domingo, 16 de febrero de 2025

FISCAL-SASÉ (circular por la Solana)

Día 15 de febrero de 2025
            Una vez recogidos en Huesca a quien fuera comandante del batallón esbarriano y su gentil escudera, somos tres docenas de entusiastas mozos y mozas los que, a bordo del carretón hábilmente conducido por el "buen Miguel" nos lleva a las orillas del Ara, último río salvaje de Aragón, ya que ha logrado sobrevivir con el esfuerzo de sus habitantes a las permanentes amenazas de presas y regulaciones fluviales, convirtiéndose de esta forma en un símbolo de pureza y libertad.
Río Ara
        Descabalgamos en el mesón acostumbrado, allí donde los caminos se cruzan y los viajeros buscan su solaz. Nos sirven cafés humeantes, algunos aderezados con pólvora para encender el brío en nuestras entrañas. Atámonos los machos con recia determinación, sabiendo que, bajo la atenta mirada de la imponente Peña Cancias, es este el punto donde dar inicio a la gesta de la jornada que nos aguarda.
Peña Canciás
        Los primeros quinientos metros los hacemos en perfecta formación por la carretera que lleva a Boltaña, como si estuviéramos en un desfile de gala. Luego tomamos el sendero PR-HU.42, ese que sube, sube y no para de subir. Aquí es cuando empezamos a ganarnos el respeto del monte... o al menos intentamos que no nos deje sin aliento. Este camino, que en su día unía los pueblos de Sasé y Fiscal, ahora nos une a nosotros con nuestra voluntad de tirar "p´arriba". Entre quejigos y pinos, vamos subiendo, sin prisa, pero con pausa (esta frase me suena).
Primera cuesta
        A nuestra derecha, allá abajo, como un susurro entre el bosque, se deja entrever el barranco de Arresa, que más adelante cruzaremos con aire de senderistas curtidos. Al otro lado del barranco, en lo alto, asoma la torre de Muro de Solana. Según vamos arañando metros a la montaña, el Valle del Ara se nos despliega como una postal de lujo, escoltado con porte solemne por las sierras de Canciás y Garbardón. En sus márgenes, se asoman, además de Fiscal, tímidamente, pueblitos como Borraste y Ligüerre de Ara, salpicando el paisaje como si quisieran recordarnos que aún queda humanidad (poca) en esta maravilla de la naturaleza.
Fiscal
        El día es espectacularmente impropio de mediados de febrero: temperatura, solana y subida nos exigen hacer una parada 
para desposeernos  de las ropas de abrigo.
        Chino chano, vamos subiendo en dirección norte, arriba asoma el blanco perfil de la Sierra de Coronas. Los muros de piedra seca que jalonan el camino, recién desbrozado, nos anuncian que estamos llegando a Sasé.
Entre muros
        Y, efectivamente, alcanzamos lo que podría ser la plaza del lugar. No vemos ni un alma, pero los artilugios esparcidos por allí dejan claro que alguien debe vivir aquí… o al menos lo intenta.
        Sasé fue un pueblo que durante mucho tiempo tuvo vida propia y, ojo, de humilde nada: el cultivo de patatas llenó los bolsillos de más de uno en sus épocas de mayor esplendor. Hoy, la maleza lo reclama como su propio reino vegetal. En los años 90, el lugar fue "okupado" por el “Colectivo Colores”, quienes, tras mucho experimentar con su ideal de vida alternativa, acabaron teniendo problemas con la administración. Y así quedó Sasé: entre las patatas de oro del pasado y la selva del presente.
En la plaza de Sasé
        La plaza la preside, con toda la dignidad de quien ha visto mejores días, la iglesia (o lo que queda en pie, milagrosamente) de San Juan Bautista, cuyos orígenes se remontan al siglo XII. Su torre campanario, ese emblema que parece desafiar a la gravedad por pura cabezonería, se erige como faro de este valle de la Solana, compartiendo protagonismo con un crismón trinitario que, sobre la puerta, sigue allí por puro orgullo propio, y un bello suelo empedrado que aún no ha decidido cuándo terminará de hundirse.
Iglesia de San Juan Bautista
Crismón
        Nos aventuramos a entrar en la nave, no sin cierta precaución, bajo el constante riesgo de convertirnos en blanco de cualquier desprendimiento espontáneo. Las capillas laterales se abren, tres en total, como invitaciones algo precarias a la contemplación. Sin embargo, no nos engañemos: este impresionante templo, si nadie toma cartas en el asunto, tiene los días más contados que un calendario de fin de año.
Interior
            Después de la debida adoración celestial —como si fuéramos seres elevados que hemos venido aquí a recibir revelaciones en lugar de sudar la camiseta—, es hora de lo verdaderamente divino: un tentempié. Pero antes, no olvidemos la foto de rigor para probar que, efectivamente, tomamos la gloriosa Plaza de Sasé. ¡Ay del que no se agrupe para la instantánea, que quedará condenado al olvido digital!
El batallón
        Con el ego convenientemente alimentado, salimos del pueblo por la parte alta,  hasta conectar con una trocha que indica hacia la ermita de San Miguel. Poco más arriba, alcanzamos la cima del día (1364 m). En este punto, giramos a la izquierda para tomar una senda que, como si nos hiciera un favor, nos ofrece un mirador sobre la majestuosa Peña Canciás. Hacia el norte asoma el mogote de Collarada. Una postal digna de cualquier álbum de "miren lo hemos visto hoy".
De postal
        Pasito a pasito —porque más rápido, ni en sueños—, llegamos a otro mirador, antes de alcanzar finalmente la ermita de San Miguel. El edificio, tan sobrio como práctico, no tiene otra ambición que ofrecernos su acogedor exterior para cumplir con la noble tarea de aligerar nuestras mochilas. Aquí, cada uno procede al sagrado rito del comer, dejando claro que no se ha cargado chorizo y queso hasta esta altura para nada.
En la ermita de San Miguel
        Con el deber patriótico de llenar el buche más que cumplido, emprendemos un descenso, digno de cabras montesas en prácticas, por una senda zigzagueante. El firme es un auténtico desafío: un desliz y terminaríamos besando el suelo con entusiasmo, dejando la culera de los pantalones lista para una exposición de polvo contemporáneo.
Descenso
        Si problemas, alcanzamos el punto llegada y partida sin incidentes dignos de un video viral. Allí nos espera Miguel, tan ufano como siempre, con su carro de lujo, reluciente y casi pidiendo aplausos. Pero lo mejor viene después: el mesón de la mañana, donde el barril de cerveza ya tiembla de miedo porque sabe lo que le espera. ¡A vaciarlo se ha dicho, que después de tanto esfuerzo, lo tenemos más que merecido!
        ¡Hala pues!


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