminata. 
Un alto en Ibirque
        Mientras descansamos, el paisaje se despliega ante nosotros como un cuadro de lujo: el Tozal de Guara, que sigue con nieve, domina la escena con su hermano pequeño, el Fragineto, a un lado. Y si uno afina la vista, asoma también el Borón, muy discreto él, espiando tras la Gabardiella.
Tozal de Guara
        Pero claro, por muy bien que se esté aquí en la solana, no hemos venido solo a sestear. Así que nos calzamos de nuevo la motivación, retrocedemos unos metros y tomamos el GR-16, sendero que baja con alegría —y con alguna que otra piedra traicionera— por el barranco Ortato, que vadeamos con estilo. Más adelante, el barranco de Cambón nos recibe con sus cascadas rugiendo como si nos quisieran impresionar. Y vaya si lo consiguen.
Barranco de Cambón
         Seguimos el descenso con más cuidado que un gato en una cristalería, porque aquí no solo corre el agua por el barranco, no... también ha decidido tomar el sendero como autopista, formando charcos, regueros y alguna que otra trampa fangosa que amenaza con quitarnos las botas de un tirón. Aun así, avanzamos con dignidad (más o menos) hasta enlazar con la GR-1, senda que en este tramo une Nocito con Lúsera, y que nosotros, con toda la lógica del mundo, tomamos en dirección oeste.
Senda con agua
       Ahora empieza un ascenso continuo, de esos que no son criminales pero sí puñeteros, porque las piernas ya llevan su tute y, como suele pasar a ciertas edades, el motor sigue funcionando pero en modo eco. Vamos más lentos, sí, pero con estilo.
Alcanzamos el collado Barbero —del apellido no preguntes, que no venía con nota aclaratoria— y casi sin darnos cuenta, ya estamos en el de Santa Coloma, en las faldas del Tozal de Manzanera, que nos mira desde arriba como diciendo “¿a ver si os creíais que esto se acababa ya?”.
De bajada
        A lo lejos ya se ve Lúsera, ese oasis de coche aparcado y ropa seca. Pero, ¡ay!, aún queda camino. Desde aquí la senda se despeña en varias lazadas de esas que te hacen pensar que estás avanzando cuando en realidad das vueltas como peonza. Vamos perdiendo altura con cada zancada hasta encontrarnos con el barranco de Santa Coloma, y después, como quien repite de postre, volvemos a vadear el de la Tosca, que parece haber dicho “si os gusto, aquí me tenéis otra vez”.
Se adivina Lúsera
       Y ya casi, casi estamos. Como el pueblo lo hemos visitado en varias ocasiones, y el cansancio empieza a hacer acto de presencia con voz grave y dolor de rodillas, tomamos un atajo que, dicho sea de paso, los jabalíes lo han dejado bien labrado. Pero bueno, cumple su función, y en un santiamén nos deja de vuelta en el punto de inicio. 
    Fin de ruta y... a casita.


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Nota.- Recuerdo a quienes hacéis algún comentario, la posibilidad de identificaros, pues me es imposible contestar, agradecer, debatir... "hala pues".

jueves, 13 de marzo de 2025

PEÑÓN DE IFACH (O PENYAL D'IFAC)

 Día 12 de marzo de 2025
            Cuando uno está de paso por la comarca alicantina de la Marina Alta y se da algún que otro "rule", es imposible no toparse con ese peñasco de 332 metros de altura, que se planta con toda su chulería sobre el Mediterráneo. Ahí está, desafiando al tiempo y al personal, el Peñón de Ifach, ese pedazo de roca que ni los rascacielos de Calpe (auténticos altares al pelotazo urbanístico) consiguen destronar de su papel estelar.
El Peñón de Ifach
        Pues nada, Maite y un servidor, viendo que entre borrasca y borrasca se nos abre un resquicio de cielo, decidimos tirar "p'allá", no vaya a ser que el Peñón se nos ofenda. 
        Dejamos el buga en barbecho y desde nuestro cuartel general en la zona de la playa de la Fossa, nos lanzamos a la aventura.
        Tras un placentero paseo, junto al mar, iniciamos nuestros andares por un camino, de esos que engañan: tranquilito, bien empedrado, de postal.
Buen camino (por ahora)
        En las faldas del peñón encontramos el yacimiento de  la Villa Medieval de Ifach, ordenado por Pedro I de Aragón, que mandó construir para la defensa de buena parte de este litoral.
Yacimiento
        Pero pronto empezamos a subir y el sendero, impecablemente acondicionado, se abre paso entre carrascas y pinos que, a juzgar por sus formas retorcidas, han debido de tener más de un rifirrafe con el viento. Vamos, que más de uno apunta "mirando a Cuenca" en señal de rendición.
Mirando a Cuenca
        Nosotros, en cambio, ponemos el modo explorador y echamos la vista a otro lado. Arrancamos por el oeste, donde el Parque Natural de la Serra Gelada nos saluda con su silueta, y seguimos el barrido visual hasta toparnos con la calpina Sierra de Oltá, que, dicho sea de paso, conquistamos hace apenas cuatro días (
pruebas aquí, por si alguien duda de nuestra heroicidad). A sus pies, Calpe y sus salinas posan como si supieran que las estamos admirando.
        Giramos la cabeza hacia el este y ahí nos recibe la playa de la Fossa, con su arena dorada y su brisa marina, escoltada a lo lejos por el imponente Parque Natural del Montgó. Y al final de la línea de costa, como un vigía que lleva siglos en su puesto sin moverse ni un milímetro, la punta de Moraira con su torre defensiva D´Or, testigo mudo de navegantes, aventureros y algún que otro turista despistado.
        Alcanzamos el Centro de 
Interpretación del Parque Natural, aquí presentamos las correspondientes reservas (necesarias desde el año 2020)
        A partir de aquí el camino se encuentra empedrado y asequible a cualquier tipo de visitante, hasta que alcanza un túnel, una oscura boca cavada en la montaña que nos ofrece un suelo irregular con rocas resbaladizas, habilitado con cadenas unidas a las paredes del túnel para facilitar el paso del personal.
A punto de entrar en el túnel
        A partir de aquí, la senda se pone juguetona y nos sube la dificultad un par de niveles. El suelo, compuesto de rocas calcáreas más pulidas que el mármol de una catedral, nos obliga a andar con más tiento que un gato en una tienda de porcelana. Para sortear el tramo, nos agarramos a unas cuerdas y cadenas ancladas en la piedra.
¿Midiendo el vacío?
        En este punto, aparece nuestra vieja conocida, "Doña Prudencia", con su cara de circunstancias y su tono de madre preocupada, susurrándonos al oído: "Ojito, que aquí un resbalón y os hacéis un estropicio de campeonato". Así que, obedientes, ponemos los cinco sentidos en cada paso, no vaya a ser que acabemos con más rasguños que un gato callejero.
        Llegamos al desvío hacia el mirador de los Carabineros, pero lo dejamos para la bajada, que ya habrá tiempo de asomarnos por allí. Ahora lo que toca es seguir subiendo, que el Peñón no se va a conquistar solo.
Con alegría
        En esas estamos cuando se nos acopla una joven pareja con cara de haber acabado aquí por pura casualidad. Despistados, sí, pero con ganas. Así que, combinando su lozanía con nuestra veteranía (y nuestra tendencia a meternos en estos berenjenales), formamos un equipo improvisado y seguimos tirando para arriba.
        Después de sortear unos cuantos pasos y marcarnos alguna que otra trepada sin despeinarnos demasiado, alcanzamos la cresta que nos deposita en la cima. 
En la cima del Peñón de Ifach
        En condiciones normales, aquí nos sentiríamos los auténticos
 reyes del pedrusco… pero no. Porque las verdaderas dueñas del cotarro son las gaviotas patiamarillas, que nos miran con cara de pocos amigos, como si fuéramos okupas en su territorio. Y ojo, que en los meses de abril, mayo y junio, cuando andan en plena nidificación, la cosa se pone seria: dicen que por aquí se pueden ver los nidos con sus polluelos y a las madres en modo ninja, listas para defender a su prole de cualquier intruso. Que algún que otro curioso ha acabado bajando a destiempo, por subestimar el mal genio de estas señoritas aladas.
Gaviota patiamarilla
        Alcanzamos la cima y, de repente, los ojos se nos vuelven pajaritos, casi en sintonía con las gaviotas que nos vigilan de reojo. El paisaje es de esos que dejan sin palabras (y eso en nosotros es raro): mar, hermoso mar, hasta donde alcanza la vista, montañas que se pierden en el horizonte, y unos rascacielos que, desde aquí arriba, parecen de juguete, como sacados de Lilliput.
Lilliput
        Para rematar la jugada, el cielo está tan limpio que hasta nos regala una vista inesperada: allá, en la lejanía, asoma la silueta de Ibiza, como un guiño para recordarnos que el Mediterráneo siempre tiene algo más que enseñarnos.
        Toca bajar, y lo hacemos con cuidadín, que entre la lluvia de anoche, lo traicionero de la roca y nuestras articulaciones, con más kilómetros que un taxi, la broma podría salirnos cara. Así que paso firme, manos listas para cualquier apoyo estratégico y, por si acaso, alguna que otra súplica a los santos del equilibrio.
¡Cuidadín!
        Aun así, llegamos sanos y salvos al desvío antes mencionado, para acercamos al mirador de los Carabineros. En su día, este era un punto de vigilancia de aquellos agentes encargados de poner freno al contrabando. Hoy, en cambio, solo vigila el mar… y a unos cuantos senderistas que, como nosotros, vienen a curiosear y a imaginar historias de lanchas furtivas y negocios en la sombra.
 
En el mirador de los Carabineros
        Un último vistazo al Mediterráneo, ese mar eterno, tantas veces contado y cantado, que hoy se nos muestra como un inmenso cementerio azul. Aguas que antes fueron cuna de civilizaciones y ahora son fosa de quienes huyen del horror, aferrándose a la esperanza de una libertad que, cruelmente, sigue siendo solo una promesa incierta.
Sin palabras
        Poco a poco seguimos bajando, desandando lo andado, con ese aire de quien ya ha conquistado la cima y ahora solo quiere llegar abajo sin estrenar el seguro. Mientras tanto, la memoria nos juega malas pasadas y nos lleva a la última vez que hicimos esta ascensión.
        Comentamos, con cierto recochineo, que hoy nos ha parecido más difícil. ¿Será la lluvia de anoche, que ha dejado la roca más resbaladiza? ¿Será que la dichosa piedra, con tanto trote, se ha pulido aún más? ¿O será, ejem, que ahora somos seis años menos jóvenes? Será, será… pero mejor no insistir demasiado en esa última opción, que ya duele bastante sin necesidad de repetirlo. ¡Je, je!


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Datos técnicos